Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
El Secretario de Estado Sherman, por orden del presidente McKinley, presionó al gobierno de Cánovas para que terminara con los campos de concentración, pero el asesinato del presidente español aceleró las cosas. Sagasta, el nuevo presidente, destituyó a Weyler y propició la autonomía de Cuba, pero, por desgracia, era demasiado tarde para miles de desplazados que habían muerto en los campos de concentración.
Carmen murió en uno de aquellos campos de concentración. Hércules hizo todo lo que pudo por sacarla a ella y a su familia, pero fue inútil. Su padre, un pequeño terrateniente, estaba encarcelado por colaboracionista, y su hermano Juan llevaba varios años viviendo con una tía suya en La Habana. Una de las noches, varios soldados se la llevaron a un barracón y la violaron repetidas veces. No volvió a ser la misma, había perdido todas sus ganas de vivir. Aprovechó el turno de cocina, donde había sido designada, para encerrarse en la despensa y cortarse las venas. Su cuerpo fue enterrado en alguna fosa común, para evitar el contagio de enfermedades y él no volvió a verla más.
Fosas comunes de los campos de reconcentración en Cuba. Miles de personas murieron debido al hacinamiento, la falta de comida y agua potable.
La conoció unos años antes en Santiago, cuando su buque recaló en el puerto durante unos meses. Ella era apenas una niña de diecisiete años, pero su cuerpo de mujer, sus cabellos largos y rizados, habían logrado conquistar el corazón del capitán español. Fueron los mejores meses de su vida, a pesar de que el padre de Carmen, un nacionalista cubano convencido, les impidiera verse. Los dos se las apañaban para mandarse notas durante la misa, se lanzaban miradas apasionadas o se veían a escondidas gracias a la mediación de un primo de Carmen, Hernán Antillano. Con la excusa de pasear en calesa, con Juan, su hermano, y Hernán, por los bosques cercanos a la ciudad, Hércules pasaba muchas tardes de domingo con los tres.
Poco después, el capitán español tuvo que dejar el puerto de Santiago y seguir rumbo hacia Filipinas, pero a su regreso mantuvo correspondencia con Carmen, regresó a la ciudad y durante unos meses siguieron viéndose a escondidas. La guerra del 85 los separó de nuevo. Cuando Carmen le escribió la última carta, le anunció que ella y parte de su familia estaban recluidas en un campamento de concentración cerca de la ciudad; que Juan, por su corta edad había sido enviado con una tía y que su padre sufría cárcel en la fortaleza de Santiago. Hércules se sentía responsable del muchacho, al fin y al cabo debía a Carmen el cuidado de su hermano. Se opuso a que ingresara en el ejército, pero el chiquillo quería alejarse de Cuba.
El general Weyler aplicó la más dura represión contra la población y los rebeldes revolucionarios.
Hércules lo intentó todo para reclamar justicia. Cartas a sus superiores, al general Weyler y hasta algunos diputados en Madrid, pero fue inútil. Carmen murió sin que nadie le hiciera justicia. Hércules tuvo que seguir en la Armada Española durante un año más. Al encontrarse en guerra, no podía licenciarse, pero su adicción al alcohol le llevó de calabozo en calabozo, hasta que por fin consiguió la libertad. Se perdió entre los prostíbulos de La Habana y ahora, la muerte de Juan le había devuelto a la vida. Al escuchar el nombre del general los viejos fantasmas habían aflorado de nuevo.
La cabeza le retumbaba, sentía que le iba a estallar cuando abrió los ojos. La luz le cegó por unos momentos. Se sentó en la cama y después de unos segundos se dirigió a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, Mantorella.
Hércules abrió la puerta y sin esperar a que entrara el Almirante se dirigió al baño. El agua fresca del lavabo le despejó un poco, se secó la cara y se dirigió de nuevo a la habitación. Mantorella le esperaba sentado en la cama con su impecable uniforme.
—¿Habéis averiguado algo importante? —preguntó el Almirante, al tiempo que sacaba un cigarro de una pitillera de plata.
—Es demasiado pronto.
—Son las once de la mañana —dijo Mantorella sacando el reloj de bolsillo.
—Me refiero a que llevamos poco tiempo investigando. Tenemos alguna pista pero no puedo adelantarte nada.
—¿Nada? Se rumorea que mañana llegará la Comisión de Investigación de la Armada de los Estados Unidos, dentro de poco no tendremos margen de maniobra —gruñó el Almirante.
—Ayer hablamos con el capitán Sigsbee. Nos facilitó información importante, pero no puedo adelantarte mucho. En estos días haremos algunas entrevistas a otros testigos, pero creo que las claves de todo esto están muy lejos del puerto —dijo Hércules mientras se peinaba el pelo frente al espejo.
—Y, ¿qué tal con tu compañero norteamericano?
—Bien, nos puede facilitar mucha información sobre el asunto.
—Espero que me pases toda esa información.
—Mantorella, ésta ya no es mi guerra. No estoy aquí como agente del gobierno español para facilitar información sobre los revolucionarios cubanos —dijo Hércules—. Este último trabajo consiste en descubrir a los causantes del hundimiento del barco y a los asesinos de Juan.
—Pero necesito hacer el informe. El tiempo pasa rápido y si no encontramos algo España se verá avocada a una guerra.
—Las cosas que he descubierto hasta ahora no pueden ayudarte mucho, al contrario, si actúas antes de tiempo es posible que nunca sepamos la verdad.
Mantorella se levantó de la cama bruscamente y se acercó a él con un gesto desafiante, empezó a articular algunas palabras, pero en el último momento se mordió la lengua y salió de la habitación pegando un portazo. Apenas unos segundos más tarde, alguien volvía a aporrear la puerta. Hércules la abrió con la intención de estampar un puñetazo al Almirante, pero frente a él estaba George Lincoln mirándole con una amplia sonrisa.
Nueva Haven, Connecticut, 10 de Febrero.
La tierra estaba congelada aquella mañana. En los últimos días la nieve había cubierto la ciudad, pero aquella mañana la temperatura había bajado tanto que la veintena de personas que rodeaban la fosa parecían petrificadas por el gélido viento que sacudía los paludos árboles del camposanto. Después de la misa la comitiva se había dirigido al pequeño cementerio católico y el sacerdote hacía sus últimas oraciones mientras el resto de la comitiva intentaba no congelarse moviendo ligeramente las piernas.
—Hermanos, James E. Hayes era un hombre querido por toda la comunidad. Gracias a su esfuerzo, los católicos de Nueva Haven tienen el respeto que se merecen. Nuestro hermano tuvo una vida larga y fructífera, sus obras, como olor fragante, han llegado hasta la casa de Dios. Que la Virgen, todos los santos y el padre McGivney le guarden en su camino hacia el paraíso.
La comitiva asintió deseando escapar hacia los carruajes que esperaban a unos metros, al otro lado de la verja. Dos enterradores bajaron el ataúd, que con un golpe seco retumbó al fondo de la fosa. Los asistentes, tomando un puñado de tierra, arrojaron los terrones helados, que rebotaban sobre la madera muerta con un gran estruendo.
Unos minutos después, todavía once hombres permanecían de pie frente a la tumba abierta. Habían mandado a los enterradores que volvieran en otro momento para terminar su trabajo. Cuando estuvieron completamente solos, el Caballero Segundo empezó a recitar el juramento secreto, todos repitieron monótonamente mientras sus palabras se helaban con el frío aire de Nueva Haven. Después, lanzó la espada y la capa de Caballero Supremo sobre el ataúd. Con un gesto ordenó a dos de los hombres que arrojaran algunas paletadas de tierra para ocultar los símbolos.
—El tercer Caballero Supremo nos ha dejado. Ahora se abre ante nosotros una nueva era de esperanzas. No se puede echar vino nuevo en odres viejos. El padre McGivney fue nuestro profeta, el Padre Celestial,
Christophorus Colonus
, el portador de Cristo, nos indicó el camino. Por fin ha llegado el renacimiento de nuestra Iglesia —dijo y se detuvo unos segundos para contemplar la cara del resto del Consejo Supremo—. Ha quedado vacante el puesto de Caballero Supremo. En manos de Dios está la elección de otro siervo.
El grupo de hombres hizo un círculo alrededor del Caballero Segundo y poniendo las manos sobre él empezaron a repetir al unísono
—Dios lo quiere, Dios lo quiere.
Riga, Letonia, 14 de Febrero.
Ganivet no podía evitar añorar su hermosa ciudad de Granada. Durante los últimos años había vivido en muchos lugares: Madrid, Amberes, Helsinki y ahora Riga. Llevaba dos años sin regresar a casa y aquellas navidades habían sido las más duras de todas. Ni la compañía de Mascha Djakoffsky, su nueva amante, podía disminuir su nostalgia. Pero ésa no constituía su principal preocupación. Desde hacía unos meses, percibía cómo entre las sombras de la ciudad báltica alguien seguía sus pasos.
Aquella noche de frío siberiano, después de dejar a Mascha en su apartamento, decidió irse a casa andando. Vivía cerca de allí, al otro lado del río Dvina. Levantó la vista y observó la ciudad cubierta por un espeso manto blanco, algo normal en esas latitudes durante todos los meses del invierno. Su mente, ajena al gélido viento, estaba muy lejos de allí, marchando de un punto a otro sin rumbo fijo. Primero recordó a su amigo Don Miguel de Unamuno. Le había conocido en Madrid unos años antes, cuando Unamuno realizaba unas oposiciones para el cuerpo de archiveros. En aquella época se vieron en numerosas ocasiones y desde que estaba fuera de España, mantenían correspondencia regular. Esa misma mañana había recibido una carta de su amigo, pero los asuntos de la embajada no le habían dejado ni un minuto. Introdujo la mano en el bolsillo para comprobar que el sobre seguía allí y continuó caminando.