Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Grabado de Riga en el siglo XIX
Las calles estaban desiertas. Los habitantes de la ciudad no paseaban a altas horas de la noche con el termómetro bajo cero, pero Ángel Ganivet disfrutaba de esos minutos de soledad en los que podía pensar en cualquier cosa sin que nadie le interrumpiese. Cuando llegó a la altura del río miró detrás de él y observó una figura que se movía en las sombras. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y se acordó de la otra carta que había recibido aquella mañana. Bueno, más que una carta, era una nota metida en un pequeño sobre negro. Al parecer un hombre la había llevado en mano aquella misma mañana a las oficinas del consulado. Le había indicado a su secretario que se trataba de algo urgente, pero el individuo se había marchado sin dar más explicaciones y sin esperar una respuesta. Cuando el secretario dejó la nota sobre la mesa, Ángel no le dio mucha importancia y siguió con sus asuntos, pero, al levantar la vista y contemplar el sobre, vio un símbolo grabado que reconoció de inmediato. Empezó a notar que le faltaba la respiración y se apoyó en el respaldo de la silla, inspiró hondo y cerró los ojos, pero cuando los volvió a abrir, la nota seguía exactamente en el mismo sitio. Alargó la mano y abriendo el sobre con manos temblorosas leyó:
«Un caballero que incumple su juramento secreto sólo puede esperar un fin honroso; la muerte. Esperamos que usted, por el bien de su alma, escoja la decisión sabia y no manche su nombre con la ignominia del perjuro».
Caballero Supremo
Al terminar de leer la nota, un sudor frío le recorrió la frente. Esperaba no recibir más noticias de aquellos caballeros, sabía que había sido un terrible error relacionarse con ellos, pero nunca pensó que la situación llegara a aquellos extremos.
La primera vez que oyó hablar de la orden fue de boca de su anterior amante, Amelia Roldán Llanos, una preciosa mulata cubana a la que había conocido hacía seis años en Madrid y con la que mantuvo una relación en Amberes. Uno de los días que Amelia y él iban a cenar en un famoso restaurante de la ciudad, ella cambió los planes a última hora y le dijo que unos compatriotas suyos habían llegado a la ciudad y que estaban invitados a cenar en su hotel. Él puso mil excusas, temía que la velada se convirtiera en un recordatorio de los nostálgicos cubanos sobre su hermosa isla, pero estaba equivocado. Aquellos hombres eran unos verdaderos caballeros. Conocían perfectamente el francés y el inglés, de hecho vivían en Estados Unidos, donde se dedicaban a la importación de productos del Caribe. Durante la velada, comenzaron a hablar de los problemas internacionales, de la decadencia de España y Ángel Ganivet les compartió su proyecto de escribir un libro sobre ese tema. Más tarde, comenzaron a hablar de religión, de la situación de la Iglesia Católica y de la actitud pro-obrera que el Papa tenía en sus últimas encíclicas, donde animaba a la creación de sindicatos obreros católicos.
Después de la cena se dirigieron a uno de los salones y tomaron un brandy. Cuando los hombres se sintieron en confianza, comenzaron a hablarle de una orden secreta que iba a devolver a la Iglesia su antiguo esplendor y poder. Ángel, huérfano de padre, había sido educado en una estricta fe católica y, aunque desde que vivía independiente llevaba una vida poco religiosa, mantenía viva la llama de la fe de su madre. El proyecto le pareció apasionante, recordó las charlas que había tenido con Unamuno sobre la verdadera religiosidad y encontró en las palabras de aquellos hombres el sentido de una existencia que cada vez se acercaba más hacia el abismo. En los últimos meses no dejaba de tener remordimiento por su relación con Amalia, sufría continuas depresiones y temía terminar como su padre, quitándose la vida.
Disfrutó toda la velada en una animada charla con los caballeros cubanos, Amalia se había retirado horas antes y, cuando los caballeros se vieron solos, explicaron al español alguno de los misterios de su orden. El resultado fue que, unos días después, Ángel Ganivet se convertía en Caballero de Colón. Durante aquellos tres años su pertenencia a la orden había sido superflua, ya que ni en Amberes, ni Helsinki o Riga, existían comunidades de la orden secreta, pero en los últimos meses le habían pedido información confidencial del gobierno español. Naturalmente, no había querido facilitar aquellos datos, considerando el deber que tenía para con su país, antes que las difusas relaciones que le unían a su secta.
Los meses pasaron sin sobresalto25s, pero Ángel temía que los caballeros tomaran algún tipo de represalia contra él o los suyos. En ese momento, cuando lo creía todo olvidado, la nota consiguió ponerle realmente nervioso. En las últimas semanas se sentía vigilado, aunque achacaba todo a su nerviosismo obsesivo, pero la carta era real, muy real y no sabía qué hacer. Por eso aquella noche, a pesar de que no fuera muy prudente, decidió pasear para aclarar un poco sus ideas.
El ruido de unos pasos a su espalda le devolvió a la realidad. Miró hacia donde provenía el ruido; un hombre embozado se acercaba a él con paso rápido. Ángel instintivamente comenzó a correr. El corazón le latía a toda velocidad. Su respiración entrecortada apenas podía llenarle el pecho, el aire gélido que desprendía el Dvina entumecía sus piernas. Los pasos se escuchaban más cerca. Entonces notó una mano que con la fuerza de una garra atrapó su abrigo de pieles. Ángel cayó al suelo y cuando logró volverse, ya tenía al hombre encima. Era gigantesco, vestido con una capa negra, demasiado liviana para aquel frío. El gigante le agarró y como una pluma le elevó en el aire. Ángel quedó suspendido entre el puente y el agua. Estaba paralizado por el miedo. Sintió que flotaba por unos segundos y al contacto con el agua, sus músculos empezaron a arder, como si estuviera quemándose en una olla de aceite. Paralizado, fue hundiéndose en las sombrías y gélidas aguas del Dvina.
El poeta Ganivet fue diplomático y trabajó en diversas embajadas.
Apareció ahogado en las aguas del Dvina sin que nunca se supiera las causas de su muerte. Entre sus pertenencias se encontró un pequeño broche con las letras K. C. y unas cartas dirigidas a Miguel de Unamuno.
La Habana, 20 de Febrero.
De regreso al hotel Lincoln se sentía como un recadero que satisfacía todos los caprichos de su jefe. Para colmo, no había sido bien tratado en el Consulado, el embajador Lee no quiso atenderle y su secretario tardó más de una hora en darle el permiso para telegrafiar a Cayo Hueso. Tras cinco horas de espera, había recibido unas respuestas escuetas que no aclaraban mucho sus preguntas, pero el telégrafo no daba para más. Durante otra hora los descifradores de códigos reinterpretaron el texto y le pasaron nota de la información.
No había probado bocado, pero deseoso de continuar con la investigación y, presumiendo que su compañero seguía durmiendo a pierna suelta, al llegar a la recepción del hotel pidió que subieran alguna cosa para almorzar en la habitación de Hércules. Mientras atravesaba el pasillo se cruzó con el Almirante Mantorella, pero éste iba tan crispado, resoplando y maldiciendo en voz baja, que no le vio. Cuando su compañero le abrió la puerta, pudo comprobar que éste se encontraba en un estado de ánimo similar al del Almirante. Prefirió no decir nada y esperar a que subieran la comida, Lincoln sabía que tener algo sólido en el estómago cambiaba el mal humor a cualquiera.
Almorzaron en silencio, pero poco a poco la cara del español fue suavizando la expresión y cuando casi habían terminado Lincoln comenzó a hablar.
—Tengo la información que buscábamos. Un pequeño informe sobre el capitán Charles Sigsbee, la relación de una célula anarquista en Nueva York y datos sobre el submarino de Blume.
—¿Qué sabemos? —preguntó Hércules antes de introducirse el último bocado.
—Sobre el capitán Charles Sigsbee. Tiene cincuenta y tres años. Nacido en Albany, asistió…, dijo Lincoln leyendo el telegrama.
—Al grano, Lincoln —espetó Hércules.
—Al grano. Sirvió en la Guerra Civil al lado de la Unión, héroe de la batalla de
Mobile Bay
, participó en los ataques de
Fort Fisher
, en Carolina del Norte. Diferentes destinos después de la guerra.
—Al grano —repitió impaciente Hércules—. ¿Tiene alguna mancha en su expediente?
—Sí, en 1886 una comisión de la Marina inspeccionó su barco, el
Kearsarge
. La comisión informó que el buque estaba sucio, que el jefe del cuerpo no había seguido las instrucciones respectivas a la seguridad en los polvorines y que la instrucción de los marineros era nula.
—¿De veras? Eso es interesante. Al parecer, nuestro capitán Sigsbee es un desastre en lo relativo a la seguridad.
—Pero la cosa no queda ahí —dijo Lincoln sonriendo. Le agradaba que el español valorara su trabajo—. Hace un año, siendo capitán del
Maine
, empotró el barco contra el muelle 46 de Nueva York, al realizar una maniobra temeraria, para evitar hundir un barco de excursionistas que no había visto.
—Negligencia y precipitación —concluyó Hércules.
—Tal vez todo, al fin y al cabo, se debió a un desgraciado accidente —dijo Lincoln.
—No debemos descartarlo, por lo menos todavía. ¿Qué hay de los otros asuntos?
—El 16 de febrero una célula anarquista fue exterminada en Nueva York sin que se sepa todavía el autor o autores de la masacre. Al parecer estaba compuesta en su mayoría por italianos veteranos de la guerra de unificación italiana.
—¿Qué tiene eso que ver con el
Maine
? —Posiblemente nada, pero como anoche hablamos de las conexiones entre anarquistas y revolucionarios cubanos.
—¿Qué les sucedió a los anarquistas? —cortó Hércules, que entre sus cualidades no se encontraba la de la paciencia.
—Alguien acribilló a cuatro de los cinco componentes del corpúsculo.
—¿Y el quinto?
—Un tal Marco Napoli, que ha desaparecido sin dejar rastro.
—¿Quién conocía la célula?
—Desde hacía unos días se vigilaba a los anarquistas, alguien había dado un soplo a la policía. El general Miles está comisionado por el Congreso para perseguir a los grupos anarquistas en los Estados Unidos, en los últimos tiempos ha detenido a varios grupos terroristas. En las últimas décadas, todo tipo de extremistas se han introducido en el país.
—¿Tenían alguna relación con la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York?
—Mis superiores no saben nada. Aunque estos grupos siempre tienen contactos entre ellos.
—¿Algo de Blume?
—La Armada ha confirmado la historia. El ejército peruano construyó un prototipo diseñado por el ingeniero Blume y, al parecer, la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York pidió ayuda al departamento de Estado, pero el gobierno norteamericano detuvo el proyecto y denegó la ayuda.
—Estamos casi como al principio. Todo el caso pudo deberse a la negligencia del capitán Sigsbee o a un acto intencionado de los revolucionarios cubanos… —O a una mina de la Armada Española—continuó Lincoln. —Efectivamente, pero todavía quedan muchos cabos sueltos—comentó Hércules poniéndose en pie. En ese momento una idea fugaz cruzó por su mente. Cuánto daría por un trago de ron, y sintió cómo se le secaba la boca.
—¿Cuál será nuestro próximo paso? ¿Qué hay del alfiler con el símbolo
K
y C? —preguntó Lincoln, devolviendo a Hércules a la realidad.
—Precisamente esta tarde espero resolver ese enigma, pero para ello necesitaremos la ayuda de alguien —contestó el español.
—No podemos facilitar información a terceras personas —advirtió Lincoln. No podía evitar desconfiar de todos y de todo. Precisamente, en eso consistía su trabajo.
—No se preocupe, el profesor es de entera confianza.
—¿El profesor? ¿Qué profesor?
—El hombre más inteligente del continente americano —dijo Hércules. Su tono fue tan grandilocuente que Lincoln pensó que su compañero estaba bromeando.
—¡Quién!
—El doctor Antonio de Gordon y Acosta.