Conspiración Maine (13 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Nueva York, 17 de Febrero.

La ciudad parecía entumecida por el frío. Las temperaturas habían bajado tanto en los últimos días que la superficie del mar empezaba a helarse. El tránsito de barcos se había reducido mucho aquella semana. Marco Santoni buscó durante días algún mercante que se dirigiera al sur, pero todo había sido inútil. Otras veces había viajado como marinero por la costa Este de los Estados Unidos, a pesar de que su familia era de Detroit y no había visto el mar hasta hacía poco. Desde los trece años no había hecho otra cosa que trabajar, pero seguía con los bolsillos vacíos y sin rumbo fijo. Cuando su familia se trasladó a Cleveland, para intentar escapar de la pobreza, él decidió ir con ellos. Las cosas no mejoraron mucho. Su padre trabajaba desatascando la mierda que los ricos lanzaban a las alcantarillas. Él cuidaba de sus siete hermanos, sustituyendo a su madre, que un día no pudo aguantarlo más y dejó ese asqueroso mundo mientras traía al mundo a su último hijo. Cuando su padre volvía a casa apestando a whiskey, siempre les traía como regalo alguna de las cosas raras que aparecían en las cloacas de la ciudad. Cuando tuvo la fuerza suficiente para acarrear una caja de cinco kilos, su padre le colocó en una fábrica, donde por catorce horas al día siete días a la semana, se podía ganar 10 dólares mensuales.

Marco revisó los barcos del puerto, preguntó a dos o tres marineros e intentó pedir trabajo en el
Santiago
, un barco español que después de descargar su carga de azúcar regresaba a Cuba. Mientras se dirigía al mercante recordó sus primeros contactos con el partido socialista de Cleveland. Se aferró al partido como a una tabla de salvación. Después de años de desesperación, encontraba una esperanza para seguir luchando. La crisis de 1886 dejó en la calle a muchos trabajadores; las colas de beneficencia podían verse por todas partes. A sus veintitrés años tenía poco que esperar de la vida, pero las nuevas ideas de Marx y Engels revolucionaron su mente. Le apasionaban las reuniones con los camaradas, las asambleas sindicales y la actividad política de cualquier tipo. Por fin podía reivindicar sus derechos. En poco tiempo comenzó a dirigir la rama del sindicato en su empresa, fue entonces cuando la persecución se desató en su máxima crudeza. Camaradas asesinados por los mafiosos controlados por los magnates de la ciudad, las sedes del sindicato quemadas, y él huyendo para escapar de la cárcel o una muerte segura. Pero aquello no le amedrentó. Tomó un tren para Nueva York, allí el sindicato controlaba el puerto y la mayor parte de la industria de la ciudad. Cambió de nombre, adoptando el de Fred C. Nieman y siguió activo en la lucha obrera.

Mientas ascendía por la estrecha rampa a la cubierta, se dio cuenta de que se movía mecánicamente, con los pensamientos en otra parte. Cuando estuvo frente al encargado de máquinas, le había mandado allí un suboficial para que trabajara echando carbón en la caldera, y éste le preguntó su nombre, dudó por unos segundos. En los últimos años había utilizado tantos, que había terminado por no saber quién era en realidad. Decidió usar el de Nieman, la policía debía de estar buscando a Marco Santoni, anarquista italiano, por matar a otros compañeros en una cochambrosa casa de la ciudad, —pensó.

Le enseñaron el camarote al lado de las calderas, donde varios catres se amontonaban en un espacio exiguo. El calor era insoportable, el olor a gas, nauseabundo, pero estaba acostumbrado a vivir en condiciones extremas.

—¿Eres el nuevo? —le preguntó el jefe de máquinas, un obeso marinero, vestido tan sólo con una camiseta blanca de tirantes—. Aquí no estás de vacaciones. Aprovecha para descansar. Cuando salgamos, estos fogones—dijo señalando las calderas— deben estar a pleno rendimiento.

—Sí, señor —contestó intentando esquivar la mirada.

—Eres italiano.

—No, señor.

—Mejor, no soporto a esos
espagueti
, son unos vagos y aquí no queremos vagos —dijo el hombre adelantando la cara y pegándola a escasos milímetros de Nieman. El olor de su aliento le revolvió.

—Sí, señor —dijo Nieman mientras por dentro repasaba sus oraciones. Eso le había ayudado a mantenerse en calma en las situaciones más difíciles.

Cuando se tumbó en el camastro notó cómo toda la tensión de los últimos días le invadía. Se sentía de nuevo perdido. Había realizado sus rezos, las técnicas de vaciamiento, pero tener que volver a matar, de repente le llevó de nuevo a su pasado, un pasado que creía haber dejado atrás. Después de eliminar a los anarquistas, el padre Kramer le dejó durante unos días una cama en la iglesia de San Juan, hasta que todo se calmara, pero ahora se le pedían nuevos sacrificios, le necesitaban en Cuba y debía obedecer.

Todavía recordaba la fascinación que sintió al principio. Los miembros de la orden le aceptaron sin hacer muchas preguntas. Cuando llegó a ellos era un guiñapo. Se bebía los pocos centavos que sacaba mendigando por la ciudad, comía en los comedores de beneficencia y dormía al abrigo de algún edificio o debajo del banco de un parque. Era cierto que había tocado fondo; se había resignado a morir como un perro.

Los padres le acogieron, le devolvieron su alma, un alma ennegrecida dentro de un cuerpo muerto. Primero, lograron sacarle del alcohol, tras combatir contra Satanás durante tres largos meses. Ellos siempre estuvieron junto a él. Después fue nombrado escudero y, tras un año de entrenamiento, le habían prometido que sería caballero. Él, el hijo del pocero y la lavandera, el sindicalista, el socialista, el asesino, el mendigo, ahora sería un caballero. Dios le había devuelto una vida tirada a la basura. Pero un día, el padre Francisco le llamó a su despacho.

—Hermano, Dios es bueno. Hemos encontrado un sitio para que sirvas al Padre Celestial.

—Padre, me llena de alegría —dijo inclinando la cabeza.

—Antes de pasar el primer grado debes servir al Caballero Supremo como un fiel escudero.

—Donde me llamé el Padre Celestial, iré, el camino que me indique el Gran Caballero, seguiré.

—Queremos que vuelvas al partido.

—Pero Padre, ¿cómo me piden que vuelva a entrar en la casa de Satán? —A veces, hay que entrar hasta el mismo infierno para rescatar un alma—dijo el sacerdote al tiempo que levantaba los brazos.

Al principio no entendió que ellos le pidieran que volviera a su antigua vida. Dejó el partido porque sólo querían que sirviera como asesino. El sindicato amenazaba a los esquiroles, robaba una parte de los exiguos sueldos de los trabajadores mientras los dirigentes teorizaban en los lujosos hoteles de la ciudad, viajaban a congresos o daban charlas en salones elegantes. Le habían convertido en el perro guardián de los intereses de los dirigentes del partido. Cuando sea la revolución, todo será diferente —decían—. Pero él sabía que no sería así. Cuando perdió la fe en Marx, su pequeño mundo se vino abajo.

Ahora se dirigía hacia La Habana. Repitió sus rezos y comenzó a sentir una calma que le invadía poco a poco. El calor era insoportable, pero León Czolgosz, ése era su verdadero nombre, ya había estado en el infierno antes.

Ficha policial de León Czolgosz.

Capítulo 13

La Habana, 20 de Febrero.

Los tres hombres resoplaban en el suelo empapado de ron. Les costó mucho reducir al peruano. Era un hombre pequeño, menudo, pero forzudo. Cuando intentaron cogerle hizo un movimiento rápido tratando de escapar, pero Hércules le cortó el paso y con un solo golpe le derrumbó al suelo. El indígena se levantó con agilidad y, al verse acorralado, decidió enfrentarse. Sacó de algún bolsillo un cuchillo grande y lo blandió con una seguridad que hizo dudar al español. Pero con un golpe certero le dañó la muñeca y la plateada arma revoloteó por la sala y cayó ruidosamente sobre una de las mesas cercanas. Lincoln se lanzó sobre el hombrecillo y logró sujetarle los brazos. Entonces, cuando Hércules iba a asegurar la pieza, el indígena se removió, pegó una patada en los testículos del norteamericano y se lanzó hacia la puerta. Hércules le capturó en la salida. Dos, tres puñetazos en la cara atontaron al peruano. Se tambaleó y con un gancho, el español logró dejarle inconsciente.

Entre los dos le sacaron del local y a rastras le llevaron fuera de «La Misión». Nadie los paró ni se sorprendió de ver a dos hombres cargando a otro inconsciente. Cada día decenas de borrachos y muertos salían de aquel sórdido lugar con los pies por delante y nadie hacía preguntas.

Después de abandonar la calle principal, buscaron un árbol lo suficientemente alejado de las casas, para poder hablar con su prisionero tranquilamente. Le aseguraron y le despertaron a tortas. El peruano tardó en volver en sí, una vez consciente empezaron a interrogarle.

—Peruano, despierta —dijo Lincoln sujetándole la cara.

—Eh.

—Vamos, será mejor que te despiertes antes de que perdamos la paciencia.

—Malditos cabrones, ¿qué queréis de mí? —dijo el hombre reaccionando.

—¿Por qué nos disparaste ayer desde la torre de la catedral? —preguntó Lincoln apretando la mano sobre la cara del hombre.

—¿Están locos? No sé de qué me hablan.

—Sabemos que anoche subiste a la torre oriental y con un fusil norteamericano disparaste un solo tiro a mi compañero. ¿Quién te lo ordenó?

—No sé de qué me hablan —contestó después de tragar saliva.

Lincoln le asestó un puñetazo en plena barriga, el peruano se dobló pero no soltó el más mínimo quejido. Hércules se adelantó y apartando al norteamericano empezó a hablar con el prisionero. El español arrancó un collar del cuello del indígena y se lo puso delante de la cara.

—Mira peruano, no te podrá salvar ni la voluntad del Sol ni de la Luna, maldeciré tus
huacas
y todos los duendes del infierno te comerán los ojos. Si mueres sin esto no encontrarás descanso con tus
antelados
. El indígena empezó a temblar y con los ojos muy abiertos dijo algo en una lengua extraña que no comprendieron, pero parecía algún tipo de rezo.

—Maldigo a los
ayllos
de tu casa, que los
machays
de tus antepasados sean abiertos y que se pierdan para siempre tus
pacarinas
.

—¡Basta! —gritó el indígena y comenzó a llorar como un niño.

Lincoln miró sorprendido al hombre y después observó a Hércules. ¿De dónde había sacado esa verborrea indígena?

—¿Quién te manda? —preguntó el español.

—Vengo de Lima, soy parte de los voluntarios revolucionarios del Perú —dijo el hombre con voz temblorosa.

—No sabía que había un grupo de voluntarios peruanos con los
mambises
.

—Sí, señor, desde 1887 se han reclutado voluntarios en Lima.

—¿Quién te ordenó que nos dispararas? —preguntó Hércules, subiendo el tono de voz.

—No lo puedo decir —contestó el peruano, comenzando a temblar.

Hércules levantó el collar y el indígena comenzó a sudar e hizo un gesto con la cara para que se detuviera.

—El comandante no es peruano, es cubano, se llama Manuel Portuondo. El comandante pasó muchos años en Lima, pero desde hace unos meses está en La Habana. Algo gordo iba a pasar en la ciudad y se decidió a venir, aunque los españoles le buscan.

—¿Por qué nos disparaste? —preguntó Hércules, volviendo a tensar el collar.

—Me dijeron que los asustara un poco, pero que no les hiciera daño —contestó el hombre con la respiración agitada.

—¿Dónde podemos encontrar a Portuondo?

—En una de las villas de
La Alameda
. Se aloja allí clandestinamente.

—Por ahora me voy a quedar con esto —dijo Hércules levantando el collar—. Si me has mentido o avisas a Portuondo sabré qué hacer con él.

—Sí, señor —dijo el peruano resoplando.

Hércules se dio media vuelta y llamó a Lincoln. Los dos bajaron la sierra dejando atado al indígena. Cuando llegaron a la calle, el español comenzó a hablar:

—Tenemos que hacer una visita al comandante esta misma noche.

—¿Esta noche?

—Puede que se entere de que le estamos buscando y se escape. No podemos dejar que esta pista se enfríe. ¿Tiene algún arma?

—Esto —dijo Lincoln sacando un revólver de la chaqueta.

—Será suficiente.

—Pero estará protegido.

—No creo. Ese pájaro se siente demasiado seguro en su nido.

Los dos hombres subieron hacia la ciudad. Tomaron un carruaje y se dirigieron hacia la zona residencial.

Capítulo 14

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