Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Sede central secreta de Los Caballeros de Colón
Después de las lacónicas palabras ceremoniales, los hombres se dieron las manos y pronunciaron juntos el juramento secreto. Unos segundos más tarde, el Caballero Supremo volvió a tomar la palabra.
—Caballeros, un solo anhelo nos ha reunido aquí esta mañana. El pueblo nos demanda que le guiemos. Desde nuestra fundación hemos conseguido que se respete y aprecie la labor de la Madre Iglesia en este país. Podemos sentirnos satisfechos. A lo largo y ancho de los Estados Unidos miles de caballeros se levantan para unirse a nuestra causa.
—Gran Caballero Supremo —interrumpió Natás, el Caballero Segundo—, los enemigos de nuestra orden son numerosos. No podemos contentarnos con defendernos, debemos pasar al ataque.
—Olvida nuestro primer principio, caridad —dijo Hayes, turbado por la interrupción.
—¿Qué mayor caridad que servir a Dios y eliminar a sus enemigos? Ahora somos miles, qué impide que cojamos lo que es nuestro.
—El padre fundador nos indicó el camino. No podemos desviarnos ni a izquierda ni a derecha —recalcó el Caballero Supremo.
—Gran Caballero Supremo, tenemos muchos amigos en la capital de los herejes. Con sólo una palabra todo puede ser nuestro —dijo el Caballero Segundo.
El resto de caballeros permanecía en silencio, pero asentía a las palabras del Caballero Segundo. El Caballero Supremo dio un golpe en la mesa y mirando directamente a su interlocutor le señaló con el dedo. Ese gesto de condena hizo enmudecer al subordinado.
—Mientras tenga aliento de vida, hasta que las fuerzas me sostengan, dirigiré esta hermandad de caballeros como el Padre Supremo nos ordenó. No olvidéis —añadió mirando uno por uno a todos los caballeros que rehuían su mirada— que tengo la espada del caballero, el haz del poder y el ancla del Gran Padre —al dirigir la mirada al Caballero Segundo, el Caballero Supremo chocó con los ojos negros de su contrincante.
—Gran Caballero Supremo, sea como deseáis. Si el Gran Padre está con vos, que mantenga vuestra vida, si no que la corte —espetó insolentemente el Caballero Segundo.
—¡Qué osadía! —dijo el Caballero Supremo levantándose y empuñando la espada, de un mandoble apagó algunas velas que se partieron en dos y se apagaron humeantes. El olor a cera quemada inundó la estancia. Hayes lanzó un nuevo golpe y el sombrero del Caballero Segundo voló por los aires.
Todos los caballeros se alzaron a la vez. Un grupo rodeó al Caballero Segundo y le sacó de la sala, el otro resguardó al Caballero Supremo. La reunión se disolvió sin decir la oración final. Hayes dejó sus símbolos en la entrada de la sala y con el ceño fruncido subió las escaleras. Le dolía la espalda y las piernas le pesaban. Recogió en la puerta su sombrero hongo y su bastón. En el exterior, la noche cubría la ciudad. Caminó con paso acelerado, mascullando en voz baja maldiciones para el Caballero Segundo. Unos minutos después llegó a su casa. El calor de la puerta le hizo recuperar el resuello. Notaba un fuerte dolor en el pecho. Besó a su esposa y disculpándose subió a la planta superior para acostarse, no tenía apetito. Antes de dormir se arrodilló frente a la cama y comenzó sus rezos. El mayordomo llamó a la puerta y, como todas las noches, dejó la infusión sobre la mesa. Hayes se puso el pijama, se sentó sobre la cama y empezó a beber. Su mente seguía reproduciendo las osadas palabras de su acólito. Mañana mismo disolveré el Consejo Supremo, escribiré a Roma y explicaré lo que está pasando aquí, —pensó.
Después del último sorbo se tumbó en la cama. Apagó la lámpara y cerró los ojos. Escuchó cómo su mujer se acostaba en la habitación contigua. Su esposa, como todas las noches, se acercó a la puerta que unía las dos estancias y deseó a su marido buenas noches, pero nadie respondió al otro lado, el corazón del tercer Gran Caballero Supremo de la Orden de los Caballeros de Colón se había parado antes de que el reloj diera las diez de la noche.
La Habana, 19 de Febrero.
La habitación permanecía en penumbra, pero Hércules no lograba dormir la siesta. Por la noche tenían que hacer una particular bajada a los infiernos, recorriendo los prostíbulos más sórdidos del puerto. El español los conocía muy bien, no en vano, en los últimos meses, se había deslizado a lo más bajo de la sociedad habanera. Hasta que Doña Clotilde, que en el fondo tenía un corazón que no le cabía en su prominente pecho, le había adoptado como hijo en su casa.
A las once de la noche los dos hombres abandonaron el hotel y caminaron hacia el otro lado de la bahía. Las calles, de suntuosas mansiones y edificios adornados con todo tipo de capiteles y columnas clásicas, dejaron lugar a un infecto barrio de casas de madera, tan deslucidas que la poca pintura que quedaba en sus fachadas no le proporcionaba ninguna tregua a la mugre. La basura ocupaba las calles embarradas sin adoquinar y podía verse a las ratas saltando entre los desperdicios, mientras una legión de niños harapientos se les acercaba para pedir limosna o intentar robarles la cartera. Los mocosos los siguieron un par de manzanas, pero cuando los dos agentes se introdujeron en «La Misión», se quedaron atrás. Cualquier niño, por harapiento y miserable que fuera, sabía que los que entraban dentro de esas calles no volvían jamás con vida.
Apenas había luz en las calles de «La Misión», tan sólo el resplandor que se escapaba de las puertas y ventanas de las cantinas y los prostíbulos. A partir de aquí, fulanas de todas las clases, colores y edades se lanzaban sobre ellos, medio desnudas, intentando disimular con un maquillaje seco, los ojos amoratados, la cara inflamada por la sífilis y la fiebre amarilla. Aquel lugar era donde los cubanos estaban ganando la guerra a los españoles. No había noche en la que tres o cuatro soldados no salieran apuñalados, recosidos a machetazos o enfermos de muerte para sus campamentos. Del glorioso ejército español, más de cincuenta mil enfermos habían muerto en los últimos tres años, muchos de ellos contagiados en aquellas calles nauseabundas.
El olor nauseabundo que desprendían las montañas de basura acumulada en la calle, los perros famélicos rebuscando entre los desperdicios y los marineros tambaleándose de un prostíbulo a otro, componían una visión repugnante.
Lincoln estaba acostumbrado a vivir entre la miseria. En su barrio se hacinaban miles de pobres hambrientos y desesperados, pero nunca había visto a niñas tan pequeñas venderse en plena calle. Mover sus cuerpos escuálidos intentando provocar con sus inexistentes curvas, mientras guiñaban sus ojos todavía vírgenes por la inocencia. Notó cómo se le revolvía el estómago, pero las palabras de Hércules le sacaron del nauseabundo trance.
—Lincoln, seguro que nuestro amigo peruano ha pasado por aquí —dijo Hércules con la cara inexpresiva, y el norteamericano se preguntó qué le había pasado a su compañero para que sintiera tanta indiferencia por lo que le rodeaba. Después añadió—: En este agujero es posible comprar cualquier cosa. Aquí traen las madres a sus hijas para vender su virginidad por unos reales. Se puede conseguir todo tipo de drogas, marihuana, cocaína, opio y alcohol. Todo se vende y se compra en «La Misión».
Hércules se detuvo enfrente de la que parecía la más grande de aquellas casuchas de madera putrefacta y con un gesto invitó a Lincoln a que pasara. El salón, forrado de madera renegrida, estaba en penumbra, tan sólo brillaban las luces rojas de las lámparas de las mesas. En cuanto franquearon la entrada, dos chicas, casi unas niñas, se acercaron a ellos, pero el español las despidió y se dirigió directamente hasta la barra. Detrás del mostrador, un negro con una prominente barriga, desdentado y con una poblada barba servía copas en vasos de barro mellados. Hércules pidió dos aguardientes y preguntó por alguien. Un nombre que Lincoln no pudo escuchar por las risas de los marineros, que sentados en las mesas, rodeados por mulatas de todas las tonalidades, jugaban a las cartas, bebían y cantaban canciones de sus países lejanos.
El español puso una mano sobre el hombro de su compañero y los dos hombres subieron unas escaleras destrozadas. Cruzaron un pasillo oscuro, a ambos lados, unas cortinas mugrientas y raídas apenas ocultaban lo que pasaba en su interior, aunque el ruido que salía de ellas era totalmente inconfundible. El olor a sudor y suciedad corría por todo el pasillo. Al final se encontraba la única puerta de la planta. Llamaron y, sin esperar respuesta, Hércules abrió. Dentro, el mundo sórdido de «La Misión» se transformaba en una plácida habitación de un hotel de lujo. Paredes forradas de seda, una mesa de caoba y unos muebles estilo inglés, una lámpara dorada de oficina, alfombras persas, jarrones chinos, un leopardo disecado y varias estanterías con libros. Un agradable perfume inundaba el cuarto. En un elegante sofá Luis XIV, un hombre delgado, vestido con esmoquin los miró por encima del hombro. Se acercaron al sofá y el desconocido les señaló dos pequeños taburetes. Al tenerlo tan cerca, Lincoln pudo mirarlo con detenimiento. Bien conjuntado, con cierto porte, con el pelo peinado hacia atrás, la piel muy blanca y unos ojos grandes, negros, ribeteados por unas venitas rojas.
—Hacía semanas que no te veíamos por aquí —dijo el hombre con una voz infantil.
—No creo que me hayan echado mucho de menos —contestó Hércules muy serio. Varias imágenes le golpearon de repente y respiró hondo intentando pensar en otra cosa.
—Ya sabes que en nuestra casa nunca faltan borrachos ridículos capaces de hacer cualquier cosa por una copa, aunque sea la cerveza meada de un marinero. Veo que estás acompañado por un caballero negro. Es raro ver uno por estos lares, aquí los negros son un trozo de carne torpe que sólo sirve para trabajar, reproducirse y morir —dijo el proxeneta y un brillo maligno le iluminó los ojos mientras volteaba la cara hacia Lincoln.
—No hemos venido aquí para escuchar tus amables palabras —ironizó Hércules.
—Estoy buscando a alguien.
—Eso a mí no me interesa. Por favor, estoy esperando a alguien. ¿Podéis marcharos antes de que os eche a patadas?
—Necesitamos una información, podemos pagarla bien —dijo Lincoln.
—¡Di a tu negro que esté bien callado! ¿No ha mirado a su alrededor? ¿Cree que necesito algo?
Lincoln frunció el ceño y apretó los puños, echando el cuerpo para adelante. Hércules miró a su compañero y le hizo un gesto para que se callara. El hombre sonrió y tomó una copa de fino cristal de la mesa.
—Perdónale, es forastero —se disculpó Hércules.
—Ya lo sé. No hay nada que pase en la ciudad de lo que yo no esté al corriente. Mis informadores están por todos sitios. Por eso has venido —comentó el hombre, al tiempo que se frotaba sus huesudas manos con la copa.
—Necesitamos información sobre un peruano.
—No me interesan vuestras investigaciones sobre ese barco
yanqui
; cuando los españoles salgáis con el rabo entre las piernas, los norteamericanos necesitarán igualmente mis servicios.
—Hernán —dijo Hércules pronunciando por primera vez su nombre—. Juan ha muerto.
Por un momento, la maliciosa sonrisa del proxeneta desapareció, fueron unos segundos, pero cuando recuperó su irónico gesto, no pudo disimular su contrariedad. El hombre se levantó y se llenó la copa. Se la bebió de un trago y llenó el vaso de nuevo.
—El peruano tiene algo que ver —añadió Hércules.
—No te preocupes, sé de quién hablas. En menos de una hora estará destripado y despellejado en el fondo de la bahía —dijo Hernán, dejando que la espuma de su saliva le cubriera la comisura de la boca.
—Si haces eso, nunca sabremos quién mató a Juan.
—Está bien. Ese maldito cabrón se aloja en
El Margarita
, ese tugurio de mala muerte al lado de la catedral, pero la mayoría de las noches viene aquí. Es raro que no te hayas cruzado con él en el salón.
—Gracias Hernán.
—No vuelvas a pronunciar ese nombre —ordenó el hombre, dio otro trago y les señaló con la mano la salida.
Los dos agentes se levantaron y salieron en silencio de la habitación. Nada más cruzar la puerta Lincoln intentó preguntar a Hércules quién era ese tipo, pero el español le hizo un gesto poniéndose un dedo sobre los labios. Bajaron las escaleras y observaron las mesas. La mayor parte de ellas estaban repletas de borrachos y jugadores, pero en una, un tipo con rasgos indígenas fumaba con la mirada perdida. Se acercaron hasta él y le miraron directamente a los ojos. El indígena no hizo el más leve movimiento. Entonces, Hércules lanzó una bala sobre la mesa y adelantando la cara le espetó:
—Veníamos a devolverte esto. El hombre observó el pequeño metal aplastado y tomando el proyectil lo miró sin prisa, como si tuviera un diamante entre sus dedos amarillentos.