Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Por supuesto —contestó el capitán con un afectado acento norteamericano.
—Soy Hércules Guzmán Fox. Si quiere puede hablar en inglés, mi madre era norteamericana y aprendí el idioma de pequeño.
Lincoln frunció el ceño y dándose la vuelta lanzó una mirada fulminadora a su compañero. ¿Por qué no le había dicho nada?, —pensó.
Parecía que disfrutaba poniéndole en evidencia.
—Bueno, capitán Sigsbee, ¿prefiere hablar aquí o en otro lugar? —dijo Lincoln recuperando la calma.
—Aquí mismo, prefiero no separarme mucho de mi barco —dijo Sigsbee señalando los restos del
Maine
. Su mirada se volvió melancólica y dio un suspiro.
—¿Puede relatarnos brevemente los hechos?
—No hay mucho que relatar. Me encontraba en mi camarote escribiendo a mi esposa. Desgraciadamente he perdido todas sus cartas en el naufragio —se lamentó el capitán. Luego empezó a enumerar todas sus pérdidas—: Las cartas, mis uniformes y las dos medallas concedidas por el congreso. Toda una contrariedad. Como les iba diciendo, aquella noche, como todas, me encontraba en mi camarote. Justo cuando empezaba a desvestirme para ir a dormir, escuché una explosión en la zona de la proa. Me puse la chaqueta y apenas había dado unos pasos cuando una segunda explosión sacudió todo el barco. Esta segunda explosión fue muy violenta y me lanzó al suelo. Enseguida el barco empezó a escorarse hacia babor. Cuando logré subir a cubierta la confusión era espantosa. Marineros corriendo de un lado para otro, humo por todas partes, soldados con la cabeza ensangrentada. Ordené que lanzaran al mar los botes. Los botes salvavidas de la proa habían estallado por los aires, pero los de la popa estaban intactos. Revisé que todos los marineros subieran a las embarcaciones. Llegaron enseguida marineros de los barcos de alrededor y comenzaron a rescatar a los soldados que estaban en el agua. En ese momento no puede evaluar los daños ni las bajas—cuando llegó a este punto de la narración, tuvo que parar unos segundos y respirar hondo. —Hay 266 hombres muertos o desaparecidos. Marineros que estaban bajo mi mando y mi responsabilidad.
El capitán agachó la cabeza y, visiblemente afectado, se apoyó en la barandilla.
—No se preocupe, entendemos su preocupación —dijo Lincoln incómodo por la situación.
—Además he perdido un barco muy importante para la Armada y precisamente en un momento tan crítico.
—Capitán, usted no pudo hacer nada. El accidente o sabotaje fue sin previo aviso —dijo Lincoln mientras adelantaba un brazo con la intención de apoyarlo en el hombro del oficial, pero éste se puso rígido y se echó para atrás. Lincoln bajó el brazo y retrocedió.
Marineros recuperando algunos enseres del barco.
—¿Cómo era la rutina de seguridad en el barco? ¿Dónde se produjo exactamente la explosión? —preguntó Hércules, intentando suavizar la situación.
—Nuestra rutina de seguridad era de máxima alerta. Había hombres apostados en toda la cubierta que controlaban que ninguna embarcación se acercase. Tres en popa y dos en la proa. La guardia se reforzaba cada dos horas con una revisión por parte de un suboficial y dos cabos. Los soldados debían vigilar la cubierta y comprobar que ningún elemento se acercaba al barco. Además, no se permitía que ningún marinero dejara el barco después de las diez de la noche, a excepción de los oficiales —apuntó Sigsbee.
—Pero, ¿tuvieron visitas de los habitantes de la ciudad? —preguntó Hércules cruzando los brazos.
—Además del embajador Lee, visitaron el barco las autoridades portuarias y destacados miembros de la sociedad cubana.
—Podría facilitarnos una lista de las personas que subieron al barco.
—Tendrán que hablar con el embajador, el diario de a bordo se hundió con el barco, pero los visitantes fueron invitados por él.
—¿Puede que alguno de esos visitantes manipulara algún mecanismo?
—Imposible, las revisiones a las calderas y los pañoles, donde se guardaba el armamento eran constantes y, tras la guardia, los marineros llevaban las llaves a mi camarote —dijo el capitán, comenzando a sudar.
—¿Entró en el puerto con torpedos armados? —preguntó Hércules alargando las palabras para que pareciera una afirmación más que una pregunta.
—Naturalmente que no. Los detonadores estaban en popa —contestó Sigsbee, pero su voz temblaba ligeramente.
—Entonces, ¿cuál piensa que fue la causa de la explosión?
—Señor Guzmán, cuando he podido acercarme al barco he comprobado que la quilla está completamente volteada, pero la popa está intacta.
—¿Dónde se produjo exactamente la explosión? —preguntó impaciente Hércules.
—Es difícil de determinar hasta que lleguen los buzos. Pero particularmente creo que la primera explosión fue producida por una mina.
—Pero, ¿ningún marinero observó nada? —preguntó Hércules frunciendo el ceño.
—La mayor parte de los marineros de Proa están muertos o heridos. Hasta que declaren los supervivientes no podremos saber qué vieron —dijo el capitán Sigsbee. Sacó un reloj del bolsillo de su chaqueta y miró la hora.
—También logró salvar su reloj —comentó Lincoln.
—¿Qué? Ah, sí, el reloj. Tan sólo me queda lo puesto, caballeros. Sigsbee introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y después de unos segundos la sacó con un gesto de dolor. —¡Ah!
El capitán Sigsbee poco antes del hundimiento del Maine.
—¿Qué sucede? —preguntó Lincoln.
—Este maldito alfiler —dijo el capitán sacando un alfiler dorado de corbata con un escudo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hércules aproximándose para verlo mejor.
—Algo que encontré en mi camarote al poco tiempo de mi llegada a La Habana. Es un escudo con un emblema y las letras
K
y
C
—dijo mientras enseñaba el emblema entre sus dedos.
—¿Le importa que nos lo llevemos para investigarlo? —preguntó Lincoln.
—En absoluto. Alguno de mis ayudantes debió de perderlo al visitarme en el camarote.
Lincoln intentó coger el alfiler, pero Hércules fue más rápido, lo tomó de mano del capitán y lo guardó en la chaqueta. El agente norteamericano refunfuñó y se despidió del capitán.
—Muchas gracias por todo capitán —dijo Lincoln dando un apretón de manos a Sigsbee. Hércules miró al oficial y con un leve gesto con el sombrero siguió a su compañero. Una vez en el embarcadero los dos hombres comenzaron a charlar.
—¿Cree que dice la verdad? —preguntó el español.
—Un oficial de la Armada nunca mentiría —contestó Lincoln molesto.
—Ni siquiera para salvar su jubilación. ¿Puede pedir que nos manden un informe sobre la carrera del capitán? —preguntó Hércules. La candidez de su compañero le enfadaba.
—Naturalmente, aunque sólo será una pérdida de tiempo. Ahora debemos investigar qué es ese misterioso alfiler —dijo Lincoln.
—Querido compañero, primero iremos a comer algo y después buscaremos información sobre la primera pista.
—¿Sigue pensando que unos cigarrillos peruanos pueden decirnos algo sobre el hundimiento del
Maine
? —El tabaco es más peligroso de lo que usted cree, querido compañero—dijo Hércules sacando un pequeño puro.
Nueva Haven, Connecticut, 8 de Febrero.
James E. Hayes no asistió a la famosa reunión del sótano de la capilla de Santa María en 1882. Tampoco había pertenecido a «Los Caballeros rojos», compuesta por excombatientes católicos de la Guerra Civil americana, pero desde hacía más de un año se había convertido en el tercer Caballero Supremo. Mullen, Colwell, Geary, Driscoll y otros de los miembros fundadores se opusieron al principio, hasta que la deslumbrante personalidad de Hayes logró superar todas las resistencias. No era un hombre joven, pero su porte distinguido, sus ojos azules brillantes, la manera que tenía de envolver a todos con sus palabras hicieron que destacara desde el principio. Por derecho propio se convirtió en el tercer Caballero Supremo. La política no le importaba en demasía. Su deseo era mantener los principios de su fundador, el padre McGivney, pero desde hacía un tiempo, algunos de los miembros buscaban tener más peso en Washington. Hayes estaba en parte de acuerdo, los católicos habían sufrido muchas humillaciones en la corta historia de su país, merecían un lugar mejor dentro del estado y la sociedad, pero no estaba dispuesto a conseguirlo a cualquier precio.
El Caballero Supremo tenía una autoridad limitada en la orden. El Consejo Supremo mantenía el poder de todas las fraternidades y el control directo de los agentes, y por medio de éstos, de los caballeros y escuderos. De un tiempo a esta parte, las disputas internas se habían agravado considerablemente. La reunión de aquel día quería zanjar las disidencias internas y devolver a la logia su antigua unidad.
Hayes decidió dar un paseo aquella fría mañana de invierno. Su casa se encontraba a unos pasos de la Sede Suprema; un edificio de nueva construcción en uno de los barrios ricos de la ciudad. Para la respetuosa comunidad de Nueva Haven, aquel edificio era oficialmente el Seminario Mayor de la Virgen Inmaculada, pero su verdadera función era organizar y canalizar la considerable fuerza y poder económico de la orden.
El Caballero Supremo llegó al edificio y descendió directamente al sótano, donde se había habilitado la capilla para las ceremonias sagradas. A la entrada le esperaba su espada sagrada y su sombrero negro. Se colocó sus emblemas de caballero de Cuarto Grado y se adentró en la sala oscura, iluminada tan sólo por velas. El olor de las velas se mezclaba con el de la humedad de las paredes. Notó que sus huesos se resentían por el frío, pero no hizo el mínimo gesto de dolor.
El Consejo Supremo estaba reunido en pleno para aquella ocasión. Era difícil traer a sus miembros de los cuatro puntos del país. La mayoría de los miembros tenían su edad, con los pelos grises asomando por debajo de sus sombreros y los ojos apagados por la edad. Todos menos uno, el insolente Caballero Segundo. Sentados alrededor de una mesa redonda los caballeros permanecían cabizbajos, meditando en silencio. Hayes se sentó en su silla y dio comienzo a la reunión.
—Caballeros, se les ha otorgado el honor de servir a la Iglesia de Roma, única y verdadera. Nos encomendamos a Dios, a la Virgen, nuestra madre y pedimos al Gran Padre, nuestro fundador, que nos dé sabiduría para cuidar y extender esta santa hermandad de caballeros.
—Nos encomendamos al Gran Padre —repitieron los otros doce hombres.
—La caridad es nuestro lema, la unidad nuestro propósito, la fraternidad nuestra comunión. Nuestra patria la Iglesia y nuestro rey, el Gran Padre.