Conspiración Maine (9 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Caminando a paso acelerado, con la vista perdida detrás de sus anteojos, Teodoro Roosevelt se dirigía aquella mañana a la Casa Blanca con la determinación de que la Armada se preparara y reforzara lo antes posible. La obsoleta Armada de la Guerra Civil, debía dejar paso a una nueva, más moderna y operativa. El subsecretario deseaba llevar a cabo las ideas que el capitán Mahan había expuesto en su tratado sobre estrategia naval. La guerra con España era la prueba perfecta para poner en práctica la táctica a seguir por los Estados Unidos en el próximo siglo.

Traspasó la verja y saludó con una ligera inclinación a los soldados. Cruzó el jardín y sin saludar a nadie más se dirigió directamente a la segunda planta. Al llegar delante de las puertas del despacho presidencial, el subsecretario se ajustó la corbata y con paso firme abrió la puerta.

—Señor presidente —dijo con su ronca voz. El presidente levantó la vista de los papeles y con un gesto mandó salir a su secretario.

—Pase Roosevelt. Tenemos noticias de Madrid. El presidente Sagasta nos ha propuesto que creemos una comisión de investigación oficial conjunta —dijo McKinley, mientras ojeaba unos papeles.

—Señor presidente, eso es inconcebible. La opinión pública nunca aceptará que los principales sospechosos de un atentado investiguen junto a nuestros hombres —la voz de Roosevelt se quebró y la cara empezó a tomar el tono rosado que indicaba el grado de su irritación.

—Hay momentos en la historia en que debemos sacrificar la opinión de la mayoría —dijo el presidente, intentando que su tono de voz sonara trascendental.

—Pero éste no es el momento. Los españoles le insultaron por medio de su embajador en esa carta publicada por el
The New York Journal
. Además Hearst y Pulitzer están a favor de la intervención. Es imposible controlar sus periódicos —comentó el subsecretario, agitando inquieto los brazos.

—Ese maldito Hearst es capaz de cualquier cosa por vender más periódicos —dijo el presidente sentándose de nuevo. Sus ojos estaban hundidos y la palidez de su piel tenía un peligroso tono amarillento.

—Señor presidente, tenemos que prepararnos para la guerra. Sea cual sea la decisión de la comisión hay que prepararse para la guerra —cortó tajante Roosevelt.

Theodore Roosevelt, infatigable político y aventurero. Subsecretario de Marina durante el conflicto de 1898.

—Me gustaría poder evitar esta guerra —dijo el presidente. La voz sonaba preocupada. McKinley se apoyó en la ventana y miró la ciudad.

Al fondo del jardín, más allá de la verja el Potomac corría helado.

—La mejor manera de evitarla es demostrar a los españoles que tenemos la fuerza suficiente para aplastarlos si es necesario. Con toda seguridad entrarán en razón en cuanto vean aparecer nuestros barcos por el horizonte.

—Espero que sea así, querido Teodoro.

—¿Autoriza el rearme de barcos mercantes y la compra a Inglaterra de varios buques?

—Ese asunto está en manos de Long, si desea proponer algo, diríjase a él.

—Pero, señor presidente —dijo el subsecretario. Apretó los puños e intentó suavizar la mirada con una leve sonrisa.

McKinley hizo un gesto con la mano y el subsecretario salió del despacho. Roosevelt dio la vuelta y se dirigió a la sala aneja donde estaba el secretario del presidente.

—¿Puedo entrar? —preguntó Roosevelt entrando en el despacho sin esperar respuesta.

—Pasa Teodoro, ¿qué te trae por esta casa? —comentó el secretario invitándole a sentarse.

—Lo de siempre. El presidente no quiere entrar en razón. Hemos sido atacados por esos demonios y todavía espera el milagro de la paz —dijo Roosevelt mientras jugueteaba con un pisapapeles.

—Lo espera, ya sabes cómo es.

Sede del SSP (Servicio Secreto Presidencial), la primera agencia interestatal creada para operar fuera del país. Foto desclasificada por el gobierno de los Estados Unidos hace tan sólo dos años. ¿Por qué el gobierno federal ha tardado tanto en reconocer la existencia de esta agencia precursora de la CIA?

—Tan sólo lo espera o ha movido ficha —comentó Roosevelt, acercándose a la cara del secretario del presidente.

—Ha movido ficha. Un investigador del S.S.P. está en La Habana para esclarecer lo del barco —susurró Potter.

—¿El S.S.P? —preguntó extrañado Roosevelt—. El S.S.P. nunca había actuado fuera del país.

—Esto es estrictamente confidencial —contestó Potter, al tiempo que mirándole de reojo, se ponía un dedo sobre los labios.

—No te preocupes Potter, soy una tumba.

Roosevelt abandonó el despacho y salió de la Casa Blanca, algo aturdido. Tal vez había subestimado a McKinley. No daba crédito, el envío de un agente del S.S.P. a La Habana era un asunto muy serio. Tenía que dejar caer la noticia lo antes posible a la Junta Revolucionaria de Cuba, informar a Young en Madrid y a sus hombres en La Habana. Nadie iba a impedir que los Estados Unidos de América cumplieran su destino. Cuando se acercó a la fila de carruajes oficiales volvió a la realidad. Se ajustó el abrigo y tomó el primero, para dirigirse a su oficina.

Capítulo 8

La Habana, 19 de Febrero.

La calle no parecía la misma a la luz del día. Personas de todos los pelajes se pegaban a las paredes, para no ser arrolladas por las carretas. El ruido de los coches de caballos, las alegres charlotadas de los compadres que se cruzaban casualmente en la calle, las señoras que se dirigían con su criada al mercado, dificultaban cualquier trabajo de campo.

Lincoln observó la fachada del Café París y después intentó encontrar en las azoteas próximas el ángulo perfecto para el disparo.

—Me temo que está equivocado. En esta calle los edificios son de dos y tres plantas, no hay altura suficiente para que se produjera el disparo desde ningún punto cercano —concluyó Lincoln.

—Tiene razón, el disparo no se efectuó desde esa altura. La trayectoria de la bala fue más prolongada, el tirador tuvo que estar a una distancia considerable y a una gran altura —dijo Hércules poniéndose la mano de visera. La luz del sol se proyectaba directamente sobre ellos cegándolos por completo.

—Son las nueve de la mañana y tenemos que entrevistar al primer testigo, el capitán Sigsbee —dijo Lincoln, mirando el reloj de bolsillo. El norteamericano comenzaba a cansarse de la galbana de los isleños y de su impuntualidad.

—Espera un momento. Sabemos que el disparo se hizo desde algún lugar alto —comentó Hércules.

—Es inútil, será mejor que nos pongamos en marcha. Además, tampoco creo que descubrir desde dónde se realizó el disparo sirva para mucho —dijo Lincoln mirando el reloj de nuevo. La gente le rodeaba por todas partes y era muy incómodo esquivar a los transeúntes.

—Tiene usted razón —comentó Hércules dándose por vencido. Los dos hombres comenzaron a caminar calle abajo dirigiéndose al puerto, donde se podía encontrar a todas horas al capitán Sigsbee, que no se separaba ni un instante de los restos de su barco.

Apenas habían caminado unos pasos cuando las campanas de la catedral retumbaron por toda la ciudad. Hércules miró instintivamente hacia las torres que se veían al fondo de la calle. Se paró en seco y mirando a su compañero le hizo un gesto con la mano.

—La catedral. ¿Cómo no lo habíamos pensado antes?

Hércules cambió la dirección y comenzó a caminar hacia el edificio. Lincoln frunció el ceño y dio dos o tres zancadas hasta alcanzar a su compañero. Recorrieron la calle a paso ligero; esquivando a los transeúntes, hasta llegar a una plaza de forma irregular desde donde se podía contemplar la hermosa fachada barroca que cubría el edificio. La nave central y las torres formaban una sola masa, que rompía en dos pequeños campanarios. El sonido en la plaza era ensordecedor, pequeños puestos cubrían todo el perímetro y, junto a ellos, decenas de vendedores con productos de todo tipo cubrían el suelo. Cruzaron la pequeña distancia que los separaba de la entrada y se introdujeron en la iglesia. El frescor de la piedra y el silencio coloreado de las vidrieras les sobrecogió. Recorrieron el amplio pasillo central y subieron al altar mayor. Las pocas beatas que había en la iglesia no les prestaron la más mínima atención. Ninguno de los dos hizo ademán de santiguarse, pero caminaron sobre el altar más lentamente, como si al pisar tierra sagrada recuperaran un poco la serenidad. Abrieron una de las puertas laterales y atravesaron un pasillo que terminaba en una sala más amplia. En mitad de la sala se encontraba una mesa, varias sillas y otros muebles viejos, que iluminados por el sol mostraban las grietas producidas por la humedad y la dejadez. Sentado en una silla había un hombre rechoncho que leía un librito mascullando las palabras con los labios a medio abrir.

—Perdone padre. Necesitamos subir al campanario de la iglesia —dijo Hércules sin entrar en más detalles.

—¿Al campanario?, éste es un lugar sagrado —contestó el cura mirándolos de arriba abajo.

—Estamos realizando una investigación comisionada por el gobierno autónomo de Cuba y tenemos la sospecha de que se ha cometido un delito desde una de las torres de esta iglesia.

—¿Está loco? Eso es una profanación. ¿Quién iba a realizar un hecho tan terrible? —el cura cerró el librito y empezó a santiguarse.

—Eso es precisamente lo que deseamos averiguar —dijo Lincoln entrando en la conversación.

—¿Por qué se dirige a mí ese lacayo? —refunfuñó el sacerdote.

—No es un lacayo, es el inspector de los Estados Unidos, George Lincoln. Por favor, ¿podemos subir a la torre oriental? —dijo Hércules perdiendo la paciencia.

El cura se levantó refunfuñando, se acercó al armario y sacó unas llaves de hierro algo oxidadas. Miró a los dos hombres con el ceño fruncido y salió a la capilla principal. Ellos le siguieron en silencio. Se arrodilló ante el altar y se santiguó. Dedicó una sonrisa a sus feligresas. Hércules y Lincoln caminaron hasta alcanzarle y el sacerdote comenzó a protestar otra vez.

—Normalmente nadie sube al campanario, a no ser que se estropee alguna de las campanas, pero eso no sucede desde hace más de cincuenta años. Yo guardo el único juego de llaves y no creo que nadie haya estado allí desde entonces. ¿Por qué creen ustedes que alguien ha subido a la torre?

—Sería largo de explicar —dijo Hércules intentando que el cura no les importunara más—. Largo y complejo —añadió e hizo un gesto al cura para que abriese la puerta.

—Largo y complejo es el camino que lleva hasta las campanas —añadió el sacerdote introduciendo la llave de la torre oriental—. Esas escaleras de madera llevan medio siglo pudriéndose junto al puerto de la ciudad. Será mejor que tengan cuidado.

El cura adelantó la mano invitándoles a pasar. Primero paso Hércules, miró hacia arriba y comenzó a subir los escalones toscos de madera. Lincoln le siguió de cerca. A cada paso, la madera pegaba chasquidos nada tranquilizadores. Al llegar a la mitad del camino, el agente norteamericano miró hacia el suelo y vio los seis metros que le separaban de éste. Escuchó un portazo y empezó a sudar copiosamente.

—Espero que ese cura esté ahí cuando bajemos —dijo Lincoln con la voz entrecortada. Hércules no contestó, continuó ascendiendo como un autómata, con la mente en blanco, sin percibir el calor, que volvía el aire cada vez más cargado e irrespirable.

Cuando llegaron al final de la escalera notaron un fuerte olor. El resplandor del sol penetraba por las rendijas de la ajada madera y sus ojos se tuvieron que acostumbrar de nuevo a la claridad. Abrieron la trampilla y el resplandor les hizo cerrar los ojos. Tardaron unos segundos en recuperar la visión plena, el tiempo suficiente para que las palomas que descansaban en la torre echaran a volar alarmadas por los inoportunos visitantes. Hércules se cubrió los ojos y buscó la calle
Obispo
. La multitud a sus pies parecía un tapiz de vivos colores, que se dividía en finos flecos, penetrando por las calles que se desparramaban desde la plaza hasta el corazón de la ciudad moderna. El Café París se veía a lo lejos, pero la distancia era tan grande que le parecía imposible que alguien pudiera disparar hasta allí, con la puntería del tirador de la noche anterior.

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