Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Esa corriente es precisamente lo que buscamos —dijo el Almirante sonriente.
Todos esos viajes a Cabo Verde, Cabo del Lobo, Canarias, Túnez, Alejandría, Chipre, Nápoles, Marsella, Inglaterra, Irlanda y Thule, le daban la experiencia necesaria para realizar aquel viaje, pero la información que los padres franciscanos le entregaron para cumplir la obra de Dios permitía que se sintiese seguro y confiado. Lo único que lamentaba era tener que ocultar esos datos a sus colaboradores. No le gustaba mentir, pero nadie conocía la existencia de sus dos cuadernos de bitácora. En uno escribía los datos reales y en otro se limitaba a acortar los avances, para que la tripulación no supiera los largos días que todavía quedaban de navegación.
Respiró hondo y echó una última ojeada al mar en calma. El barco se movía con rapidez a pesar de que escaseaba el viento. Bajó hasta su cámara y en unos minutos cayó en un profundo sueño.
En mitad del Atlántico, 11 de Octubre de 1492.
Los marineros vagaban por la cubierta como fantasmas, con las mejillas hundidas, las barbas sin afeitar y el pelo enmarañado y sucio; parecían un ejército de espectros a punto de deshacerse en polvo. En cambio, el Almirante parecía alegre, casi exultante. Miraba al horizonte en medio de la noche, como si viera tierra, aunque a lo lejos sólo podía contemplarse el interminable paisaje de negruras.
Cristóbal Colón sabía que en unas horas llegarían a tierra. Mientras que los tripulantes de las tres embarcaciones navegaban con los ojos vendados, como los marineros de Ulises resistiendo a las sirenas, el Almirante ya contemplaba las lejanas tierras de
Islas Atlánticas
que muchos creían que eran un mito. El libro de
Las sagas
que le habían entregado los padres franciscanos indicaba el camino de una manera precisa. Estaba a punto de alcanzar las mismas costas que aquellos hombres quinientos años antes recorrieran para salvar a la Iglesia de su propia destrucción, —pensó, mientras observaba el resplandor de la luna en el agua.
Unas horas después, un marinero de
La Pinta
avistaba tierra. Para la tripulación de los tres barcos la odisea acababa de terminar, para
Chritophorus Colonus
acababa de comenzar.
La Habana, 20 de Febrero de 1898.
Los rasgos de Helen Hamilton parecían menos precisos a la luz de las velas, como el retrato difuminado de una obra de Da Vinci. La charla era distendida y se percibía que todos estaban contentos de haber aceptado la invitación a cenar del profesor Gordon. Únicamente el rostro de Lincoln, que conocía los peligros de compartir información con un reportero norteamericano y la cara de la pobre ama de llaves y cocinera del doctor, que tuvo que poner todo su ingenio para transformar la frugal cena de su jefe, en comida para cuatro personas, mostraban cierto disgusto.
Era poco habitual que el profesor trajera gente a cenar. Su vida social, prácticamente nula en los últimos tiempos, había desaparecido por completo desde que la guerra civil se había recrudecido. Por un lado, los españoles dudaban de su patriotismo, ya que se había negado a colaborar delatando a compañeros de la universidad o escribiendo alegatos en los periódicos contra la rebelión
mambí
. Y, por el otro, los revolucionarios, que solicitaban su apoyo incondicional, odiaban su sincera neutralidad y la ayuda médica que el profesor Gordon había prestado a soldados españoles heridos o enfermos.
Aquella noche el anfitrión se sentía doblemente satisfecho. Hércules significaba para él mucho más que un discípulo y un ex alumno, ante todo lo consideraba su amigo. Por si esto fuera poco, el enigma que se abría ante sus ojos le parecía apasionante. Un barco hundido en extrañas circunstancias, una orden secreta que empezaba a extender sus tentáculos en la isla y un tesoro que encontrar. Ellos no sabían nada acerca del tesoro de Roma. Todavía no había comentado a sus compañeros de mesa, cuál había sido la verdadera razón por la que Cristóbal Colón había realizado un viaje tan arriesgado, pero él llevaba años envuelto en el apasionante estudio de la vida del Almirante. Esperando pacientemente desvelar al mundo uno de los secretos mejor guardados de la historia. ¿Debía confiar su secreto a aquellos extraños? A Hércules no había duda que sí, pero ¿podía estar seguro de la periodista y el agente norteamericano? ¿Quiénes eran en realidad?
—Profesor, espero que no se esté aburriendo en nuestra compañía, le veo muy pensativo esta noche —dijo Hércules, que desde hacía un rato escrutaba la mirada ausente del profesor.
Gordon se ruborizó, como si le hubieran leído el pensamiento y contestó:
—¿Aburrido? Ésta es la mejor velada de los últimos, por lo menos, dos años.
Las bulliciosas calles de Nueva York a finales del siglo XIX.
Era sincero. La soledad comenzaba a incomodarle. Necesitaba charlar con alguien a parte de sus colegas y alumnos.
—Nos halaga, profesor —comentó Helen.
—Querida, creo que nos debe una explicación y sobre todo un apasionante relato —dijo el profesor dejando los cubiertos sobre la mesa y reclinándose hacia la mujer. Sus ojeras parecían más profundas a la luz de las velas.
—Había pensado dejarlo para los postres, pero ya que están tan interesados —dijo la periodista, y los tres hombres escucharon la dulce voz de la norteamericana, dejando que los envolviese con su increíble historia.
—Ya les he comentado que soy periodista de una pequeña rotativa de Nueva York. El ser pequeños no es siempre una desventaja. Esto ha dado al periódico cierta independencia e imparcialidad. La mayor parte de nuestros lectores son judíos de la ciudad, más interesados en lo que pasa en la bolsa, que en los manejos de Washington. Estoy segura de que muchos de ellos se saltan las páginas de política e internacional y se van directamente a las noticias locales y la cotización de la bolsa. Cuando mi director me contrató, lo hizo con la intención de cambiar las cosas y me pidió que me encargara de una nueva sección.
Los Caballeros de Colón recibiendo a sus altos mandatarios en una reunión a principios del siglo XX.
—¿En qué consistía la nueva sección? —preguntó Hércules.
—Debía ampliar la sección de sucesos. Ya saben a lo que me refiero: crímenes pasionales, terribles asesinatos y ese tipo de temas escabrosos. Cuando me puse manos a la obra, me di cuenta de que la mayoría de este tipo de casos se daban en las zonas más paupérrimas, junto al puerto. No me quedó otro remedio que entablar amistad con la policía de la zona, pagar a confidentes y tener a sueldo a un par de inspectores de policía, para que me dieran el chivatazo de los asesinatos más sangrientos y me permitieran pasar a la escena del crimen.
—Pero, ¿qué tiene que ver eso con los Caballeros de Colón? —dijo Lincoln, que no encontraba la relación. Frunció el ceño y esperó a que la mujer concretara más sus palabras.
—No se impaciente, todo tiene conexión. Una conexión diabólica, se lo aseguro.
Nueva York, 1 de Enero de 1898.
El teléfono despertó a los somnolientos redactores que durante la primera noche del año tenían que hacer guardia en el
The Globe
. Martín Leví estaba cansado de repetir a Helen que no tenía por qué quedarse por las noches de guardia, pero ella no quería tratos de favor. Iba a empezar desde abajo, como el resto de sus compañeros. Helen, apoyada sobre el escritorio, dio un respingón y alargó el brazo para descolgar el aparato. Todavía no se había acostumbrado a aquel diabólico invento. En la oficina era la única que tenía uno, lo que le permitía estar en contacto con la Comisaría 27 de la zona portuaria.
Al otro lado del teléfono, el inspector de segunda clase, John McGreen, fumaba uno de sus baratos cigarros de tabaco negro. Cuando la operaria le puso en línea, apagó apresuradamente el pitillo, sabía lo que Helen odiaba aquel olor a tabaco rancio, se arregló la corbata y comenzó a hablar.
—Señorita Helen. Soy el inspector John McGreen. Perdone que la moleste a estas horas, pero tenemos uno de esos casos que le gustan a usted. Mejor dicho, tenemos el caso más raro y asqueroso desde que estoy en el Cuerpo.
Su voz parecía achispada, como si hubiera estado bebiendo.
—¿De qué se trata? —preguntó la periodista con un tono seco y distante. El inspector McGreen era irlandés, un verdadero pelmazo que buscaba cualquier excusa para hablar con ella.
—Ya le digo, el caso del siglo. Pero tiene que verlo usted misma. No sé cómo explicar algo tan… —el inspector buscó una palabra más adecuada en su limitado vocabulario para definir el caso, pero al final desistió y simplemente añadió—: asqueroso.
—Está bien. Una dirección y una hora —contestó Helen impaciente.
—Ahora mismo salgo para allí. Hemos estado trabajando toda la noche, el forense pasará a por el fiambre en media hora. Si quiere verlo tiene que ser ahora —espetó el inspector.
—Muy bien, ¿dónde se ha perpetrado el homicidio?
—En la capilla católica de Luther Street.
—¿En la iglesia católica? —preguntó Helen, algo sorprendida. Las historias de crímenes en iglesias vendían muchos más periódicos.
—Exacto —dijo el inspector sonriendo al comprobar la expectación producida en la reportera.
Helen colgó el auricular y poniéndose el sombrero y el abrigo salió a las gélidas calles de la ciudad en mitad de la noche. Llegó a tiempo de tomar el primer tranvía y en quince minutos estaba enfrente de la iglesia «Nuestra Señora del Mar». Varias carrozas negras de la policía y un grupo de curiosos se encontraban delante de la fachada principal. Pasó entre la gente y el policía de guardia aceptó con gusto el dólar que la periodista depositó disimuladamente en su mano, dejándola pasar.
La iglesia estaba en calma. El sol no había despertado aquella mañana y las cristaleras de colores apenas traslucían unos hilitos de luz que sucumbían antes de llegar al suelo de piedra. Al fondo, junto al altar mayor, en el lado izquierdo, se veía el resplandor de una luz.
Escuchó el eco de sus propios pasos retumbando en la solitaria capilla y un escalofrío le recorrió la espalda. Cuando entró en la sacristía le vino un fuerte olor a carne quemada. El inspector la esperaba apoyado en la pared fumando uno de sus cigarrillos. Al verla lo arrojó rápidamente al suelo y pisó la colilla con fuerza.
—Veo que usted no respeta nada —dijo Helen frunciendo el ceño y señalando la colilla.