Conspiración Maine (38 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Los dos agentes y la periodista habían ocultado la verdadera naturaleza de su viaje al inglés. Churchill tan sólo conocía que los agentes querían entrevistarse con los líderes de la revolución, pero ni Lincoln ni Hércules le mencionaron nada sobre el libro de San Francisco y el tesoro de Roma.

El Yunque de Baracoa fue lo primero que vieron los españoles de la Isla de Cuba. En este lugar fundaron la que sería la primera ciudad española de la isla

Lincoln se convenció de lo oportuno del viaje, cuando Helen les informó que el día 28 la comisión se trasladaba a Cayo Hueso por tiempo indefinido. Si todo salía como esperaban, en unas horas estarían en Baracoa; allí se separarían de Helen y Churchill con alguna excusa y volverían a verlos después de encontrar a los Caballeros de Colón. Al día siguiente se entrevistarían con Máximo Gómez y regresarían el 3 o 4 de marzo a La Habana.

Cuando la ciudad de Baracoa apareció en el horizonte, todo el grupo se reunió ansiosamente en la proa. La bahía en forma de media luna se cerraba en parte por una gran montaña cuadrada, llamada el
Yunque
. Aquella villa había sido la primera población española en la isla, curiosa casualidad, ya que muy cerca estaba el tesoro más fabuloso de la Historia. Un tesoro perdido durante siglos y que podía cambiar el destino del mundo.

Capítulo 46

Frente a las costas de la isla
La Juana
, 27 de Octubre de 1492.

En los últimos días, el Almirante Colón no dejaba de mostrar su mal humor al resto de la tripulación. Exigente, nervioso y agresivo, parecía impaciente por encontrar algo que el resto de los marineros ignoraban. Por aquellas tierras, supuesta escala antes de llegar al reino de
Cipango
, no había grandes riquezas. Los indígenas eran pobres, aunque normalmente pacíficos y hospitalarios.

Todo cambió aquella mañana, cuando la niebla se retiró y la carabela capitana, que se había separado de las demás, echó el ancla frente a las costas de una extraña montaña de forma cuadrada delante de una pequeña bahía.

El Almirante dispuso una barca, en la que tan sólo dos frailes y él mismo navegarían para explorar la isla. Una vez en tierra, subirían a la cima y plantarían una de las cruces de parra, con las que Colón quería llenar los nuevos dominios de la Corona castellana.

El primero en poner el pie en tierra fue el Almirante. Los árboles frondosos llegaban hasta una pequeña playita en la que aseguraron el bote. Desde el barco, los marineros contemplaron cómo los tres hombres de rodillas, con el estandarte de Castilla en la mano, tomaban posesión de la montaña. Después dejaron el estandarte clavado en la arena y, cargados con la cruz y tres sacos vacíos, se adentraron en la espesura.

Colón había leído tantas veces la vida de la princesa Gudrid, que podría caminar por esa montaña con los ojos vendados. Ascendieron hasta llegar al macizo de la roca y luego lo bordearon por la izquierda, según indicaba el libro. A la altura en la que el sol de la mañana iluminaba la inmensa mole, debían encontrar una puerta de piedra disimulada en el suelo.

Después de casi media hora de camino, los tres hombres se arrodillaron, comenzaron a excavar y, con gran esfuerzo, movieron una gran piedra. A sus pies había un pequeño agujero, por el que un hombre muy grueso no hubiera podido penetrar. Descendieron tras encender unas teas que llevaban en sus sacos y pisando con cuidado unos escalones labrados en la piedra, llegaron hasta una gruta. Al poco tiempo la gruta se bifurcaba, pero gracias a las instrucciones del libro, Colón sabía que debía caminar por el pasadizo de la derecha:
El recto camino
. Lo zurdo era símbolo diabólico. Una y otra vez las grutas se dividían, hasta que cuando empezaban a sentir la angustia de estar a varios metros bajo tierra, penetraron en una amplia gruta abovedada. Delante de ellos había un gran arco terminado en unas columnas excavadas en la propia roca. En los capiteles se representaban escenas marineras y el fuste de las columnas estaba rodeado de unas serpientes con cabeza de dragón. A cada lado se encontraba una escultura colosal. A la izquierda, la representación de un hombre vestido con una coraza y coronado con una diadema de laurel portaba en su mano derecha un rollo que parecía entregar al vacío que tenía delante. En el lado derecho estaba representado un santo, que enseguida Colón reconoció como San Cristóbal.

Atravesaron el arco y levantaron sus teas para que la luz brillara con más fuerza en la inmensa sala alargada, contemplaron qué había al otro lado. Entonces, cientos de destellos parpadearon en medio de la oscuridad.

Baracoa, Cuba, 28 de Febrero de 1898.

La pequeña ciudad parecía un hervidero de gente. Por las calles de casas minúsculas de madera, en mitad del barro, jugaban los niños, y los cerdos rebuscaban entre la basura. Los carros, tirados por bueyes, imprimían una lentitud a la marcha que contrastaba con la prisa de los viandantes, intentando avanzar por el barrizal. No se veían soldados españoles. Un verdadero milagro en aquellos días turbulentos. Oficialmente la ciudad seguía en poder de Madrid, pero los revolucionarios se movían a sus anchas y usaban el puerto como un coladero de armas y todo tipo de mercancías.

La ciudad estaba prácticamente aislada por tierra, por lo que la serranía le daba cierta independencia del resto de la provincia. Desde hacía tiempo Guantánamo, la capital provincial, había quitado la primacía a Baracoa, pero su pequeño puerto era un lugar ideal para sacar productos clandestinos y romper de esta forma el control español sobre el azúcar, el tabaco y otras mercancías.

Helen y Churchill viajaban sobre un carro, aunque los bueyes se lo tomaban tan reposadamente, que los periodistas hubiesen llegado antes a su destino a pie, pero el barro lo invadía todo. Lincoln y Hércules se habían rezagado con la excusa de contactar con algunos revolucionarios y preparar su incursión en la selva. El inglés no creía ni una palabra de lo que le decían sus compañeros, pero como Helen se deshacía en simpatías con él, optó por acompañar a la mujer en aquel primer día de viaje y buscar un lugar en donde pasar la noche.

El pueblo era pequeño y unos tipos de La Habana no podían pasar desapercibidos por mucho tiempo. Por lo que Hércules acudió a una de las cantinas más concurridas, invitó a una ronda a todos los parroquianos al grito de
Cuba libre
y luego, uno a uno, les fue sacando información. Después de repetir la acción tres veces en diferentes locales, Lincoln comenzaba a desesperarse, y lo que era peor, a sentirse algo mareado. Al principio había rechazado el aguardiente, pero el calor era insoportable y necesitaba refrescar la garganta con algo y, en esos tugurios, la única bebida disponible era el aguardiente. Cuando estaba a punto de quejarse a Hércules y pedirle que desistieran, un viejo pescador les facilitó una interesante información.

—¿Unos estiraditos del occidente, de La Habana? Los he visto —dijo después de saborear el alcohol que le quemaba la garganta—. Esta mañana, ni más ni menos. Igual que le estoy viendo a usted ahora.

—¿Cómo fue, compadre? —preguntó Hércules.

—De La Habana eran. Ellos no me lo dijeron, pero yo lo vi. Una vez estuve en La Habana. Hace más de cuarenta años, pero recuerdo cómo era esa gente. Pura mierda, compadre.

—Ni que lo diga, compadre. Y, ¿dónde los vio?

—Cerquita, querían una barca para llegar al
Yunque
. Pero nadie quería llevarlos hasta allí. En el
Yunque
hay muchas
loas
. Si uno pisa la isla, nuestro ángel pequeño de la guarda puede ser apresado. Me entiende. Los
honganes
hacen en la playa del
Yunque
sus rituales, eso es un lugar sagrado, me comprende, mi hijito.

—¿Dónde están ahora? —preguntó impaciente Lincoln. El marinero negro le miró frunciendo el ceño y Hércules le hizo un gesto para que se callase.

—Perdónele, es un
yanqui
comemierda —dijo Hércules dando la espalda al norteamericano—. Compadre, ¿dónde pueden estar esos forasteros?

—El mulato dijo que los llevaba. Ese huevón con tal de ganarse unas perras.

—¿El mulato?

—El mulato es un pescador. No puedo confundirlo. Un tipo alto, vestido con unos harapos rojos que llama camisa y con unos ojos verdes del demonio.

—Gracias, compadre. Ande con Dios —se despidió Hércules.

Los dos hombres salieron de la bodega algo mareados y caminaron deprisa hasta el embarcadero. Preguntaron a los pescadores, pero el mulato había salido con unos señores hacía media hora. Tomaron su yate y lograron convencer al marinero para que los llevara hasta el otro lado de la pequeña bahía. En quince minutos estaban pisando tierra. Hércules miró el gran promontorio de roca e intentó recordar las instrucciones del profesor.

Caminaron durante media hora, no había ni rastro de los Caballeros de Colón ni de la barca de pesca. Cuando llegaron a la pared de roca la bordearon de izquierda a derecha, ya que el yate los había traído por el sur de la bahía. Algunas partes del promontorio tenían símbolos grabados; Hércules reconoció los
veve
de algunas
loas
. Pero había un problema, el sol estaba demasiado alto para indicar la entrada de la gruta. Su única esperanza era encontrar a los Caballeros de Colón o la entrada abierta por donde habían penetrado a la gruta secreta.

Afortunadamente, los Caballeros de Colón dejaron una pista inconfundible para que los localizaran. Un hombre mulato, con los ojos abiertos y la lengua fuera, estaba tumbado al lado de una gran losa de piedra. Los
loas
ya habían castigado el atrevimiento del pescador, —pensó Hércules, mientras apartaba el cuerpo.

Lincoln sacó dos farolillos de aceite y se introdujeron en la gruta.

Capítulo 47

Madrid, 28 de Febrero de 1898.

—No puedo quedarme ni un día más —dijo Miguel apretando el paso.

—Es inconcebible —comentó Pablo Iglesias—. Y, ¿qué te ha dicho?

—Lo mismo. Que el embajador no está. Que no se sabe cuándo va a volver —le explicó con la cara roja y los ojos muy abiertos.

—Imposible. El cónsul tiene que estar en Madrid. ¿Adónde va a ir en plena crisis diplomática?

—Pero, ¿por qué iba a mentirme el secretario del embajador? Ni siquiera sabe quién soy.

—Debe temer que le entregues el mensaje que te dio Ganivet —dijo Pablo abriendo la puerta del café Gijón. Miguel se detuvo en el umbral pensativo y mesándose la barba caminó hasta la mesa en la que solían sentarse.

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