Conspiración Maine (27 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

—Según esa teoría, los autores no sabrían la magnitud de la tragedia.

—Exacto, podrían ser desde insurgentes revolucionarios hasta los propios marinos norteamericanos, que buscaban un incidente diplomático, pero sin intención de causar tanto daño.

—Pero los marinos norteamericanos sí conocían las características del barco y la cantidad de explosivo necesario para hundirlo —argumentó Hércules.

—Con toda probabilidad sea así.

—Pero, también pudo ser algún grupo de españoles incontrolados. Simpatizantes de la antigua mano dura del general Weyler.

—Improbable. Cualquier oficial español conoce cuáles son nuestras posibilidades frente a la Armada de los Estados Unidos. De todas formas, nuestro informe defiende que la explosión fue interna —concluyó el oficial.

—¿Por qué? —preguntó Lincoln. El capitán le miró de reojo y continuó hablando.

—En primer lugar, no hubo columna de agua. Siempre que se produce una explosión en un elemento líquido, la fuerza de la explosión desplaza una columna de agua hacia arriba. Ningún testigo vio una columna de agua. En segundo lugar, el agua amortigua el estruendo de la explosión, pero los testigos afirman que escucharon la explosión perfectamente. En tercer lugar, no se encontraron peces muertos alrededor del barco, hecho que siempre se produce debido a una explosión externa.

—¿Cómo explicas lo de la doble explosión? —preguntó Hércules.

—Explotó un primer artefacto colocado por alguien en el interior del barco, después los paños de municiones estallaron. Si los paños de municiones hubiesen estallado a causa del calor excesivo de las carboneras, sólo se habría producido una explosión. Por tanto, descarto un accidente como causa de la explosión.

—Entonces, ¿crees que alguien desde dentro hizo estallar una bomba? —preguntó Hércules.

—Las llaves del capitán Sigsbee se encontraron en su camarote. No sé cómo alguien pudo acceder a esa sala y poner una bomba.

—Alguien consiguió hacer una copia, devolver las llaves del capitán en su sitio y manipular los termostatos de las calderas. Limpio y sencillo. También pudo ser el propio capitán —comentó Hércules.

—Pero eso dejaría sin resolver el asunto de las dos explosiones, Hércules.

—La caldera explotaría en primer lugar y luego, los paños de municiones.

—El estado de las calderas, cuando puedan verlas, podrá aclarar ese punto —concluyó el capitán.

—¿No te parece extraño que todos los oficiales, menos dos suboficiales y el capitán estuvieran aquella noche fuera del barco? —preguntó Hércules.

—Los oficiales norteamericanos estaban encantados en La Habana. Muchos durmieron aquella noche en algunos de sus burdeles y otros fueron al teatro.

—Pero, ¿todos los oficiales?

—Yo mismo estuve con algunos de ellos aquella noche, y puedo asegurarte que no tenían prisa por volver al barco —dijo el capitán esbozando una sonrisa.

—Muchas gracias por todo —contestó Hércules al tiempo que se levantaba.

—A propósito, el Almirante vio aquella noche al capitán del
Maine
.

—¿Mantorella? —preguntó extrañado el español—. No sé de qué hablaron, pero fue el último español que subió a ese barco.

—Gracias otra vez.

Hércules y Lincoln salieron del edificio asombrados por las declaraciones del capitán Del Peral. El agente español se sentía indignado. El Almirante no le había referido en ningún momento su visita al
Maine
.

—Todo esto deja dos nuevas incógnitas abiertas: ¿qué había motivado la visita del Almirante aquella noche al
Maine
? Y lo peor de todo, ¿por qué no nos ha dicho nada a nosotros? —dijo Hércules con el ceño fruncido.

Lincoln subió los hombros y en silencio se dirigieron a la comisaría de La Habana.

Capítulo 34

La Habana, 21 de Febrero.

En la puerta del consulado norteamericano un hombre de aspecto desgarbado fumaba apoyado al lado de uno de los pilares de la verja. Su traje gris y pesado, con un corte anticuado le daba un aspecto aristocrático, pero de esa clase que sólo se encontraba a orillas del Támesis. Los ojos salto25nes destacaban en su cabeza grande y cuadrada. Se trataba de sir Winston Leonard Spencer Churchill, la última persona que Helen deseaba ver aquella tarde. El noble inglés y ella se habían encontrado en el hotel Inglaterra poco después de su llegada a La Habana. El periodista se dirigió a ella en el hall del hotel, intentando impresionarla con sus aristocráticas formas, pero Helen odiaba todo lo que representaba el noble inglés. Para Churchill La Habana era una vieja conocida. En 1895 había pasado una temporada en la isla como corresponsal del
Daily Graphic
, haciendo lo que los corresponsales llamaban corresponsalía de salón. Desde un primer momento se puso del lado de los españoles, ya que veía inconcebible una república negra en Cuba. Después de servir a su Majestad británica en la Guerra de Sudán, el caprichoso noble inglés había olfateado el delicado momento que pasaban las autoridades españolas en el Caribe y quería volver a sacudir a la opinión pública inglesa con sus envenenados comentarios.

No sabía cómo, pero había convencido a Helen de que la mañana anterior le acompañara al campamento del general Máximo Gómez. La periodista había accedido a la proposición del inglés, sin darse cuenta de que todo era una encerrona para estar a solas con ella. Lo único que consiguió Helen aquella mañana fue levantarse muy temprano y contemplar la cara roja de Churchill, después de que ella le propinara un sonoro bofetón. Al pasar junto al aristócrata intentó ignorarle, pero el inglés interpuso el brazo y comenzó a charlar.

—Bonita mañana.

—Sí —respondió Helen secamente, intentando apartar el brazo del hombre.

—¿Cómo puede ser que una señorita como usted haya pasado toda la noche fuera de su hotel?

—Eso no le interesa a usted —dijo Helen, al tiempo que empujaba con más fuerza.

—¿No me interesa? Me preocupo por su bienestar y su seguridad. No es prudente que una dama se mueva por una ciudad como ésta sola —comentó el inglés haciendo una mueca.

—¡Déjeme pasar! —ordenó Helen.

—¿Adónde se dirigía anoche? Observé cómo cogía una berlina por la tarde —le interrogó el inglés.

—Le repito, si es un caballero, déjeme pasar.

—No hay duda de lo que soy yo. Pero, ¿qué es usted? Parece una mujer, pero no se comporta como tal.

—Las mujeres de mi país no son meras esclavas. Son dueñas de su vida —dijo Helen y su rostro resplandeció, e hincando la mirada en los ojos salto25nes del inglés, intentó apartar el brazo.

—¿País? No sé cómo puede llamar país a esos territorios salvajes, repletos de indios, ladrones y esclavos.

—Nuestro país ha ganado en dos guerras a su gran imperio.

—Imperio, efectivamente. Algo que ustedes nunca serán. Adelante, señorita.

Churchill se echó a un lado y observó cómo la mujer entraba en el recinto y comenzaba a subir las escalinatas.

Winston Churchill durante su periodo de corresponsal del Daily Graphic.

—A propósito, diga a su amigo el profesor Gordon, que su casa ha ardido por los cuatro costados.

—¿Qué profesor? —preguntó Helen, sin volverse.

—El hombre al que fue a ver ayer en la universidad.

—No sé de qué me habla.

—Los seguí, pero les perdí la pista cuando salieron corriendo de la casa.

La mujer ignoró las últimas palabras y entró en el edificio. Churchill tiró el puro al suelo, lo aplastó con el pie y comenzó a caminar calle abajo, agarrado a sus tirantes. Comenzó a silbar, mientras recordaba la cara de enfado de la norteamericana.

Winston Churchill.

En aquel momento, en otra parte de la ciudad, un marinero desaliñado abandonaba su barco para perderse entre la multitud de pasajeros, vendedores y pescadores del puerto de La Habana. Nunca había viajado más allá del norte de los Estados Unidos, su vida había transcurrido en las sucias calles de Detroit, Cleveland y Nueva York, pero intuyó que tras ese sol perfecto y junto a las palmeras paradisíacas se escondían las mismas miserias que en los barrios obreros de las populosas ciudades de su país. Sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta la dirección y con un malísimo español preguntó por una calle. No estaba sólo en aquella isla perdida en mitad del Caribe, sus hermanos le esperaban, allí también tenía un hogar. León salió del puerto y repasó mentalmente las instrucciones del Caballero Segundo. Eran sencillas, encontrar y eliminar el objetivo marcado.

Capítulo 35

La Habana, 21 de Febrero.

Aquella tarde se había levantado algo de viento. Una brisa agradable que rompía los días bochornosos de las últimas semanas. En el pequeño despacho de la última planta de la comisaría el calor era insoportable. El moho de las paredes, la mesa de madera rayada, donde apenas unos restos de barniz tapaban las grietas, daban a la habitación un aire de celda de claustro monástico. Sobre la mesa descansaban los pies de un hombre pequeño, con un prominente mostacho rubio, que con el tricornio sobre la cara dormitaba tranquilamente. Cuando Lincoln y Hércules llamaron a la puerta, el hombre apenas se inmutó. Se quitó el tricornio de la cara y observó a los dos visitantes frunciendo el ceño.

—¿No les han informado de que estaba descansando? —dijo incorporándose en su silla.

—El cabo nos informó, pero necesitábamos verle con urgencia —contestó Hércules.

—¿Qué es tan urgente a la hora de la siesta? Los funcionarios también tenemos derecho a descansar.

—No le robaremos mucho de su precioso tiempo.

—No recibo visitas particulares. Si es un asunto administrativo, los agentes los atenderán —dijo el comisario y con un gesto les indicó la puerta.

—Permítame que me presente. Soy Hércules Guzmán de Fox y éste es el agente norteamericano George Lincoln —dijo el español. El guardia civil miró de arriba abajo a los dos y con los ojos legañosos se ajustó la chaqueta, pero los botones se escurrían de sus dedos gordos. En qué puedo servirles. Mi nombre es coronel José Paglieri.

—Coronel, estamos comisionados por el presidente de los Estados Unidos y el presidente de España, para realizar una investigación acerca del desgraciado incidente del
Maine
—dijo Hércules con la cara levantada y observando de reojo al policía.

—El
Maine
. Desde que ese barco llegó a la ciudad todo han sido problemas. Marineros borrachos que por orden gubernamental debíamos devolver al barco, señoritas ofendidas que denunciaban a oficiales. Un verdadero calvario —dijo entre resoplidos el comisario. Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la cara.

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