Violetas para Olivia (23 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

—Clara, a partir de hoy mismo quiero que me llames Olivia. Y Rodrigo y Rosario también. ¿Se lo dirás?

—¿Olivia? —La niña la mira muy extrañada—. Pero ¿por qué? Tú eres mi madre.

—Porque es mi nombre y ya no voy a ser más vuestra madre. Me voy a ir. Y si me voy, tu padre no querrá que yo sea más vuestra madre.

—Pero eres nuestra madre —insiste la niña.

Olivia vacila unos instantes. Si se echa para atrás..., ¿cuál será la consecuencia? ¿Quedarse y vivir una vida de humillaciones junto a un esposo amargado y violento? Lo sucedido la noche anterior ha abierto la caja de Pandora. Habían tenido disputas anteriormente. Era la norma que pautaba su matrimonio desde el principio. Riñas. Dos días evitándose, a veces incluso una semana. Olvido. Vuelta a la relación educada y distante. Las discusiones habían subido de tono en los últimos meses. Ella le había abofeteado en una ocasión. Y él devolvió la bofetada. Ella se quedó temblando, atónita, pero concluyó que la culpa había sido suya, por haber empezado. Sin embargo, la noche anterior..., aquello había sido diferente, y no iba a excusarle porque apestara a whisky. Se avecinaba la tragedia. Tenía que irse. Huir. En realidad, siempre había sentido que era su destino. Desde que Néstor entró como esposo en casa de los Durango, supo que terminaría con la letra escarlata impresa en su cuerpo.

Olivia decide ahora que es mejor para sí misma olvidar los detalles de la paliza, enterrarlos para siempre. Solo debe grabar en su pecho que aquella vida se terminó, que a partir de ahora es un ser libre que se ha ganado su libertad. La guerra en Europa ha terminado. El mundo está destrozado. Como ella. No tendrá problemas en encajar.

—¿Olivia? —preguntó la tía Clara. Parecía enfadada, confundida, pero, sobre todo, parecía estar viendo a un fantasma en vez de a su sobrina Madelaine.

—Tía, soy Madelaine.

La tía Clara pestañeó.

—Perdona, es que al ver tu silueta he recordado a mi madre. Una mala jugarreta de mis desgastadas neuronas.

A Madelaine le sorprendió el descubrimiento.

—Ah, ¿me parezco entonces a ella? ¿Me parezco a mi abuela?

—Solo en el tipo. Ella era muy rubia... Bueno, y en el carácter ese libre que tienes... ¿Qué haces aquí?

—Te buscaba —respondió Madelaine intentando mostrar naturalidad—. No conocía tu habitación. Te has mudado.

—Hace tiempo.

—¿Y por qué? ¿Esta no era la habitación de la abuela?

—Sí, y me mudé porque me apeteció —respondió la tía Clara cortante—. Olivia siempre tuvo buen gusto. Es la alcoba más agradable de toda la casa.

Madelaine se volvió hacia la cama sintiéndose inspirada.

—Así que decidiste volver a tus orígenes.

La tía Clara la miró sin comprender. Madelaine tampoco estaba segura de lo que quería decir ni adónde iba.

—Seguramente un psicoanalista encontraría algún sentido oculto más allá de lo acogedor de estas flores. ¿Te das cuenta de que tal vez buscas que tu último lecho sea el mismo en el que fuiste concebida? —aclaró Madelaine.

La tía Clara la miró dubitativa. ¿Debería ofenderse por las palabras de su sobrina? ¿Debería aclararle que no fue allí donde ella fue engendrada?

—¿Y para qué me buscabas? —terminó preguntando suspicaz.

Madelaine sentía que estaba cerca de algo, tanteaba a ciegas en una cueva en la que había una pieza del puzle escondida bajo la arena.

—Para saber si tenías prevista la comida o me pongo yo a ello —le explicó con naturalidad—. ¿Sigue la habitación igual que cuando vivían los abuelos? —Madelaine, simplemente, quería que la conversación no terminara allí.

—No. Cuando vivían juntos era muy diferente. Olivia lo reformó completamente al regresar de París. Solo quedó el grabado ese que trajo de Londres y algún mueble.

—Entonces puede que tenga razón y que fueras concebida aquí.

—No, es imposible porque yo nací seis meses después de la boda. Mis padres todavía no se habían casado. De hecho, ni siquiera nací aquí sino en Burdeos. Allí pasé los primeros cuatro meses, para disimular un nacimiento antes de fecha.

A Madelaine el descubrimiento, más que causarle perplejidad, le hizo gracia.

—Es decir, que casi te conviertes en hija ilegítima.

—No sé qué tiene eso de divertido, Madelaine —replicó la tía Clara molesta con el tono jocoso de su sobrina.

—Bueno, es que tú, precisamente tú, la defensora de la familia, del orden y la moral... Y, bueno, claro, mi abuelo sería un hombre de bien y no quiso dejar a un hijo suyo desprotegido...

—Desgraciadamente, por aquel entonces tener hijos bastardos no era motivo para casarse con nadie. Si se casó fue por... —La tía Clara dudó por una milésima de segundo pero enseguida supo continuar—: Por el estatus de mi madre. Ella venía de alta cuna y era muy rica. Esta casa era de su familia. No se la podía dejar deshonrada. Era un buen matrimonio y así lo concertaron los padres de ambos.

—Ah, es decir, que mi abuela seguramente no se casó muerta de amor.

—Como la mayoría de las mujeres.

—De aquella época, quieres decir —puntualizó Madelaine.

—Y de esta.

—Qué cosas dices, eso no es cierto. Ahora la gente se casa por amor.

—Por la ilusión del amor, algunos quizá. Hasta ahí puedo aceptarlo, pero no, Madelaine, la mayoría de las mujeres se casan por razones menos honrosas. Quieren seguridad, formar una familia, no estar solas, estar simplemente casadas por el estatus. Que el envoltorio sea de color rosa no quiere decir que, en el fondo del corazón, la mujer no sepa cuáles son sus verdaderos motivos. Las mujeres somos muy listas, Madelaine, y ellos lo saben. A pesar de ser raza inferior, los hombres fueron capaces de inventar las telenovelas, las canciones románticas, la poesía... ¡Paparruchas! Necesitaban convencer a las mujeres de la belleza de algo que no existe, pero que ellos necesitan para dar rienda suelta a sus necesidades de un modo ordenado, o, más que ordenado, controlado. Ellos quieren controlar. A estas alturas, todas sabemos que el cuento no puede seguir después de «y se casaron, y fueron felices y comieron perdices». Si lo sabemos, ¿por qué reincidimos en el matrimonio? Y en estos tiempos locos que corren, encima hay la posibilidad de casarse ¡una y cien veces!

—Tía, entonces, me estás dando la razón. Te recuerdo que eres tú la que quiere que yo me case.

—Bueno, es que el matrimonio sigue siendo necesario, pero por otras razones.

—La supervivencia de una estirpe —dijo Madelaine en tono de burla.

—Por ejemplo —respondió la tía Clara con convicción—. Esa es, sin duda, la más importante cuando provienes de una estirpe digna de ser continuada, por supuesto.

Madelaine suspiró profundamente: su tía era una racista de la peor calaña.

Poco después, Madelaine caminaba junto a la tía Clara hacia la iglesia. La tía Clara le dijo que había quedado con el párroco y que estaba un poco mareada para ir sola. Quería coger el coche, pero su sobrina la había convencido de que el ejercicio le venía bien parala circulación. Insistió haciendo valer su condición de médica, y la tía Clara, que sabía elegir muy bien sus batallas, aceptó. Por su parte, Madelaine quería saber qué hacían aquellos documentos de su madre en la habitación de Clara, pero temía que una confrontación directa no sirviera para nada. Incluso todo lo contrario. Si Clara tenía algo que esconder, poner las cartas sobre la mesa solo la perjudicaría a ella. La voz a todo volumen de una cantaora de flamenco pasó por delante de ellas arrastrada por la furgoneta de Pepín. Pepín iba todos los viernes a un vivero cerca de Monesterio para arreglar el cementerio de cara a las visitas del fin de semana. Compraba flores y plantas hasta donde le alcanzaba el presupuesto. Las flores eran su pasión y de vez en cuando se daba el lujo de acercarse hasta Chipiona, a más de dos horas de carretera, para comprar él mismo las más exquisitas. Pepín, que no las había visto, detuvo la furgoneta en el stop y así Madelaine y Clara pudieron escuchar claramente a la cantaora por bulerías: «Y es que al final tendrás en tu inventario lo que llegues a amar, después no tendrás tiempo de volver a empezar. Ahora es el momento, inténtalo encontrar. Inténtalo encontrar».
[1]
Las palabras, la música tierna, esperanzada, emotiva y melancólica en medio del calor callado de la tarde pasaron ante ellas de camino al cementerio.

—¿Has oído, tía?

—¿Cómo no? —refunfuñó Clara—. Si a ese mariquita tanto le gusta la música, debería tener un coche con aire acondicionado y no ir molestando a la gente por ahí.

—Pero ¿has escuchado lo que decía la letra, que al final lo único que tenemos de verdad es lo que amamos?

—Humm —farfulló la tía Clara.

—¿No te hace eso pensar? ¿Tú qué opinas?

—Sí, tiene razón. Por eso tenemos el patrimonio que tenemos. Porque amo nuestra casa, lo que somos y significamos...

—No creo que la canción se refiera al amor hacia las cosas, materiales o no, sino al amor hacia las personas.

—Yo amo a nuestra familia.

—En todo caso amabas. Te recuerdo que solo quedo yo.

—Pero ya están todos en mi inventario.

—Todos menos yo —insistió Madelaine.

—Menos tú, sí, claro. Y porque te quiero, me importa tu bienestar. Por eso debes casarte.

—Tía, con tu hermana no te hablabas; odiabas a tu madre, a la mía; a mi padre no le tenías en muy alta estima. Y al tuyo, no sé, pero imagino que en aquellos tiempos no tendríais una relación muy estrecha.

—Él no tenía demasiado tiempo para mí, pero yo sí le quise. Siempre pensé que me parecía mucho a él, aunque era solo lo que quería creer —apuntó con amargura.

Madelaine la miró sintiendo lástima. De repente la vio como una mujer atrapada que seguramente había errado en sus querencias. Tan dura, tan fuerte, tan segura en apariencia..., lo más probable es que hubiera sufrido mucho.

—¿Nunca te enamoraste?

—Una vez me equivoqué, creía lo que no era.

—Ah. ¿Y la equivocación se concretó, o eres virgen?

—Pero qué cosas dices, deslenguada —respondió la tía Clara furiosa.

—Ah, entonces no eres virgen. Menos mal.

—¡Madelaine, basta!

—Pero, tía, si yo me alegro mucho por ti. Al menos, no vas a irte al otro mundo sin conocer uno de los grandes placeres de la vida.

—Los placeres, querida, solo nos traen dolor, sufrimiento. Dios no creó al hombre para disfrutar sino para cumplir con una misión.

—Ay, tía, tú y tus misiones.

La tía Clara le hizo un gesto de enfado para que callara y pudieran entrar en la iglesia. Madelaine volvió los ojos desesperada. En el fondo sabía que si su lía tenía una misión, dada su filosofía vital, sería más o menos divina y poco podría hacer ella para disuadirla. De no ser porque necesitaba saber qué hacía la documentación de su madre en el dormitorio de Clara, y por la llamada seductora del fresco del interior del templo, hubiera salido corriendo tan rápido y tan lejos como le hubieran permitido sus piernas.

Dentro de la iglesia se escuchaba el sonido de un casete que sonaba a cascajo. El cura seguía utilizando el equipo de principios de los ochenta que le regaló una vecina del pueblo, agradecida a la Virgen por haberla curado de un cáncer de mama. La vecina hacía ya varios años que había fallecido de una metástasis pero el aparato no tenía visos de morir. Sería por el cuidado del cura, o de las monjas, o de Dios o de todos los santos, lo cierto es que allí las cosas duraban eternamente. Madelaine advirtió que en el casete estaba grabado el rosario que un grupo de ancianas, vestidas de negro, seguían con sus respectivos rosarios de cuentas en la mano, y no pudo evitar una sonrisa. La fe, integrada en la modernidad, le resultó absurdamente divertida. Pero la sonrisa se le borró al instante al descubrir que, sin contar al cura, el único hombre en la iglesia, situado al final del lateral izquierdo y muy cerca de ella, era José Luis. También la tía Clara, que terminaba de santiguarse con el agua bendita, se fijó en él.

—Ah, qué bien. Mira quién está ahí —señaló la tía Clara con la mirada—. Así que nuestro fiscalista es un hombre piadoso. Me quedo más tranquila. Parecía un poco rojo, pero habrán sido figuraciones mías. Reconozco que suelo sospechar de los de la ciudad.

En otro momento, Madelaine hubiera tenido un comentario irónico pero la presencia de José Luis en la iglesia la había dejado estupefacta. El fiscalista le había dejado bien claro que no era creyente.

—Ya no te necesito. Puedes quedarte o irte, como gustes —le dijo la tía Clara—. Yo voy a la sacristía.

Madelaine estuvo a punto de replicar. ¿Para eso la había hecho acompañarla?

—Tengo asuntos privados que tratar con el cura —zanjó con seguridad la tía Clara antes de que su sobrina pudiera invitarse con alguna excusa—. Llevo mi botellita de agua en el bolso y ahora me encuentro perfectamente. No te preocupes.

—¿Asuntos privados o secretos? —preguntó Madelaine levantando la voz.

—Shhh. Estamos en la casa de Dios —la regañó Clara—. Un poco de respeto. Nos vemos luego en casa.

Sin dar más explicaciones, se dirigió hacia la sacristía. José Luis, al verla atravesar, se inclinó un poco hacia delante, como intentando pasar desapercibido. Pero no hacía falta. La tía Clara no tenía pensado saludarle y siguió su camino con paso seguro hacia la sacristía. Madelaine aprovechó para poner la mano en el hombro de José Luis. Él se giró sobresaltado.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Madelaine—. ¿No me dijiste que eras ateo?

—¿Y eso qué tiene que ver? Aquí se está muy fresquito —respondió el fiscalista sin inmutarse.

—Venga ya. En el bar de Paco tienen aire acondicionado, y en nuestra casa no hace ni falta.

Un par de beatas se volvieron a ellos, molestas con el murmullo. José Luis suspiró resignado. Madelaine le hizo un gesto con la mirada que dejaba claro que no pensaba dejarle en paz hasta que justificara su presencia en la iglesia.

—Estaba intentando encontrar un espacio vacío, absolutamente vacío quiero decir, y este me lo pareció —le explicó José Luis.

—El sarcasmo lo pillo, pero ¿vacío dices, con este soniquete de casete insufrible? —le preguntó Madelaine, incrédula.

—Estaba esperando a que terminaran para quedarme solo.

—Luego cierran. Te echarán. El cura predica confianza en el Altísimo pero él es bastante desconfiado. Robaron en la iglesia de Monesterio hace unos meses y está convencido de que él será el siguiente. ¿Pensar en qué? —preguntó de corrido.

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