Violetas para Olivia (22 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Para su sorpresa, la octava puerta se abrió sin ofrecer resistencia. Madelaine dudó antes de penetrar en la estancia. La octava puerta, como la octava mujer de Barba Azul. Debería llamar al fiscalista para que la acompañara. ¿Y si aparecían los cadáveres de las siete esposas colgados de los muros? Madelaine tomó aire intentando recomponerse, enfadada consigo misma. Ella era médica, una persona científica y racional. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Empujó la puerta y ante sus ojos apareció el dormitorio que dudaba existiera, aquel que compartía una esquina muy apartada en la torre más alta y remota de ese palacio medieval con jardines colgantes donde hacía muchos años habían sido abandonados Cenicienta, el Gato con Botas y toda la magia que cabe en una bola de cristal con nieve. Nieve irreal que solo se puede ver cuando el soñador o el curioso agitan la bola. Era el dormitorio de Olivia, perdido entre las conexiones neuronales de una niña de cuatro años.

Aquella estancia no tenía nada que ver con la de las despedazadas por Gilles de Rais, sino todo lo contrario. La habitación de Olivia estaba teñida por una luz suave y blanca. Provenía de las ventanas alargadas del segundo piso que daban al patio. Las flores primaverales de la tapicería y las cortinas rezumaban alegría y elegancia. El secreter con su silla, la cómoda, el tocador y dos hermosas butacas, todo ello de estilo Hepplewhite, ponían un toque de serenidad neoclásica. Sobre la enorme cama de cabecero tapizado en terciopelo blanco al más puro estilo Hollywood años cincuenta, que Olivia había encargado tras encapricharse de una igual aparecida en una película de Bette Davis, marcaba territorio una bata negra de la tía Clara. Madelaine miró a su alrededor sorprendida, y sorprendida tuvo que admitir que conocía a su tía Clara menos de lo que creía. El cuarto estaba bien ventilado, aunque tenía un olor diferente del que ella recordaba. El suelo estaba cubierto con alfombras de petit point y sobre el tocador, americano también, blanco y con un gran espejo, se encontraba todo el despliegue de botes y botecitos, pinceles y brochas de maquillaje, y un juego de peines de nácar inglés, regalo de alguno de los amantes de la abuela Olivia. Lo asombroso no era que la tía Clara se hubiera mudado a aquella habitación, que era sin duda la más espléndida y acogedora de la casa, sino que la hubiera mantenido exactamente tal y como su madre la había dejado. Clara nunca se maquillaba, ni se perfumaba más que con un poco de colonia 4711, la misma que había utilizado desde niña. Apenas había cambiado una lámpara por otra. Solo su escasa ropa y sus zapatos habían sustituido a los de su madre en el armario. Eso fue todo. Madelaine no entendía. ¡Qué poco se conocían! Viviendo bajo el mismo techo, ¡no sabía dónde dormía su tía! Los Martínez Durango y sus secretos. ¿Por qué se habría mudado la tía Clara a aquel cuarto? Sí, era el más agradable de la casa, sin duda. Pero Clara odiaba a su madre. O la había odiado. ¿Cuándo cambió de opinión, cuándo decidió vivir como un parásito en mundo ajeno? ¿Por qué en la intimidad prefería vivir en el hábitat creado por otra persona, una mujer tan diferente a ella?

A Madelaine siempre le había producido curiosidad, tras conocer a alguien, saber cómo vivía, qué cosas le rodeaban. Los adjetivos que se extraían de su entorno más íntimo solían aplicarse también a la persona. A ella, por ejemplo, la austeridad, la sensación de estar de paso en casa ajena, definía bien cómo se sentía en el mundo. Ligera de equipaje para poder emigrar donde el corazón la llevase. El problema era que empezaba a tener miedo de que el corazón no la llevase a ningún sitio, y su destino se empecinara en convertirla en parte de aquella casa palacio que sus antepasados le habían legado. Una casa que ella había amado, poco, y odiado, mucho. También temido, y que ahora se descubría necesitando. Ella no había dejado su impronta en ningún lugar, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que el palacio, efectivamente, de alguna forma, la definía. Insólita en su atemporalidad, densa en la acumulación de historias que colgaban en sus paredes, que contaban sus muebles, que coleccionaban los ajuares, asombrosa tras las puertas que revelaban secretos de almas que penaban una vida sin sentido. Quizá porque el sentido solo podía encontrarse al final. No al final de una vida, sino al final de todas las vidas. Incluida la de Madelaine. Ella era la heredera y su piel, sus entrañas, su yo físico y espiritual estaban formados de la misma materia que aquella casa.

Madelaine miró a su alrededor. Se dirigió primero al escritorio que su abuela había mandado traer de Londres. Rebuscó en los cajones. Encontró facturas varias, cuadernos con anotaciones de ingresos y gastos domésticos, un cofrecito con joyas de escaso valor y un puñado de llaves minúsculas. En uno de los cajones había dinero en billetes pequeños. Madelaine calculó que unos mil euros. En otro, cartillas de bancos y cajas de ahorros. Se levantó y se dirigió a la cómoda. Allí tampoco encontró nada que llamara su atención. Miró también en las mesitas de noche, en el armario... Nada de lo que buscaba.

Cuando estaba a punto de desistir, se fijó en un pequeño grabado nocturno de una iglesia anglosajona que se encontraba sobre el secreter. Olivia lo había comprado en los locales de Sotheby's, en New Bond Street, durante su luna de miel. En realidad era uno de los pocos detalles que había mantenido de su corta vida marital. A Madelaine le llamó la atención la extraña sensación de quietud que transmitía. Caminando hacia la iglesia, en el extremo izquierdo, había una mujer, con abrigo largo y raído, apenas adivinada, que portaba un candil. Parecía tan sola y a la vez tan segura... Madelaine tuvo una intuición. Era típico en su familia ocultar cajas fuertes tras tapices y cuadros. Había varias repartidas por toda la casa. El abuelo Néstor, obsesionado con la posibilidad de que le robaran, repartía sus tesoros para minimizar la posibilidad de que un ladrón pudiera hacerse con todo. Esta obsesión se transformó en neurosis hacia el final de su vida, haciendo instalar rejas, candados y trancas por doquier. La tía Clara había heredado este marcado rasgo de desconfianza hacia el prójimo, y el convencimiento de que uno puede convertirse en víctima en cualquier momento. Madelaine no podía estar más alejada de este modo de vida. Para ella un candado era, en todo caso, una llamada, un aviso para informar de que allí había algo que merecía la pena cambiar de mano, o que, cuando menos, había alguien que poseía tanto que podía ser robado sin realmente causarle ningún daño importante. Madelaine nunca guardaría rencor hacia el ladrón. Ni siquiera se molestaría por la irrupción en su intimidad de un extraño. Casi pensó que sería algo muy excitante. Y que el ladrón lo necesitaría más que ella.

Madelaine valoró rápidamente. El grabado era muy pequeño para ocultar una caja fuerte, pero decidió moverlo. Tras él apareció una pequeña caja con una puertecita de madera. Tenía cerradura y un minúsculo pomo. Tiró de él con fuerza. Estaba cerrado con llave. Volvió a rebuscar en el joyerito y sacó todas las pequeñas llaves. Había media docena. Empezó a probarlas todas, sin éxito, convencida de que tras aquella puerta se escondía algo de vital importancia. Algo que ella debía saber. Cuando terminó con todas las llaves decidió que eso no la iba a detener. Cogió un abrecartas de empuñadura de nácar y forzó la cerradura. Finalmente, cedió. El silencio en la habitación era absoluto. Madelaine sintió que algo importante estaba a punto de suceder. Introdujo la mano con extremo cuidado en aquella Bocca della Verità y extrajo unos documentos. Los miró con cuidado. Eran el DNI y el pasaporte de su madre: Inmaculada Sahagún y Frías. El corazón empezó a latirle con fuerza y sus manos temblaron. Su madre no pudo irse como le dijeron. Algo había ocurrido. Algo demasiado terrible para ser contado.

Madelaine volvió a meter la mano. No parecía haber nada más. Pero la introdujo de nuevo, con cuidado, hasta el fondo y allí las yemas de sus dedos sintieron el roce de algo frío, como de un herraje. Sí, había otra cerradura. Entonces escuchó que alguien se aproximaba. Se apresuró a dejar todo como lo había encontrado e introdujo los documentos de su madre en el bolsillo, dispuesta a regresar en cuanto tuviera ocasión. Antes de que llegara a la puerta, esta se abrió. La tía Clara la miró lívida. Y la palidez de su rostro la dejó sin palabras.

1950, San Gabriel

Clara tiene once años y quiere que su madre le preste unas horquillas para hacerse el moño. Tiene mucha prisa. Don Néstor está terminando de desayunar y hoy parece muy nervioso. La taza del café le tiembla cuando la levanta para que la criada le sirva un poco de leche. Clara imagina que es porque ella ha bajado algo más tarde y el palio estaba ya preparado. El cabeza de familia va todos los domingos a la iglesia bajo palio. Su madre, Olivia, sin embargo, no pisa la iglesia del pueblo desde hace tiempo. Es un escándalo con el que se polemiza en voz baja. Al principio resultaba muy llamativo, ahora ya no cuentan con ella y compadecen a don Néstor, un santo varón que carga una pesada cruz a sus espaldas. Clara ya ha entendido que la pesada cruz es su madre aunque no lo termina de entender. Clara, Rosario y Rodrigo están acostumbrados a que su padre la excuse delante del sacerdote achacándoselo a su mala salud. Siempre está indispuesta. Y el pobre don Néstor se esfuerza con vehemencia en defenderla ante el cura, intentando no dejar traslucir su vergüenza. Entre los hermanos nunca se habla de este hecho. Han comprendido que su padre no quiere hablar de ello, ni que se comente.

Clara entra sin llamar. Piensa que quizá su madre esté durmiendo. Suele hacerlo hasta tarde según les informa don Néstor. No baja a desayunar casi nunca. Eso sí, cuando por fin hace acto de presencia está siempre perfectamente maquillada y vestida. Olivia es una diosa de semblante distante que vive en el Olimpo, una Macarena moderna sobre un paso de plata y nardos. Clara está orgullosa de su madre. La venera.

Le sorprende ver la silueta esbelta de su madre, desnuda, intentando vestirse con mucho cuidado. Un suave haz de luz le golpea la espalda y Clara se estremece. Su perfecto cuerpo está cubierto por las profundas huellas de un cinturón, latigazos con la sangre todavía viva que recorren su piel como si el tridente del diablo se hubiera ensañado con ella. Deja caer una camisa sobre sus hombros con suavidad y se retuerce de dolor. Clara no lo sabe pero en ese momento Olivia, su madre, está jurándose a sí misma que esta vez ha sido la primera y la ultima. Lágrimas de rabia y dolor le ahogan el corazón. La noche anterior terminó durmiéndose tras una paliza brutal, agotada, exhausta, maldiciendo el día en que Néstor se cruzó en su vida y ella creyó en sus intenciones generosas de salvador profundamente enamorado. Enamorado sí estaba. Pero de amor enfermo, de ese que no necesita de la otra persona. De ese que se queda estancado en el cerebro de uno mismo, egoísta en su exaltación de lo que debe ser, lejano al encuentro con la otra alma. Un amor que solo puede degenerar en obsesión, en separación cada vez más profunda. El qué dirán, el miedo al rechazo social y sus tres hijos la habían retenido, pero se acabó. Sí, desde que supo que su matrimonio nunca iba a ser real, que su marido en realidad se había casado con ella para vengarse, ella se había evadido en la vida social, las compras... A pesar de las apariencias, no le había sido infiel. Él sí, por supuesto, aunque utilizando la letra pequeña del compromiso matrimonial ante la Iglesia: lo hacía pagando. Olivia había aprendido a convivir con sus constantes amenazas. Hasta que la noche anterior se puso el punto final, terminó una etapa en la que nunca debería haber aceptado entrar. Tendría consecuencias y Olivia esta vez está dispuesta a asumirlas. Que no podrá ver a sus hijos, de acuerdo. Que Néstor no permitirá que toque ni un real de su dinero, de acuerdo. Que nunca más la tratará como su esposa, ¡qué liberación! Le odia. Le aborrece con toda su alma. Y él a ella. En su simplicidad masculina, sigue viéndola como un trofeo, empeñado en domarla, amargado porque no lo consigue ni a golpes, esos golpes que ni siquiera, en un arrebato primitivo y brutal, habían sido naturales, sino estratégicamente diseñados para mantenerse en la más estricta intimidad. Tal y como lo había hecho antes su padre. Un pensamiento nuevo se clava certero en la diana de su alma: después de aquella noche, sería capaz de matarlo.

—Mamá —balbucea Clara.

Olivia se da la vuelta asustada.

—Clara, ¿qué quieres? ¿No habéis salido todavía?

Pero la niña no reacciona. Olivia se abrocha la camisa rápidamente, ocultando las marcas que el podrido amor de su esposo y su celo proteccionista de caballero de honor le han causado.

—Habla de una vez —le ordena Olivia.

—Unas horquillas —dice por fin la niña.

—Dejé unas ayer en la cómoda de tu hermana.

Clara asiente, pero no se mueve.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta sin apenas pestañear.

Olivia le mantiene la mirada. Tampoco pestañea.

—Nada. ¿A qué te refieres?

—En la espalda. Tienes...

—En la espalda no tengo nada —le corta Olivia. Intenta evitar que ciertas palabras se pronuncien, pues así cree que el mal no existirá para su hija. Pero Clara no la cree. Sabe lo que ha visto.

—¿Te duele?

—No me duele nada. Me encuentro perfectamente —responde Olivia con dureza, sin resquicio de dolor, pena o autocompasión—. Y, venga, date prisa porque tu padre debe de estar esperando y no querrás que se moleste.

Clara sigue sin moverse.

—Papá nunca se enfada —dice finalmente—. Todo el mundo dice que es muy bueno.

Olivia se aproxima a su hija. ¿Cómo puede haber salido de sus entrañas esta personita tan distinta físicamente a ella, tan opuesta en carácter y gustos? Le enternece su ingenuidad pero sabe que en cuanto cruce la barrera de la adolescencia y se rompa el vínculo, ya de por sí frágil, madre e hija no tendrán nada en común.

—Sí, tu padre es un santo. Por eso precisamente yo no voy a la iglesia. Entre santos no hay lugar para mí.

La madre está dispuesta a mentir para proteger a Clara, pero todo tiene un límite y sabe del poder que las palabras de una madre tienen sobre una hija.

—¿Porque eres mala? ¿Te han castigado porque eres mala?

—No, a mí no me ha castigado nadie. Has visto mal, ¿me oyes?

—Pero, mamá, si te han hecho daño tenemos que decírselo a papá. El hará algo.

Olivia duda. Sabe que no tiene opción y que debe hacer lo mejor para sus hijos. Aborrece la posibilidad de que alguien sienta lástima por ella. Debe terminar cuanto antes con la farsa. Se sienta en la cama y le hace a Clara un gesto para que se aproxime.

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