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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (19 page)

Encendí mi ordenador
y
me conecté por mediación de telnet con cierta dirección del ciberespacio. Apareció una pantalla que decía: «Bienvenido a Armageddon». Armageddon era un juego
underground,
similar a Core War; sin embargo, mientras que Core War consistía en un duelo entre dos programas y tenía un período de tiempo limitado, Armageddon era continuo y se adaptaba a tantos jugadores como se conectaran para participar. Además, los programas de Armageddon no sólo procuraban sobrevivir y destruir otros programas, sino que intentaban replicarse. En algunos aspectos, este juego era una respuesta al juego original de Vissotsky, Morris y Ritchie, llamado Darwin. En Armageddon se calculaban dos tipos de resultados, que reflejaban dos enfoques distintos del juego:
insectos y dinosaurios.
Un marcador,
población,
hacía un seguimiento del número de copias que cada programa tenía en el sistema. Aquí es donde los insectos -programas relativamente pequeños que se propagaban con rapidez llevaban ventaja. El otro marcador se denominaba
cibermasa y
reflejaba el total de espacio de disco ocupado por un grupo de clones. Este indicaba el reino de los dinosaurios, ya que, como en la vida real, un dinosaurio podía ser más grande que billones de insectos. Ambos tipos de marcadores se actualizaban de forma constante. Elegí el resumen de resultados de población y vi lo siguiente:

Programa
Población
Belial
.........................................................
16.238
Flattop
.........................................................
7.887
Grendel IV
.........................................................
7.185
Bad Gnus
.........................................................
2.517
Comm Rad
.........................................................
912
Elvis
.........................................................
228
Prog
.........................................................
5203
Anthrax
.........................................................
91
Headcheese
.........................................................
61
Hotrod
.........................................................
50

Había varias páginas más de programas con menos de cincuenta copias en el juego y un mensaje que informaba a los jugadores que los programas que tenían un contador igual a cero serían borrados de la lista al cabo de cuarenta y ocho horas.

El resumen de resultados de cibermasa era éste:

Programa
% Cibermasa
Nessie
.........................................................
4,71
Gog
.........................................................
9,22
Belial
.........................................................
6,85
Fruit Loop
.........................................................
5,43
Psychlops
.........................................................
5,41
Cronus
.........................................................
3,08
Flattop
.........................................................
2,40
Chimaera
.........................................................
1,97
Doogie
.........................................................
0,88
Wild1
.........................................................
0,43

Subí el animalejo de Goodknight y, tras reflexionar unos momentos, le puse por nombre Cecil.

 

Esperaba que en Macrobyte nos mandarían a hacer gárgaras, pero resultaron ser bastante corteses. Josh Spector, jefe de desarrollo de software, vino a saludarnos y nos invitó a entrar en su despacho y a sentarnos.

—Tengo entendido que desean hablar con Roger -dijo-. Puede ser más sencillo decirlo que hacerlo, pero quizá pueda ayudarlos.

—¿Sabe si está trabajando en algún proyecto relacionado con ingeniería invasiva de software? -preguntó Al.

—Creen que, como soy jefe de desarrollo de software, debería saberlo, ¿verdad? -dijo Spector, sonriendo con timidez-. En realidad, me temo que no tengo ni idea. Roger hace todo lo que quiere y cuando quiere. Y de vez en cuando, viene; nos entrega un producto terminado, que siempre es brillante y proporciona a Macrobyte un montón de dinero. Así que el presidente de esta corporación lo considera como la gallina de los huevos de oro. Como quizá recordarán, la moraleja de ese cuento es que no hay que joder a la gallina. Perdonen mi lenguaje.

—No lo entiendo -dijo Al-. Sé que formaba parte del equipo de programadores de MABUS/2K. ¿Cómo podía trabajar dentro de un equipo?

—No trabajaba. Roger sólo hacía lo que le daba la gana. Luego, nosotros nos ocupábamos de lo que nos entregaba y se lo dábamos a los demás programadores del proyecto, que se ponían a trabajar en ello.

—Me gustaría hablar con él -dije-. Es muy importante, se lo aseguro, ¿estará por aquí hoy?

—¿Quién sabe? -dijo, extendiendo los brazos-. La única manera de averiguarlo es ir y verlo con nuestros propios ojos. Vengan por aquí. .

Spector nos guió por el edificio. Llegamos a un pasillo que tenía una serie de pequeños despachos, o más bien cubículos. Cuando nos acercábamos al siguiente pasillo, vi algo en el suelo, frente a una puerta. Parecía un calcetín.

Era un calcetín. Había más amontonados al otro lado de la puerta, junto a pantalones cortos y largos, ropa interior, libros, disquetes, discos compactos, y una pila de cajas de pizza en un rincón que casi llegaba al techo. También podía verse un saco de dormir desenrollado en el estrecho espacio que quedaba entre el ordenador y la puerta. Habían apartado una silla con ruedas a un rincón para dejar sitio al saco de dormir, que parecía que podía estar ocupado.

Al examinar el saco más de cerca, resultó que los bultos eran más ropa, la cual, a juzgar por el olor que imperaba de la habitación, tenía una visita pendiente con la lavandería. Era evidente que Josh ya había estado allí, porque se detuvo unos metros antes, en el pasillo, cerca de un aparato de aire acondicionado. Al salió con rapidez.

—¿Alguien entra ahí alguna vez a limpiar? -la oí preguntar a Josh.

—Una vez lo hicimos. Roger amenazó con largarse si volvía a suceder. No lo hicimos más.

Entretanto, eché un vistazo a mi alrededor mientras contenía el aliento. El ordenador era vulgar; el único elemento extraordinario del equipo era un teclado hexadecimal, que permite introducir con rapidez números de base 16. Miré el software pero no vi nada especial, por lo que centré la atención en los libros. Además de los volúmenes que cabe esperar en el despacho de un programador, había algunos textos inesperados:
Beowulfila Volsunga Saga,
el
Rig-Veday
una edición clásica de la Biblia, entre otros. El Apocalipsis estaba marcado con un palo de caramelo Popsicle, de uva, a juzgar por los residuos. Parecía que lo había consultado a menudo y especialmente un pasaje concreto, ya que estaba subrayado muchas veces: «La estrella se llama Ajenjo. La tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo».

Al salir, oí a Al que preguntaba:

—¿Por qué tiene un cubículo tan pequeño? Esperaba algo…

—¿Mayor? -terminó Spector, sonriendo-. ¿Sabe el chiste del gorila de cuatrocientos kilos que duerme donde le da la gana? Bueno, pues es ahí donde Roger quiere trabajar… y, al parecer, también dormir. Ha tenido el mismo cubículo desde la primera vez que vino a trabajar para Macrobyte. Le hemos ofrecido despachos más grandes muchas veces. ¡Qué diablos!, podría tener el despacho del presidente si lo quisiera, pero sólo quiere un sitio donde pueda trabajar.

—¿Tiene amigos aquí? ¿Alguien que quizá sepa dónde se encuentra, o por lo menos qué está preparando?

—Roger es muy solitario. No quiero decir que sea por completo antisocial, pero… Bueno, la verdad es que es totalmente antisocial. Por lo que sé, no tiene amigos. Y ahora -consultó su reloj- he de asistir a una reunión importante. ¿Desean algo más?

—Por favor, no llegue tarde por culpa nuestra -dijo Al-. Ya encontraremos la salida.

—¿Están seguros?

—De verdad, no es ningún problema.

Le seguimos por el pasillo, aunque quedando cada vez más rezagados, hasta que él dobló un recodo y nos detuvimos.

—¿Qué te parece?-me preguntó Al.

—Creo que habría sido una buena idea traer una máscara antigás. Pero volvamos y echemos un vistazo.

Cuando nos acercábamos al despacho de Dworkin, salió un hombre de la penúltima puerta. Pensé que nos iba a echar de allí; en cambio, se aproximó y dijo:

—Les he oído hablar sobre Roger. Yo lo conozco.

Era un hombre bajo y bastante calvo, de unos cincuenta y tantos años, con la postura de hombros encorvados típica de quienes se han pasado treinta años sobre un teclado.

—No puedo decir que sea mi amigo, pero a veces voy a hablar con él. De vez en cuando me deja quedarme un rato y ver lo que hace, que de todos modos casi nunca entiendo lo más mínimo.

—¿Dónde está? -le pregunté.

—No lo sé. Hace semanas que no lo veo. -Al percatarse de nuestras expresiones de alarma, añadió-: ¡Oh!, ya lo ha hecho varias veces. Se pasa semanas sin venir. Hace un par de años no apareció en todo el invierno. No obstante, esta vez es un poco distinto, porque parecía llevar algo entre manos; cuando eso sucede, normalmente se queda aquí durante semanas trabajando día y noche hasta que acaba.

—¿En que estaba trabajando?

—Me dijo que se trataba un juego.

Nos disponíamos a seguir nuestro camino hacia el despacho de Roger cuando apareció un guardia de seguridad en el otro extremo del pasillo. Se comportaba de manera muy amable, como si sólo estuviera haciendo una ronda, pero sospeche que Josh Spector lo había enviado para asegurarse de que no nos perdíamos mientras íbamos hacia la salida.

No importaba. Si había algo en el ordenador de Dworkin que quisiera mantener en secreto, seguramente necesitaríamos unos dos mil años para quebrar su sistema de seguridad.

—¿Qué quiere decir con que no sabe dónde vive? -exclamó Al, que parecía tan exasperada como me sentía yo-. Debe de tener un registro de nóminas o algo parecido.

El jefe de personal negó con la cabeza.

—Lo siento, pero todo lo que consta del señor Dworkin es un apartado de correos, teníamos una dirección suya hace unos diez años, pero cuando se mudo no quiso darnos su nuevo domicilio. Hace un par de años dejamos de preguntárselo.

Nos fuimos meneando la cabeza de frustración

—¿Quién es ese tipo?¿John Galt o alguien así? -dije.

¿Quién es John Galt? -preguntó Al.

—Ya veo que has leído el libro.

—¿Qué libro?

Atlas Shrugged
de Ann Kand es una novela en la que todos los personajes buscan a ese tipo, John Galt. Siguen preguntando: «¿Quién es John Galt?». Todo el mundo conoce su nombre, pero nadie sabe dónde está o ni siquiera quién es.

—Eso me suena.

—Volvamos al despacho de Spector -sugerí.

—¿Por qué?

—Quiero preguntarle si me deja examinar los archivos del ordenador de Dworkin.

—¿De verdad crees que lo hará?

—No. Pero ahora no se me ocurre nada más.

Spector tuvo la amabilidad de recibirnos otra vez, aunque tuve la impresión de que su paciencia se estaba agotando.

—¿Creen que tenemos un problema de seguridad? -preguntó.

—Es posible -dije.

Por supuesto, lo que realmente pensaba era que Dworkin y Macrobyte eran la causa del problema de seguridad que padecían todos los demás, pero allí no iba a conseguir nada con ese razonamiento.

—Entonces será mejor que llame al director de seguridad -dijo Spector, y pulsó el botón del interfolio-. Carol, ¿puede ir a ver si Bob Beales no está muy ocupado y pedirle que venga?

Beales era un hombre bajo y rechoncho, con una perilla negra pulcramente recortada y profundas ojeras bajo sus ojos de color azul claro. Este rasgo me hizo pensar que tenía un trabajo en el que estaba sometido, sin duda, a grandes presiones. Cuando nos presentaron, creí notar un brillo especial -¿estaba sorprendido?, ¿me había reconocido?- en sus ojos, pero no estaba seguro de ello. Él, en cambio, no me resultaba familiar en absoluto.

—Al parecer, la señorita Meade y el señor Arcangelo piensan que podemos tener un problema de seguridad a causa de Roger Dworkin -dijo Spector.

—¿Ah, sí? -dijo Beales-. ¿De qué tipo?

—En realidad, no estoy seguro… -empecé. ¿Y por qué tenía que estarlo? Improvisaba-. Puede estar relacionado con un caballo de Troya, o quizás un virus…

Beales pareció hacer una mueca de dolor al oír las últimas palabras, y con razón: los virus eran un auténtico dolor de cabeza para los encargados de la seguridad. Sin embargo, meneó negativamente la cabeza.

—Si hubiese algún problema, lo sabría. Créanme, nuestro sistema está limpio.

Si me hubiera dicho eso cualquier otra persona, me habría parecido una afirmación arrogante, ignorante, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, había algo en Beales que me hacía pensar que sabía muy bien de lo que estaba hablando.

 

Al conducía el Toyota que habíamos alquilado por el Bay Bridge de San Francisco. Es una experiencia un poco angustiosa para cualquiera que haya visto las imágenes del terremoto de 1989, cuando se abrieron grietas en el puente por las que se precipitaron varios vehículos y sus ocupantes a la bahía de Oakland; especialmente impresionantes resultaban las de unos coches balanceándose al borde del vacío pero sin llegar a caer.

Sin embargo, el viaje también daba miedo por otra razón. Como he dicho, conducía Al. Mientras trazaba eses en medio de un tráfico bastante denso (a pesar de las señales que advertían a los conductores que se mantuvieran en sus carriles respectivos), la miré e intenté imaginar cómo era posible que fuese la misma persona que tenía los nudillos blancos cuando íbamos a gran velocidad por la Long Island Expressway en mi Ferrari. Bastante angustiado, era yo en ese momento quien me hubiera aferrado a la maleta de mi portátil de no ser porque la había guardado debajo del asiento con la esperanza de reducir el riesgo de sufrir heridas graves cuando se hinchase el
airbag.

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