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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (59 page)

Mientras recogían la resina, el agudo oído de Zerika captó un débil sonido que procedía del interior de la arboleda. Indicó a los otros que permanecieran quietos y se adentró con sigilo. Buscó un camino que los mantuviera a una distancia segura de los árboles infestados de serpientes. Tras recorrer una docena de metros, se volvió y les hizo señas para que la acompañaran.

Cuando lo hicieron, vieron algo curioso. Un solo árbol mucho más grande que los demás ocupaba el centro de un claro en medio del bosquecillo. De una de sus ramas, un hombre colgaba de una soga que tenía atada a un tobillo. Era de mediana edad, alto y delgado, con cabellos blancos y revueltos, e iba vestido con un mono de trabajo y guantes de jardinero. Una azada, un rastrillo, unas tijeras de podar y otras herramientas cubrían el suelo alrededor del árbol. Además, el hombre estaba cantando. Cuando se acercaron a él, los aventureros pudieron entender algunas palabras:

Creía que una paradoja demostraba

que la inteligencia artificial no era tal,

volvió a mirar y vio que era

la cabeza cortada de un animal.

«El gran horror de esta situación

—dijo— es una amenaza letal.»

—¿Podemos ayudarte? -le preguntó Zerika-. ¿Quieres que te bajemos de ahí?

El hombre no le hizo ningún caso y siguió cantando, mientras oscilaba de un lado a otro como un péndulo humano:

Creyó que habla pasado el test de Turing

un pirata de inteligencia artificial.

Volvió a mirar y vio que era

un nido de dodo vacío, sin igual.

«Por poco me engaña -dijo aliviado-,

pero en fin, jamás fue pájaro fatal.»

—Es obvio que está como una cabra -dijo Zerika, encogiéndose de hombros.

—Mirad las herramientas de jardinería -sugirió Megaera-. Al principio pensaba que habían caído al azar, pero parecen estar dispuestas según un patrón determinado.

En efecto, las herramientas formaban una media luna, y los mangos de las más largas, como la azada y el rastrillo, estaban alineados en forma radial, de manera que apuntaban al centro del círculo.

—Tienes razón -dijo Ragnar-. Es un péndulo de Foucault. A medida que gira la Tierra, la oscilación del péndulo se alinea en distintos puntos de estos arcos.

Como el jardinero no mostraba ningún deseo de que lo ayudasen a bajar del árbol, e incluso allí colgado parecía servir a algún propósito, pensaron que no tenían nada más que hacer en el bosquecillo y siguieron su camino.

No tuvieron más incidencias durante el resto de la ascensión por la pirámide. Por fin, llegaron a la entrada superior, que no se encontraba en el nivel más alto, sino en la sección inmediatamente inferior.

Tras seguir las indicaciones de la placa, llegaron a un pequeño cuarto en el que había un monje sentado sobre un cojín frente a un escritorio bajo. Zerika intentó hablar con él, pero el monje se limitaba a menear la cabeza y señalar la pared opuesta. En ella había varias docenas de cubículos y otra placa, que decía lo siguiente:

Formule su pregunta con las fichas disponibles y entréguela al monje del escritorio.

Al examinar los cubículos con mayor detenimiento, vieron que contenían unos rectángulos de marfil, al modo de un extraño juego de dominó. En una de las mitades de cada ficha había una letra del alfabeto latino, y en la otra un jeroglífico.

Una tablilla de mármol negro con estrías parecía servir para colocar las fichas elegidas. Zerika seleccionó las que necesitaba y escribió la pregunta: «¿Dónde está Eltanin?». Luego entregó la tablilla al monje.

Éste removió las fichas que tenía sobre la mesa y se puso a trabajar de inmediato. Sí cada ficha de las que escogió Zerika tenía un jeroglífico en un lado, las del monje contenían una gran variedad de tipos de letras o caracteres. Iras seleccionar un grupo de sus propias fichas, las introdujo en unos casilleros que comunicaban con las salas adyacentes. Había cuatro casilleros, y pasó varias fichas por cada uno de ellos.

—Vamos, quiero ver lo que están haciendo -dijo Zerika, dirigiéndose a la habitación de al lado.

Lo que hacía el monje de la otra habitación era muy similar a lo que ya había hecho el anterior. Tenía su propio conjunto de fichas, con un lado escrito en letras arameas y el otro con una variedad de distintos alfabetos. Tomó algunas, las paso a través de varios casilleros, incluido uno que comunicaba con el primer monje, cruzó el cuarto para poner una ficha en el lado opuesto. Este proceso se fue repitiendo una y otra vez. Cuando se cansaron de observarlo, regresaron a las escaleras que conducían a la entrada superior.

—¿Qué coño está pasando aquí? -dijo Tahmurath-. ¿Cuándo sabremos la respuesta?

—Creo que lo que hemos estado viendo es el funcionamiento de una especie de ordenador -dijo Ragnar.

—¿Un ordenador? ¿Qué quieres decir? -inquirió Gunnodoyak.

—Creo que esos monjes estaban ejecutando un algoritmo. Todos parecen hablar lenguajes distintos, de forma que no pueden comunicarse entre si, uno recibe algunas letras en su propio lenguaje, manipula las fichas y pasa el resultado de acuerdo con un determinado conjunto de instrucciones. Es con habitación china.

—Espero que esto no sea uno de tus chistes malos -le advirtió Zerika.

—En absoluto. La habitación china es un argumento que formuló John Searle para refutar el concepto de inteligencia artificial y, en especial, la validez del test de Turing. Señaló que cualquier conjunto de instrucciones que puede ser ejecutado por un ordenador también puede ser llevado a cabo, si se le da tiempo suficiente, por un ser humano. Supongamos, pues, que tenemos un programa diseñado para leer relatos escritos en chino y que responde a preguntas acerca de ellos. Es muy discutible que este tipo de programa se encuentre dentro del ámbito actual de la tecnología de inteligencia artificial; incluso podría exigir algo semejante a la solución del problema del lenguaje natural. En cualquier caso, el hombre de la habitación podría ejecutar las mismas instrucciones, lo que daría idéntico resultado: las respuestas a las preguntas sobre el relato; aunque, en realidad, no sería necesario que conociera el idioma chino.

—Pero estaría realizando el papel correspondiente al hardware -señaló Megaera-. ¿Y si la inteligencia reside en el algoritmo?

—Ya se ha presentado ese argumento -reconoció Ragnar.

—Entonces, ¿toda esta configuración podría ser un entorno de inteligencia artificial?

—Creo que ésa es la idea -confirmó Ragnar.

—Todo eso está muy bien -dijo Zerika-, pero sigo queriendo saber cuándo tendremos la respuesta.

Regresaron a la entrada de la pirámide, y el monje gordo que estaba sentado sobre el muro les obsequió con una mirada condescendiente y dijo:

—Volved dentro de tres días para conocer la respuesta a vuestra pregunta.

—¡Tres días! -exclamó Zerika-. Me pregunto si se refiere al tiempo del juego o al real.

—Supongo que tendremos que estudiar a qué velocidad corre el tiempo en este MUD -dijo Tahmurath.

—Podemos volver al péndulo de Foucault para averiguarlo… pero no creo que esto sea un MUD -opinó Gunnodoyak.

—¿Qué quieres decir? ¿Esto no es un MUD? -inquirió Tahmurath, confuso- ¿Qué es, entonces?

—Quiero decir que no creo que sea un MUD normal al que está enlazado el Programa de Dworkin. Me parece que es una parte especial de su programa.

—Probablemente -confirmó Zerika-. Desde luego, no se parece a ninguno MUD que he jugado.

El tubo de rayos catódicos que se utiliza como monitor en la mayoría de los ordenadores crea las imágenes arrojando un haz de electrones hacia una pantalla con fósforo. Cada vez que se activa, emite un chorro de radiación electromagnética, parte de la cual es de radiofrecuencia. No sólo es posible de forma teórica sino que existen aparatos capaces de recibir estas ondas de radio, combinarlas en una señal de sincronización generada por ordenador y leer lo que se muestra en una pantalla situada a más de un kilómetro de distancia. Esto parece el último grito en navegación sobre el hombro y lo es, salvo por un pequeño detalle: las contraseñas no se visualizan en la pantalla.

Con el agente recién recibido por Art, era muy sencillo averiguar con qué banco trabajaba Ken Bishop, e incluso qué cajero automático usaba con más frecuencia. También conocíamos su fisonomía, gracias a ciertas partes fácilmente accesibles de los archivos de personal de Macrobyte.

Era viernes por la tarde y yo estaba sentado dentro de un coche, al otro lado de la calle de un cajero automático que se hallaba muy cerca de las instalaciones de desarrollo de Macrobyte. Krishna salió de un McDonald's próximo con una bolsa de papel en la mano; aquel chico era un pozo sin fondo. Me dio un vaso de café.

—¿Alguna novedad? -preguntó.

Sacudí la cabeza negativamente y tomé un sorbo de café, que sabía como el ácido recalentado de la batería.

—Espero que no haya elegido esta semana para cambiar de costumbres -comenté.

Bishop, como la mayoría, era una persona de hábitos, tal vez aún más que la mayor parte de la gente, como sugería el afecto que dispensaba a su contraseña. Solía pasar por ese cajero automático los viernes al salir de trabajar, seguramente a fin de obtener dinero para el fin de semana.

Habíamos llegado varias horas antes con el objeto de realizar algunos preparativos. Colocamos una pequeña cámara de televisión, del tipo utilizado con fines de seguridad, cerca de la parte superior del cajero, y la sujetamos con cinta aislante negra. Nos ofrecía una buena imagen del teclado, aunque existía la posibilidad de que la persona que lo utilizase tapara la visión si inclinaba la cabeza en exceso hacia adelante. Para evitarlo, habíamos apostado a George en las proximidades, armado con una cámara de vídeo que tenía un
zoom
de 20:1.

—¡Ahí viene! -exclamó Krishna con la boca llena de patatas fritas. Un hombre delgado de piel oscura bajaba por la calle hacia el cajero automático. Desde luego, se parecía a la foto que habíamos visto de Bishop, aunque era difícil asegurar que era él desde la distancia a la que nos hallábamos. Mientras se acercaba al cajero, una mujer de unos sesenta y tantos años se aproximaba en sentido contrario. Llegaron al cajero más o menos a la vez, y Bishop dejó cortésmente que pasara. -¿Qué diablos está haciendo la abuela? -dije cuando ya habían transcurrido diez minutos desde que entrara en la cabina.

—Tal vez no sepa cómo funciona -aventuró Krishna.

—No me lo puedo creer. Nadie ha usado esa máquina en la última hora, y tenía que venir esa mujer en este preciso instante.

—Espero que esté a punto de acabar, porque parece que Bishop va perdiendo la paciencia.

En efecto, Bishop estaba visiblemente agitado y dirigía la vista hacia el fondo de la calle. Me volví para ver qué estaba mirando.

—¡Mierda! Hay otro cajero media manzana más abajo.

Bishop observó de nuevo a la anciana, se encogió de hombros y empezó a alejarse. Era obvio que tenía la intención de usar el otro cajero. Sin embargo, George se cruzó en su camino.

—¿Qué diablos está haciendo? -exclamé. Si teníamos que repetir la operación la semana siguiente, George acababa de asegurarse de que Bishop pudiese reconocerlo.

—Tal vez ha ido a preguntarle su número secreto -sugirió Krishna.

—No me extrañaría, tratándose de él.

Ambos parecieron enzarzarse en una animada conversación que duró unos diez minutos. Para entonces, la anciana ya había acabado su prolongada transacción en el cajero y había salido. George y Ken Bishop dieron por acabada su misteriosa charla, y el primero se alejó, al parecer dando por sentado que quedarse a grabar con la cámara sería demasiado evidente.

Bishop se volvió hacia el cajero, y Krishna y yo nos dimos una discreta palmada de celebración. Aunque vi en el monitor que teníamos una buena imagen del teclado, Bishop movió los dedos con tanta rapidez para pulsar las teclas que no conseguí adivinar el código. Sin embargo, no importaba, porque lo estábamos grabando y podríamos examinar la cinta con avance lento, o incluso fotograma a fotograma si era necesario.

George reapareció unos minutos después de que Bishop se hubiese marchado.

—¿Lo tenemos? -preguntó.

—Sí. Tengo que felicitarte por haber reaccionado con tanta rapidez. ¿De qué diablos estuvisteis hablando?

—Le pregunté si conocía algún club
át jazz.
Resulta que es un gran aficionado, incluso ha oído tocar a mi trío algunas veces.

—¡Oh, no! Entonces, ¿te ha reconocido?

—No, nadie se fija en el que toca el bajo.

—Han pasado tres largos días —dijo Zerika—. Espero que tengan la respuesta.

—Yo la tengo -dijo Ragnar.

—¿Tú sabes la respuesta? ¿A qué te refieres?

—Ala respuesta a la pregunta «¿ Dónde está Eltanin?» Y también qué es.

—¡Bueno, no nos tengas sobre ascuas! -gritó Megaera-. ¿Qué?

—Se me ocurrió que la palabra me resultaba familiar, pero busqué en muchos sitios y no encontré nada. La otra noche intenté buscarla con el navegador de la web de la MEU. Eltanin es el nombre de una estrella de la constelación de Draco. Está en la cabeza y a veces es conocida como Ojo del Dragón.

—La pista original era «Si deseas ver, busca a Eltanin», o algo así -dijo Tahmurath.

—Ojo de dragón… -meditó Zerika-. Suena a una especie de aparato de exploración.

—Tiene que ser bastante potente para que valgan la pena tantos esfuerzos -dijo Gunnodoyak- Ya tenemos varias bolas de cristal y cosas así, y Tahmurath tiene hechizos de adivinación muy poderosos.

Se acercaron de nuevo a la entrada y encontraron a un monje haciendo guardia ante la puerta, si esta era la expresión adecuada para describirlo; desde luego, no hizo ni un ademán para detenerlos ni preguntarles sus intenciones.

Cuando vio que se aproximaban, sonrió como si los reconociera, les dedicó una reverencia y desapareció por un pasadizo. Regresó al cabo de un momento con una de aquellas tablillas de mármol negro. Como antes, las fichas estaban ordenadas de tal manera que transmitían un mensaje:

Para conocer el paradero de Eltanin, debéis contemplar el Gran Sello.

—Odio los oráculos -gruñó Tahmurath-. Nunca dan una jodida respuesta directa.

—¿Qué quiere decir? -preguntó Ragnar-. ¿Tenemos que buscar ahora la oficina de Correos?

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