Y pese a todo... (3 page)

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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Se calzó unas Gore-tex que habían comenzado a rasgarse por el empeine por culpa de un alambre mal puesto que a punto estuvo de rajarle la espinilla también. Aun así, no pensaba deshacerse de las botas. La nieve no las calaba y mantenían muy bien el calor; además, la suela conservaba el agarre y apenas daba resbalones.

Apagó la luz y abrió la puerta al perro, que cruzó el porche como una bala.

Una ráfaga de viento helado le golpeó la cara. Se levantó la solapa del abrigo al sentir un ligero escalofrío que le recorrió el cuello hasta la parte baja de la espalda. Pese a no tener calefacción dentro de casa, la temperatura fuera del hogar bajaba bastantes grados. «Al menos, los malditos constructores hicieron algo bien con el aislante», pensó.

El perro meaba en la nieve con una pata levantada y mirando curioso hacia todos lados, a un metro escaso del porche. La nieve no le había permitido avanzar más y olfateaba el aire en busca de olores. El hombre se le unió descargando su vejiga. Un chorro de humeante pis derritió un poco de nieve. Intentaba hacer un dibujo, pero lo único que consiguió fue dibujar un Picasso.

Patrick agarró la enorme pala cuadrada y comenzó a retirar la nieve del porche y del caminito de salida, mientras escudriñaba toda su propiedad para intentar detectar posibles daños en la alambrada. Tuvo que volver a entrar en su casa para coger un gorro con orejeras y proseguir con su tarea.

Doggy no paraba de brincar de un lado a otro.

4

Palpó la cama para abrazar a su hija. Cuando un Peter asustado abrió los ojos, Ketty no estaba y su lado de la cama permanecía frío. Se levantó de un respingo y aplastó su frente contra la ventana de la habitación que daba a la calle para ver si la niña estaba fuera, en el jardín. Aún no había comenzado a nevar y la visibilidad era buena. Observó antes de que se empañara el cristal por el vaho de su respiración que la niña no se encontraba allí y se sintió levemente aliviado. Ni siquiera se percató de que Patrick, ajeno a su preocupación, daba paladas en su propiedad.

―¿Ketty? ―preguntó levantando la voz.

Silencio, sólo un zumbido en los oídos. Conocía ese zumbido: era la tensión. Su pulso se aceleró y el estómago se le contrajo.

―¿Ketty? ―repitió aún más alto. Se dirigió con paso rápido hacia las escaleras que conducían a la planta baja de la casa.

―¡Aquí abajo, papi! ―la oyó contestar con tono risueño desde el salón.

Peter se detuvo y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. «Es una buena niña ―se dijo―. Ella no haría ninguna tontería.» Suspiró aliviado y pasó una y otra vez sus ásperas manos por su rostro, por sus ojos. Desde que todo empezara, siempre estaba en tensión. Bastaba con que Ketty se entretuviera cinco minutos en el baño para que él aporreara la puerta violentamente, con el corazón alterado preguntándose si se encontraba bien.

No podía evitarlo. No concebía que hubiera días en los que no se produjera ningún ataque, pero así era. Muchos meses habían transcurrido desde la última vez que los soldados acudieron a Maine para ayudar en las evacuaciones, desde que las alarmas sonaron por última vez para advertir de un ataque aéreo o marítimo o anunciar un toque de queda. Muchos meses desde que había visto a una persona con vida que no fuese su hija, o su vecino.

Jamás creyó que todo cambiase tanto como para llegar a ese punto. Cuando se rumoreaba que Estados Unidos atacaría a Irán, le pareció una broma de mal gusto. El presidente Obama siempre había sido un hombre de paz, no de guerra. Si hasta le habían concedido el Nobel de la paz. Pero al parecer el primer presidente negro de la historia se había visto obligado a declarar la guerra porque los últimos informes del Pentágono afirmaban que Irán había enriquecido uranio en plantas subterráneas secretas y se preparaba para atacar a los Estados Unidos de América y a sus aliados.

Pero aun así, Peter no creyó los rumores hasta que se convirtieron en noticia de primera plana mundial. Todos los canales de televisión anunciaron el inicio de los ataques; los periódicos tardaron el mismo tiempo en hacerse eco de la noticia, y por último, el presidente, en rueda de prensa en la Casa Blanca, informó de que se le declaraba la guerra a Irán, miembro del «eje del mal». Una guerra preventiva… como tantas otras.

Todas las naciones del mundo se quedaron boquiabiertas e incrédulas porque se sabía lo que aquello significaba. Irán tenía aliados poderosos.

Rusia no pudo mantenerse al margen: las presiones de su aliado estratégico Irán provocaron el ultimátum del país. Si Estados Unidos no ponía fin a la guerra de inmediato, Rusia intervendría. El mundo puso el grito en el cielo, ya que tanto la antigua Unión Soviética como Estados Unidos contaban con armamento nuclear. De hecho, Irán tenía ya en su poder dos misiles nucleares proporcionados por Rusia, que le había suministrado los códigos y mecanismos para usarlos. Si Israel, aliado de Estados Unidos, atacaba su país, a Irán no le temblaría el pulso.

Gran Bretaña saltó a la palestra declarando también la guerra a Rusia si entraban en conflicto con su aliado, Estados Unidos. China y Cuba se aliaron a Rusia e Irán… Y así fue como casi todos los países del mundo eligieron bando mientras comenzaban los primeros ataques por parte de Estados Unidos a Teherán.

Los que no intervenían en la guerra mundial, que eran pocos, aprovecharon para declarar guerras civiles. Sobre todo en los países de África, donde se produjeron muchísimas revueltas y conflictos.

El mundo tocaba a su fin.

La Convención de Armas Químicas de Ginebra se fue al garete; tampoco nadie temía ya al Tribunal de La Haya y sus derechos humanos. Pronto se descubrió que una guerra nuclear era demasiado cara para los contendientes, además de destructiva, mientras que las armas químicas podían prepararse en cualquier laboratorio clandestino de cinco por cinco metros con el mínimo coste e idénticos efectos. Por eso se la denominó «la bomba nuclear del pobre». Y aunque se usaron algunas bombas nucleares, la contienda pronto fue conocida como la «guerra biológica».

Sólo que, según los científicos, no pasaría a los anales de la historia jamás, simplemente porque no quedaría nadie para contarla.

La revolución había llegado años atrás con las «armas de diseño» de ADN recombinante. Las nuevas tecnologías permitieron crear nuevos genes programados en microorganismos infecciosos para aumentar así su resistencia a los antibióticos y su virulencia y alargar su permanencia en el medio ambiente, que era el principal escollo que había que salvar.

Todo ello llevó a la creación de nuevas cepas ―llamadas «súper»― de agentes biológicos convencionales como el ántrax, la viruela o la gripe Q, aunque durante la guerra ambos bandos usaron todos los habidos y por haber: virus como los de la encefalitis equina oriental, la enfermedad de Margburg o la fiebre amarilla o bacterias como la del cólera, el muermo, la enfermedad del legionario o la peste pulmonar fueron esparcidos mediante aerosoles, regando miles y miles de kilómetros de superficies pobladas.

Uno de los ataques más graves infligidos al principio de la guerra lo sufrió Nueva York. Un avión enemigo no detectado por los radares y proveniente de Cuba roció parte de la ciudad antes de ser abatido, liberó noventa kilos de esporas de superántrax y provocó la muerte de tres millones de personas.

Pero aquello fue sólo el principio. Durante la guerra todo valía, hasta las más monstruosas armas genéticas o el agroterrorismo, para dejar inservibles los cultivos del enemigo y la ganadería y provocar el hambre…

Los tiempos en que la peste bubónica hacía estragos habían vuelto, sólo que en condiciones más devastadoras para el ser humano.

Peter se lavó la cara con jabón y el agua fría de una palangana. No quería pensar más en aquello.

―Aquellos seres… ―dijo sintiendo un escalofrío al recordar.

Él había sobrevivido, y su hija también, y eso era lo importante en aquellos momentos. Tenía una responsabilidad para con Helen: sacar adelante a Ketty. Aunque la existencia hubiera dejado de tener razón de ser para la humanidad, aunque cada día fuese un suplicio no saber qué demonios había pasado con el resto del mundo, él tenía un deber, y quizá eso era lo único que le mantenía cuerdo.

Bajó al salón en vaqueros abrochándose una camisa a cuadros de franela. Su hija, aún en pijama, jugaba con un par de muñecas rubias como ella pero semidestrozadas y con varios miembros amputados. La levantó en vilo y la besó.

―Cuando te despiertes, me llamas ―regañó dándole un toquecito en la nariz con el dedo―, no bajes sola. Sabes que no me gusta y me preocupo. Y ni se te ocurra salir al jardín sin mí.

Ella no contestó, siguió jugando y dialogando con las muñecas. Peter se dirigió a la cocina. Abrió una alacena y sacó galletas saladas; no quedaban muchas. Habían tenido que prescindir de la leche, pero no de su variante «Leche en polvo Happy Milk, la mejor de todo Maine», así que calentó en la hornilla de gas agua y preparó leche para los dos.

―¡El vecino está en su jardín! ―exclamó la niña a su espalda.

Peter se detuvo un instante, no contestó y siguió preparando el desayuno.

5

Con temperaturas de ―10°C, trabajar se hacía harto dificultoso por la falta de oxígeno. Patrick comentó en cierta ocasión a un amigo que con esas temperaturas sacarte un moco congelado de la nariz te podía rajar la napia en dos. Era tan gracioso como cierto.

Le había costado un par de horas y un ligero tembleque en los brazos dejar el jardín casi limpio de nieve, aunque agradeció el ejercicio físico para conseguir que la sangre circulase por todas las partes de su cuerpo. Estaba seguro de que a lo largo del día volvería a nevar, pero no le importaba. Aquello era un trabajo que debía hacer para cuidarse y también para mantener la casa infranqueable. Le provocaba desazón vivir como si se encontrara en la jaula de un zoológico, pero aquella cerca y aquella alambrada inexpugnables eran lo único que le separaba de algún posible peligro.

Ráfagas de aire helado azotaron su erosionado rostro mientras escudriñaba la alambrada en busca de algún desperfecto. Recordó que la noche anterior le habían despertado ruidos extraños y que con toda probabilidad encontraría algo que le llamara la atención. Algo que le diera una pista sobre la identidad de su visitante nocturno.

Fue el perro el que le orientó con su olfato y unos ladridos. Al final del jardín, junto al muro de metro y medio que daba a la calle,
Doggy
se había detenido y escarbaba con las pezuñas mientras gruñía. Patrick había puesto encima del muro unos postes anclados con hormigón que le permitieron levantar la alambrada casi dos metros más, así que toda la casa quedaba vallada a tres metros y medio de altura; eso sin contar la altura extra del alambre rizado de púas que coronaba el cercado, suficiente para que ninguna alimaña, persona o algo peor pudiera trepar, atravesar o ―debido al grosor del alambre― mucho menos cortar.

Agarró la escopeta que descansaba en el porche y la llave para los candados de la puerta. Ésta, rectangular, negra y alargada, no era muy alta, y se activaba mediante un resorte de muelle. Odiaba las puertas electrónicas, así que mandó cambiar la anterior por ésta, cuando aún había gente que se dedicaba a ese tipo de cosas. También había colocado la alambrada por encima de ella.

Lo que vio fuera lo dejó estupefacto. Habían intentado cavar un túnel para pasar por debajo del muro y acceder a la propiedad. Lógicamente, el suelo de roca metamórfica había hecho imposible la tarea, pero, aun así, observó el enorme agujero practicado entre los trozos de piedra. Sin duda, aquel animal, fuese el que fuese, gozaba de una fuerza colosal. Pensó que habría sido un oso negro con toda probabilidad. Hacía… ¿siglos? que no se veía ninguno por la zona, desde antes de la guerra y no en muchas ocasiones. Pero no descartaba que aún vagasen en busca de comida por los bosques de coníferas que poblaban el ochenta por ciento del estado de Maine y que cercaban Bangor, empujándolo hacia el río. No era extraño que de vez en cuando se adentraran en zonas urbanas alejadas de la ciudad, como aquella urbanización, y que el sheriff Durham y sus chicos tuvieran que hacer acopio de su talento y paciencia para evitar que se colasen en alguna casa o atacaran a alguien antes de que llegase el viejo David Stratham, el veterinario, y lo abatiese con su escopeta de dardos tranquilizantes para sacarlo de la ciudad.

Volvió a tapar aquel agujero empujando con el pie la tierra y los trozos de piedra. Entró en su propiedad, cerró la puerta con los candados, fue al sótano, cogió cemento de un saco de treinta kilos que guardaba allí y lo preparó. Quince minutos después se encontraba de nuevo agachado en el agujero y cubriéndolo todo con la mezcla. Si aquel oso quería volver a retomar la faena donde la había dejado, sin duda se encontraría con una sorpresa poco grata. Mientras volvía a entrar en su feudo, se preguntó qué habría llamado la atención del oso para que quisiese acceder precisamente a su casa y no a otra.

―Nos habrá olido a nosotros, ¿no,
Doggy?
―preguntó―. Yo tendré que dejar de usar Hugo Boss y tú Carolina Herrera for Women.

El husky siberiano giró la cabeza cuando vio que se dirigía a él. Solía hacerlo cuando no entendía lo que su amo quería decirle. Patrick sonrió: le encantaba aquella gracieta, y por eso en muchas ocasiones le preguntaba o hablaba para que el perro la hiciera.

―Bueno, vamos a ir a la ciudad. Hay que hacer aprovisionamiento de muchas cosas, amiguito ―continuó Patrick, hablando en alto y más para sí mismo que para su can.

Después de todo, su voz era la única que escuchaba. A veces, deseaba que
Doggy
fuese el perro protagonista de alguna fábula y que le hablara, aunque lo hiciera para darle una lección. Pero no lo era, y se tenía que conformar con escucharse a sí mismo o escuchar de manera aislada la voz de Peter o la de su hija en la lejanía. Y cuando esto sucedía, Patrick, que acostumbraba a acomodarse en una silla en el porche aunque hiciese frío, cerraba los ojos y se imaginaba sentado en ese mismo porche, en una cálida tarde de verano con el sol anaranjado cayendo en el horizonte, viendo a los niños corretear por la calle principal, montar en sus bicicletas, jugar al béisbol, a la comba o a las canicas o simplemente cambiar, sentados en la acera, cromos de jugadores de béisbol; respirando un aroma mezcla de césped húmedo recién cortado y pastel de carne preparado por alguna vecina y puesto a reposar en el alféizar de alguna ventana.

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