Con el paso de las horas, sólo se oía el monótono ronroneo del motor y algún breve murmullo o gimoteo aislado. Las carreteras, antaño iluminadas, devoraban las luces del autobús, abrazándoles en su negrura. De vez en cuando, él giraba la cabeza para mirar un poco atrás y vislumbrar a lo lejos las luces del autobús que les seguía. Los conductores permanecían separados unos cientos de metros; así, si sufrían un ataque, éste no afectaría a todos.
Peter no quería dormir, aunque habían apagado casi todas las luces interiores y el arrullo del autobús lo amodorraba. A su alrededor todos permanecían ya con los ojos cerrados. El cansancio, los nervios, la tristeza habían podido con ellos. En un momento dado cerró los ojos también él. Al poco, entró en una fase ligera del sueño. Podía oír los ruidos de fondo del transporte, pero ya no estaba allí. Viajaba con Helen por una carretera secundaria de Texas, rodeados de un árido paisaje; ahora escuchaba el ruido amortiguado del motor del Buick 8 y Roger Miller cantaba su Rey de la carretera en la radio mientras Helen asomaba la cabeza por la ventana y dejaba que el pelo se le alborotase.
Ella reía. King of the world, gritaba.
El autobús dio un frenazo. Muchos de ellos chocaron contra los asientos de delante. La gente gritó, asustada. Peter se levantó sin abandonar su asiento, intentando averiguar qué pasaba. Muchos hicieron lo mismo. Estaban en mitad de una curva. Delante de ellos pudo ver un autobús militar parado, y delante de ése, otro.
―¿Qué sucede? ―preguntó Helen alarmada.
La niña se había despertado y lloraba. Comenzaron a oírse más llantos infantiles a lo largo de todo el autobús.
La puerta delantera se abrió y dos militares bajaron junto al ayudante del sheriff. Otros dos intentaban mantener el orden e impedir que alguien bajase del autobús.
―Nada bueno ―contestó Peter resoplando.
Eso era lo bueno de tener un perro como aquél, aparte de la compañía.
Doggy había olido algo, gruñía y tenía erizado el pelo del lomo. Patrick sabía qué significaba aquello. Allí había algo.
―¿Qué es,
Doggy?
¿Es el oso Yogui? ―le interrogó como si el perro pudiera responderle.
Fuese lo que fuese, el perro no avanzó. Los dos permanecían plantados en mitad de la calle. La nevada estaba arreciando, interponiendo su blanco telón entre ellos y la ferretería. El perro se giró hacia la derecha y comenzó a emitir ladridos cortos e intermitentes cuyo sonido era devorado por el rugir más profundo del viento.
Patrick agarró la escopeta con las dos manos, a media altura. Su peso lo reconfortó un poco. Aguzó el oído e intentó vislumbrar a través de la nevada algún movimiento en el Toolsmarket, pero desde aquella posición sólo veía parte del escaparate y la puerta.
Abierta.
Él sabía que aquella puerta siempre había estado cerrada. De hecho traía un juego de ganzúas para poder abrirla.
A su derecha tampoco vio nada. Sólo las paredes, desnudas. Aun así, el can, enloquecido, no dejaba de ladrar hacia allí.
―No veo nada, chucho ―susurró agachándose un poco para mostrar menor flanco.
El perro dio un paso atrás sin dejar de mirar hacia la ferretería. Estaba asustado.
―Es otro oso ―dijo más para sí mismo que para el perro.
Doggy dio otro paso atrás; sus gemidos se convertían después en gruñidos. Patrick nunca le había visto actuar de aquella manera.
El viento arrastró sonidos: parecían murmullos quedos, frutos de una lengua extraña. Provenían de todas partes a la vez y de ninguna en concreto. Giró la cabeza, primero a la derecha y luego a la izquierda. Dio una vuelta en redondo. No veía nada, pero, sin embargo, ahí flotaban los susurros y la certeza de que estaba siendo observado por muchos ojos. La calle Finbon era estrecha; los muros de los edificios de ladrillo visto se alzaban hacia un cielo violentado por nubes negras. Las ramas de los árboles prestaban pleitesía al todopoderoso vendaval y a su séquito de nieve.
Sentía algo, y lo sentía cerca.
Fuese lo que fuese, Patrick estaba seguro de que permanecía al acecho, esperando la oportunidad de atacar. Ya se había convencido de que aquello no era un oso, nunca lo había sido.
De repente el viento cambió y un fétido olor le hizo girarse. Algo se movió en la pared del edificio de su derecha. Cuando miró, ya no había nada, pero sabía que «algo» había estado allí. Era una certeza, no un presentimiento. Sintió también la presencia de algo arriba, a su izquierda, en la azotea de la casa de los Hubbard, junto a su antena. Cuando dirigió la vista hacia allí, sólo pudo ver un remolino de copos y la antena vibrando, quizá por el viento, pero tenía la extraña sensación de que había algo más.
Y aquel olor a muerto en el ambiente no se dispersaba.
―Amigo ―le susurró al perro, que permanecía a su derecha, clavado en posición de ataque―, creo que nos están tendiendo una emboscada.
Algo a su espalda les hizo girarse de golpe. Estaba seguro de haber oído claramente un murmullo no muy lejos de ellos. Cuando miró, sólo vio nieve, nieve por todos lados. El omnipresente infierno blanco de Maine.
El suelo.
Sí, algo se movía en el suelo, a unos diez metros de él. Casi podía divisar un contorno. Algo reptaba hacia ellos a toda prisa haciendo eses. Se detuvo el movimiento y Patrick lo perdió de vista.
La pared.
El perro ladró hacia allí y eso fue el detonante para que todo estallara. Un gruñido a su derecha le hizo escudriñar la pared con mayor atención. Allí estaba, siempre había estado allí, observándole, camuflado. Era un tipo esquelético, enorme y albino. Permanecía pegado a la pared, como una araña, boca abajo, mirándole con unos ojos negros que al parpadear se tornaban naranjas durante unos segundos; estudiándole como el tigre estudia en la sabana a la gacela más débil para lanzarse sobre ella.
Otro gruñido gutural le hizo mirar a su izquierda; los oídos le zumbaban por la tensión, y la adrenalina comenzaba a disparársele. Allí había otro ser albino, en cuclillas, encima de la cornisa de los Hubbard, en la antena. Era enorme y calvo; estaba desnudo, con su miembro colgando fláccido, y le miraba relamiéndose con su puntiaguda lengua unos labios que, de finos, parecían inexistentes.
No se sorprendió al escuchar otro gruñido proveniente de su espalda. Pero no fue lo suficientemente rápido. Cuando se giró, apenas tuvo tiempo de ver cómo otra de aquellas cosas corría hacia él con endiablada velocidad. Le golpeó con los dos pies en el pecho y le hizo volar dos metros hacia atrás a causa del impacto. Hizo garra con la escopeta para no perderla y, por suerte, le salió bien.
Patrick se incorporó un poco, con los codos. El golpe había sido bueno, y el pecho le palpitaba del dolor. Le faltaba la respiración y sólo podía emitir resuellos asmáticos. Quería disparar, pero
Doggy
ladraba hacia todos lados, correteando en círculos, defendiéndole. Las criaturas parecían haber desaparecido, pero Patrick las sentía. Por todos lados. ¿Cuántas habría? ¿Tres? ¿Diez? ¿Cien? ¿Cómo saberlo?
Se levantó y se desprendió de la mochila lo más rápido que pudo, con el arma en alto, apuntando. Se maldijo por no haber llevado una pistola. Para apuntar rápido era mejor arma que una escopeta.
―
Doggy
―llamó, dándose unos golpecitos en la pernera del pantalón.
Cuando el perro se acercó corriendo hasta él, miró de nuevo hacia la ferretería. Allí había otro. Estaba seguro, pero al menos, si pasaba corriendo separado de la puerta, lo vería salir y le podría disparar. A los otros tres los tenía perdidos, aunque no del todo, pues de vez en cuando percibía por el rabillo del ojo algún movimiento o un remolino de nieve que estaba donde no tenía que estar.
No había tiempo que perder.
Corrió.
Doggy,
al verlo, le adelantó, pero no se alejó más de un metro de él. Notó que les seguían. Pero él tenía la vista fija en la puerta del Toolsmarket. Si ese ser salía de allí y él erraba el primer disparo, todo estaría perdido. Se le echaría encima, y con otro impacto como el anterior se podría golpear la cabeza contra una pared o un bloque de nieve dura, y si eso sucedía, perdería por completo la posibilidad de defenderse más.
Porque estaría muerto.
Se encontraban a unos diez metros de la tienda cuando algo le rozó el brazo, haciéndole perder un poco el equilibrio. Giró un poco la cabeza pero no vio nada. Le estaban dando caza, quizá incluso jugando con él. Eso le cabreaba y aterraba a la vez.
En la ferretería no les atacó nada, pero cuando pasó por delante de ella pudo ver cómo aquel albino que parecía estar destrozando la tienda lo miraba y se relamía. Patrick calculó que debía de medir al menos dos metros y se fijó en que poseía un cuerpo delgado aunque fibroso, como un jugador de baloncesto de la NBA.
Doggy corría delante de Patrick, aunque aquella carrera estaba perdida de antemano, y él lo sabía. No podía volver a su casa: estaba demasiado lejos y sus tiempos de atleta habían acabado hacía años. Debía esconderse en algún sitio o, al menos, entrar en algún edificio que le permitiera ver mejor a aquellas criaturas pálidas para poder dispararlas. El color blanco de su piel era un perfecto camuflaje en aquella nevada, pero su anorak naranja de patrulla de salvamento resultaba demasiado llamativo para pasar desapercibido.
Recordó rápidamente haber visto fotos de seres parecidos a aquéllos a través de Internet, antes de que a causa de la guerra fuesen bombardeados los trece servidores más importantes del mundo ―incluidos los de Maryland, Virginia, California y Texas― y dejaran a los países sin conexión a la red. Los telediarios, la radio, habían dado a entender que en aquella guerra no se estaba jugando limpio. Que el enemigo había experimentado con los cadáveres de los mejores soldados estadounidenses hasta hacerlos volver a la vida. Inteligentes en cierto grado, capaces de operar en equipo y con unas condiciones físicas inmejorables para, en teoría, ser algo así como zombis.
Los perfectos soldados universales, sin sentimientos… con hambre.
Algunos científicos rusos decían que a muchos de aquellos seres creados en laboratorios se les había alimentado con carne humana en los fríos bosques de Rusia para después soltarlos en puntos estratégicos del territorio enemigo. Especulaban sobre prisioneros estadounidenses o ingleses que eran perseguidos hasta acabar masacrados por criaturas como aquélla. Sus propios compatriotas.
Pero a Patrick todo aquello le parecía una patraña. Mentiras del enemigo para minar la moral.
Ahora sabía que no.
¿Cómo diablos ha podido llegar el ser humano hasta este punto? ¿Es que la ética que parecíamos poseer en el siglo xxi era un espejismo?, ¿que no se había avanzado nada desde la época en que caminábamos vestidos con pieles y armados con palos y arrastrábamos a nuestras mujeres por el suelo tirándoles del pelo?, se preguntaba mientras corría.
Algo le golpeó la espalda y cayó hacia adelante, de bruces. Se giró rápidamente para intentar defenderse.
Doggy
se lanzó hacia un bulto blanco, a unos metros de él, pero cuando llegó, ya no había nada que atacar. Patrick levantó el arma. Estaba asustado. Jugaban con él, le empujaban, lo tanteaban como un tiburón tantea a una presa extraña antes de atacarla y devorarla.
Se levantó de un impulso y entró jadeando en la calle Stillwater. Delante de él, en el número 268, vio el Acadia. El sanatorio mental de Bangor.
―Presentía que algún día acabaría ahí, muchacho ―comentó en alto mientras echaba a correr hacia el centro psiquiátrico. Sabía que ironizar en aquel momento era importante para mantener su cordura. Siempre había sido así, la ironía era un buen escudo.
Además, perder los nervios en aquel instante le habría llevado a cometer un error. Y un error podría significar su muerte… o algo peor.
Él tenía las llaves del Acadia. Había desmontado la cerradura hacía meses y encontrado una copia de éstas en un cajetín detrás del mostrador principal; luego, había vuelto a montar la cerradura. Acudió allí para coger medicinas. En el Acadia podías encontrar las mejores píldoras para el insomnio y los mejores tranquilizantes, además de a los locos más locos de Estados Unidos.
Cuando llegó, jugueteó con todo el manojo de llaves que portaba hasta que dio con la que era. El perro permanecía a su lado, gruñendo hacia la calle con el culo pegado al cristal de la puerta. No había rastro de aquellos seres. Encontró la llave, abrió y entraron, cerrando la puerta tras ellos. Se apoyó contra una de las paredes del centro, sin perder de vista la entrada principal para recuperar el resuello.
La nevada volvió a arreciar, la tormenta había llegado.
En ese momento pensó en Peter y en la niña. ¿Les estarían atacando a ellos también?
En la planta superior se oyó el ruido de cristales rotos.
Doggy
ladró mirando hacia el pasillo interior. Al fondo estaban los ascensores y las escaleras.
Habían entrado por las ventanas.
Y susurraban.
―¡Que nadie se mueva de sus asientos! ―gritó el militar pelirrojo y pecoso que estaba en mitad del pasillo del autobús.
Se había echado el fusil a la espalda y tenía la pistola desenfundada, pero pegada a él, apuntando al suelo.
Todos murmuraban demasiado alto y, aquí y allá, algunos permanecían de pie en sus asientos, mirando hacia delante. Nicholas volvió a gritar que le dejasen regresar, pero una mirada del militar bastó para hacerle callar. La señora Underwood lo abrazó e intentó tranquilizarlo. El viejo Nicholas lloró echado en su pecho, como si fuese otro crío.
Habían transcurrido un par de minutos y ni los militares ni Mike Renfield habían vuelto para aportar novedades. Peter oyó cómo el autobús que les seguía daba un frenazo a tiempo, gracias a Dios. Estaban en mitad de una curva sin apenas visibilidad, de modo que un choque habría sido bastante plausible.
La gente comenzó a alborotarse. Varios gritaron que tenían derecho a saber qué pasaba y que querían bajar para estirar las piernas o ayudar. Otros lloraban con la cabeza apoyada en los asientos delanteros y no se movían de su sitio. David Stratham, que estaba sentado en uno de los asientos de su derecha, dijo:
―No hay nadie allí.
Peter lo miró con el ceño fruncido.
―¿A qué te refieres, David?
El veterinario levantó la mano y señaló hacia los autobuses de delante. Peter apenas veía entre el gentío que se levantaba y alborotaba.