Y pese a todo... (19 page)

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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

―Hey, tranquila, tranquila,
baby
―la interrumpió Patrick con cierto enfado, aun sabiendo que el humo, de día, podía llamar la atención a mucha distancia―. Está nevando copiosamente; no hay razón para preocuparse, el humo no se verá.

Anne hizo el amago de levantarse del sofá, pero sus brazos no le respondieron y volvió a caer. Entonces comenzó a gemir, juntó sus manos y las contorsionó.

―Nos olerán… vendrán aquí ―aseguró con la mirada perdida y con un tic persistente en el párpado derecho―, os aseguro que vendrán…

Peter se aproximó a su amigo y, arrimándose a su oído, le preguntó si tenía calmantes en casa.

―¿Me lo preguntas en serio? ―le contestó Patrick arqueando una ceja y sonriendo amargamente―. Últimamente he estado más veces en el Acadia de las que me habría gustado. Ahora te traigo lo más fuerte que tenga.

―No, no; no quiero dejarla frita ―sentenció el otro agarrándole del brazo―. Sólo tranquilizarla. Creo que es importante que nos cuente su historia. No me gusta nada el cariz que está tomando todo esto. ¿No has oído lo que dice?

Sthendall lo había oído y estaba tan preocupado como su amigo. Abandonó la sala y subió a la planta de arriba, donde se le oyó hurgar en algunos cajones.

―Aquí estará a salvo, Anne ―aseguró acercándose a Ketty y a la mujer―. Estamos armados ―dijo señalando el armero repleto de pistolas, escopetas y cajas de munición―, y nuestras casas están preparadas; las hemos alambrado y hemos cavado zanjas alrededor para que hagan la función de fosos.

De repente la mujer comenzó a reír como una posesa. Patrick bajó alarmado con un lote de medicamentos.

―¿Preparados? ―preguntó la mujer con ironía―. Cuando lo vean con sus propios ojos ya me dirán si están preparados.

Y sus carcajadas volvieron a oírse por toda la casa. La niña, con miedo, se abrazó a su padre y ocultó su rostro.

Comenzaba a anochecer en Bangor.

30

La pastilla que le dieron surtió efecto un cuarto de hora después de habérsela tomado. Y a pesar de todo, la mujer no dejó de retorcerse los dedos y mirar hacia la calle con preocupación. Ketty se había sentado junto a ella de nuevo y los dos hombres arrimaron sus sillas junto al sofá y la chimenea. Patrick avivó el fuego.

Fuera continuaba nevando.

―¿Se siente mejor? ―preguntó Peter agarrando una de las manos de la mujer.

Anne asintió, con la mirada perdida y los ojos vidriosos. Varias incipientes arrugas se le dibujaron en la comisura de los labios y en la frente. Aquella mujer estaba envejeciendo demasiado pronto. Quizá todos estaban envejeciendo a pasos agigantados en aquel horrible mundo.

―Escuche ―comentó Patrick con timbre afable―, nos sería de mucha ayuda que nos contase lo que le ha ocurrido. Sé que lo ha debido de pasar mal, pero es indispensable que lo sepamos todo para que estemos alerta y preparados. Y tranquila, no hay nada a estas alturas que ya no podamos creer, se lo aseguro. Ahora mismo podría presentarse aquí el fantasma de Marilyn para cantarle a Kennedy el cumpleaños feliz y no guiñaríamos ni siquiera los ojos.

La mujer hizo el amago de sonreír, pero fue sólo un reflejo momentáneo que marcó con más profundidad los surcos que el tiempo y el sufrimiento estaban cavando en su cara.

―No abandonamos Cervero cuando todo el mundo lo hizo porque yo estaba a punto de dar a luz ―empezó con tono sereno. Peter y Patrick se reclinaron sobre la silla con ademán de prestar la máxima atención posible―. Nadie nos quiso ayudar, y eso que mi marido buscó ayuda por todos sitios, en los coches, en los autobuses que se marchaban, a los militares… Los médicos, las enfermeras y las comadronas no quisieron hacerlo. Todos querían abandonar el pueblo cuanto antes, y de hecho fueron los primeros en dejar la localidad. Tenían miedo a nuevos ataques y los militares les aseguraron que eran necesarios en las bases, así que a los que no se marcharon se los llevaron pronto. En Cervero habían caído algunas bombas… igual que aquí en Bangor. Llegaban rumores de que en Portland y en varias ciudades más había sitios seguros. En definitiva, cundió el pánico y todos huían o eran desalojados… pero yo no podía… ―Anne comenzó a toser.

Peter se levantó, cogió un vaso de agua de la mesa y se lo alargó a la mujer, que bebió a tragos cortos y con los ojos humedecidos. Después apoyó el vaso en su rodilla y los miró.

―Yo no podía huir sin poner en peligro la vida de mi pequeño o la mía propia ―continuó―. Mi marido me ayudó durante el parto. Ya no quedaba nadie en Cervero, y él había cogido libros de enfermería de la biblioteca que explicaban paso a paso cómo había que proceder. Cuando llegó el momento del parto, lo pasamos muy mal. Pensamos que todo saldría mal, que el niño moriría… pero no fue así. Robert me asistió lo mejor que pudo; fue un parto natural, sin epidural ―añadió, sonriendo―. Después de dolores terribles, sacó al bebé, le dio un pequeño azote en el culito y el niño rompió a llorar. ¿Saben? En muchas ocasiones durante el embarazo pensé que era mejor que naciese muerto. Supongo que me entenderán ―comentó mirando fijamente a Peter―. Éste no era el mundo en que yo quería que se criase mi hijo… Pero cuando lo vi por primera vez, tuve que cambiar de opinión. Deseaba que viviera, que tuviese una oportunidad, esperanzas. Mi marido me lo pasó y lo abracé, limpiándole la sangre con unos trapos tibios. Los hombres jamás podrán saber lo que se siente por primera vez al abrazar a un hijo, una criaturita que te sacan de las entrañas… Y en aquellos breves momentos fuimos felices, pese a todo.

Anne se detuvo y comenzó a acariciar el cabello de Ketty y a sonreír. En ese momento Patrick pensó en preguntarle por su marido y su hijo, pero desechó la idea. Intuía perfectamente lo que había ocurrido con ellos y la mujer parecía querer desahogarse ahora que había empezado.

―Nos mudamos entonces a una casa de dos plantas con terreno que tenía unas enormes verjas de hierro ―continuó―. Pertenecía a una de las personas más ricas de Cervero, Louis Crawford, el dueño de varias inmobiliarias de la zona que llevan su nombre, supongo que habrán oído hablar de él. ―Los dos hombres asintieron―. Fue lo más seguro y cómodo que encontramos, puesto que también tenía un pozo que nos proporcionaba agua potable con una bomba manual y contaba además con paneles solares, como veo que tienen ustedes aquí.

»Mi marido acudía de vez en cuando al pueblo en busca de comida. Aquello era complicado. La policía no había controlado bien a los saqueadores cuando la guerra se dejó sentir por aquí. Hubo asesinatos, robos, violaciones. Así que tuvieron que venir los militares y poner algo de orden. Aun así, varios meses después de que todos se fueran, conseguir comida era difícil.

En ese momento suspiró. Peter aprovechó para atizar la hoguera; Patrick, para apoyar la espalda, y la niña, para arroparse más con las mantas.

―Y entonces ―prosiguió después de dar otro trago al vaso de agua―, cuando todo iba mal… fue a peor. Mi marido enfermó. No sabíamos qué tenía, pero cada día se sentía más débil y consumido, hasta el punto de que semanas después tuvo que guardar cama y recayó sobre mí la responsabilidad de salir a buscar comida, dejando a nuestro bebé a su cuidado.

Durante las mañanas yo buscaba y rebuscaba en tiendas, centros comerciales y casas particulares en busca de algo que pudiéramos llevarnos a la boca. A veces había suerte y encontraba suministro para varias semanas. En otras ocasiones pasamos hambre. Mi marido se privaba muchas veces de comer para que yo estuviese en mejores condiciones y pudiese alimentar con mi leche al pequeño. Los días en que él no comía por dármelo a mí, su cuerpo se resentía, y su situación empeoraba. Pero él sonreía y jugaba con el bebé para intentar disimular su estado en mi presencia.

―¿No pensaron nunca en venir a Bangor? ―interrumpió Peter―. Aquí la policía controló muy bien a los saqueadores. Actuaron con mano dura, pero consiguieron que no se desvalijara casi nada.

―Sí ―contestó Anne―. Sí que lo pensamos… pero no nos atrevíamos. Ya por aquel entonces yo presentía que no estábamos solos en Cervero. Muchas noches se oían ruidos extraños o me sorprendía atisbando por el rabillo del ojo al sentir presencias allí, pero cuando miraba no había nada. ―Patrick sintió un escalofrío, sabía a qué se refería―. Me daba miedo también ir tan lejos por Robert. A veces perdía la consciencia y yo ya no sentía que el bebé estuviese seguro con él. Mis escapadas entonces se hicieron más cortas. Salía corriendo, buscaba comida y volvía corriendo. Hasta el día en que, de regreso a casa, me encontré con ellos allí …

La mujer se echó a llorar. Ketty la abrazó de nuevo. La niña y Anne habían desarrollado un vínculo especial, y eso les estaba ayudando. Peter temió que todo aquello acabase pasando factura a su hija. Colocó una mano sobre su pequeña espalda y la acarició.

―¿No tenían armas? ―preguntó Patrick extrañado.

―Teníamos ―respondió ella sollozando―, pero yo no sabía usarlas y mi marido ya no podía. De todos modos, no nos habría servido de nada. No contra tantos…

»Déjenme que siga, por favor. Ayer por la mañana salí a buscar algo de comida. Debí presentirlo, debí percatarme de que ya me habían seguido en días anteriores… porque cuando… ―rompió a llorar de nuevo con más fuerza, hipando. Patrick le alcanzó un pañuelo de tela―, cuando volví, ellos habían entrado… Las puertas de la verja estaban destrozadas, combadas y arrojadas a un lado… y ellos estaban dentro.

»¡Esas asquerosas cosas se estaban comiendo a mi marido y a mi hijo! ¡Se estaban repartiendo los trozos como buitres carroñeros! Los había de todas clases y tamaños. Parecían tan humanos e inhumanos a la vez… ¡Vi cómo uno de esos seres blancos se comía la cara de mi bebé y luego me miraba con la boca llena de sangre! Y grité y aullé. Entonces decenas de ojos naranjas y negros se volvieron hacia mí, y huí, enloquecida, tropezando, mirando horrorizada hacia atrás… Pero no me siguieron… no sé por qué, ¡pero ninguno salió tras de mí!

Ketty rompió a llorar ante los gritos de la mujer y su padre la abrazó intentando tranquilizarla. La acurrucó contra su pecho sintiendo el corazón encogido.

―¿Y eso pasó ayer? ―insistió Peter, compungido por la historia de la mujer y preocupado por la seguridad de su hija.

Anne asintió, con las manos tapando sus ojos y meciendo el cuerpo adelante y atrás.

―Vendrán ―dijo―. Sé que vendrán y nos harán lo mismo, lo sé, lo sé… Sí… ahora sé por qué no me siguieron. No lo hicieron porque sabían que me acabarían encontrando, que esto era un juego… Debemos huir… sí, lejos, sí…

―¿Cuántos eran? ―inquirió Peter, nervioso.

―Dentro no sé ―contestó―, quizá unos diez o doce… puede que más…

―¡Papi, tengo miedo! ―gritó Ketty tapándose los oídos para no escuchar más. El recuerdo de aquel hombre albino que casi la mató palpitaba en su mente.

―Creo que ya hemos escuchado suficiente ―sentenció Peter volviendo a dejar a su hija en el sofá. Le echó la manta por encima de las piernas―. Lo demás ya lo sabemos. Vagó hasta llegar aquí, nosotros la encontramos medio muerta y la trajimos a esta casa.

―Deberían haberme dejado morir de frío ―deseó la mujer.

―Ya basta ―repuso Peter―. Si tú no quieres saber nada más, yo me doy por satisfecho, Sthendall ―añadió mirando a su vecino.

Patrick se mostró conforme y ambos se levantaron y apartaron un poco para hablar. Anne se había callado, sólo sollozaba con la mirada perdida, deambulando entre tan horribles recuerdos. Ketty se había arropado con la manta hasta el cuello y permanecía callada. Miraba el fuego absorta y de vez en cuando se secaba alguna lágrima o restregaba los mocos en la manga de su jersey.

―Estamos en peligro, polaco ―susurró Sthendall echando vistazos breves hacia el sofá.

―Lo sé ―confirmó éste suspirando―. ¿Qué podemos hacer?

―Por ahora no separarnos, atrincherarnos aquí y ver qué sucede ―aconsejó Patrick―. ¿O prefieres huir como dice ella?

―Ahora mismo no podría aunque quisiera ―contestó Peter llevándose las manos a la espalda―. Ya has visto que no estoy totalmente recuperado y mi columna se resiente, así que no llegaríamos muy lejos. Salir en medio de esta nevada es imposible, y coger un coche sería una locura, porque no se puede circular. Además, el ruido nos delataría pronto, ¿y adónde podríamos ir? ¿A Portland? No sabemos lo que encontraríamos allí, si es que no hay un jodido agujero tragándose el mundo o escupiendo a esas cosas… Así que pienso como tú… ¿De qué nos serviría huir a lo loco? Pueden estar por todos lados, y al menos aquí podemos atrincherarnos hasta que pase la tormenta.

―Sí. Entonces estamos de acuerdo en eso ―confirmó Sthendall―. Tengo una teoría, verás: quizá desperdigaron a esas cosas por el sur hace tiempo, durante el transcurso de la guerra, y ahora están llegando al norte. Eso explicaría por qué aparecen ahora y no antes. Esas cosas no tienen coches, caminan.

―Lo veo factible ―comentó Peter―. También he pensado que…

Un alarido inhumano en la calle cortó la conversación y les provocó un terrible escalofrío.

Anne y Ketty comenzaron a gritar.

31

―¡Lo dije! ―gritó Anne enloquecida, incorporándose del sofá y arrojándose al suelo―. ¡Dije que vendrían y ya han llegado!

Los dos hombres se precipitaron hacia el ventanal del salón. Patrick agarró su arma y Peter hizo lo propio. Les costó esfuerzo distinguir algo entre la ventisca.

―¡Joder, polaco! ―exclamó Sthendall al cabo de unos instantes―. ¡Tienes una puta gárgola de la catedral de Notre Dame en tu tejado!

Peter miró hacia allí con la respiración contenida y los ojos a punto de salir de sus órbitas. No entendía muy bien cómo Patrick podía esforzarse en hacer comentarios de ese tipo en semejante situación. A su espalda los gritos no cesaban, aunque su cerebro lo procesaba todo como un alboroto sin sentido. El tiempo parecía haberse detenido en aquella fracción de segundo.

―Esas cosas… no… otra vez no… ―musitó.

Junto a uno de aquellos grotescos seres alados se posó otro. Llegó volando, apenas una mancha oscura visible entre las rachas intermitentes de copos. El recién llegado emitió otro alarido que pareció atraer a dos más, que también anclaron sus garras en el tejado de los Staublosky. Permanecieron al acecho.

―¡Mierda, tío! ―exclamó Patrick―. Mira hacia allí.

Peter siguió la dirección que indicaba el dedo de su amigo. A su derecha, en la calle, varios ojos naranjas centellearon debido al reflejo de la luz de la casa. La calle semejaba un bosque repleto de luciérnagas.

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