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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (15 page)

Observó que había otro folio escrito junto a la cama de la niña, en la mesilla. Lo recogió. Era la misma letra abigarrada de Patrick.

«¡Hola de nuevo, vecino!

»Hoy he comprobado que estabas mejor, así que me he ido. La niña se recuperará. Le ocurre lo que hasta hace poco te ocurría a ti, que recupera y pierde la consciencia continuamente. Pero aun así, ya no corre peligro. Seguro que es por el shock, las heridas y el cansancio. Ha tenido fiebre también, quizá a causa de alguna infección provocada por las uñas de aquella cosa, pero le he dado amoxicilina y le ha ido muy bien; lo peor fue al principio. Te dejo todos los medicamentos en el cajón de la mesilla. A partir de ahora, cada doce horas, ponle una inyección intramuscular profunda de 250 gramos de rocephin en los glúteos. Las ampollas también están en el cajón, son las de un gramo. Procura que no se te rompa ninguna, al menos hasta que encontremos más. Bueno, por si no me he explicado bien antes con lo de la inyección intramuscular en los glúteos, te lo digo más llanamente: que le pinches en el culo, para que me entiendas mejor, polaco.

»Pronto estará bien, seguro.

»Patrick.»

Peter soltó la carta, temblando. Arropó a la niña tapándole las heridas, luego la besó de nuevo en la frente y acarició levemente su mejilla con el reverso de sus dedos. Bajó las escaleras. Necesitaba beber, tenía la boca pastosa y un extraño sentimiento comenzaba a apoderarse de él.

Abajo volvió a llorar con más ganas, apoyado en el marco de la puerta. La cocina estaba llena de latas de comida. Las había de todo tipo: de judías, de albóndigas, de garbanzos. La alacena también permanecía completa. Había botellas de agua, gasas, algodón, agua oxigenada…

Bebió atragantándose por el sollozo, preguntándose por qué Patrick había hecho todo aquello por ellos. Sintiéndose la persona más deplorable del planeta por no haber hecho lo mismo por él cuando tuvo la ocasión.

Tambaleante, se dirigió a la puerta. Su vecino estaba en su propiedad, acuclillado junto a la tumba del perro. Intentó llamarlo, pero no tenía voz y tosió. Sólo podía emitir un gorgoteo y chasquidos con su boca y gesticular un poco con las manos, pero hasta eso le dolía.

Patrick lo vio al cabo de unos momentos. Le pareció que Peter estaba pálido, allí, apoyado en la puerta, con esfuerzo.

―Veo que estás mejor, malahierba ―le dijo mientras se daba la vuelta y se dirigía a su casa―. Lo ideal sería que entrases y reposases; así quizá puedas venir a mi próxima fiesta, aunque en esta ocasión te tendrás que conformar con la actuación de Susan Boyle.

―Gra… gra… gracias ―pudo decir Peter, aunque no lo suficientemente alto para que Patrick, que ya estaba cerrando su puerta, le escuchara.

Después, volvió a entrar y se sentó a los pies de la cama de la niña. La observó durante horas, como sólo un padre puede observar a un hijo.

23

Sentado en el sillón de su salón y con una Budweiser fría en la mano, Patrick se hacía la misma pregunta una y otra vez. ¿Le habrías matado si no te hubieses encontrado con aquella escena de golpe? Su respuesta, para su desgracia, era que sí. Y aunque intentaba excusarse de mil maneras diferentes, sabía a ciencia cierta que lo habría hecho.

Si en vez de aquella cosa se hubiese encontrado a Peter en la zanja, probablemente le habría pegado un tiro. Pensar aquello le martirizaba. Él no era un asesino, y sabía que todo había sido producto del alcohol. Beber algo que no fuese cerveza le hacía perder el coco. Y en aquella ocasión lo había perdido bien.

«La culpa es tuya, no pienses que fue el alcohol. El whisky no llega solo a tu boca, alguien tiene que empinar el codo, y ese alguien eres tú, jodido loco.»

¿Se alegraba por lo que les había pasado? Por supuesto que no. Él no era así, jamás lo sería. Era un loco, no una mala persona. Mató a aquella criatura porque de todos modos lo habría hecho. Pero fue ver a Ketty en el suelo y a aquel enorme ser dirigirse hacia ella lo que le incitó a disparar.

Aún podía recordar cómo la borrachera se le esfumó de golpe. Cómo el primer disparo acertó en el vientre del albino y éste se giró, mirándole, como si no le hubiese impactado la bala y no tuviese la mitad de las tripas colgando o cayendo al suelo. El segundo disparo fue más efectivo: le voló el cuello ―aunque estaba apuntándole al pecho―, o parte de él, y la cabeza de aquella criatura cayó de lado, quedando colgada apenas por unas finas hebras de músculo.

Hasta que salió a la calle para auxiliar a Ketty no vio a Peter, destrozado en el suelo, semidesnudo, sanguinolento y con la cara morada. Patrick, horrorizado e hipando, creyó que los dos estaban muertos, pero se equivocó. Ambos respiraban, aunque dificultosamente, y estaban graves. Los trasladó hasta la casa de Peter y allí, en ese mismo momento, comenzó con unas curas que durarían semanas.

Asqueado, tuvo que descuartizar a aquella criatura para poder retirarla de la calle. Pesaba demasiado. La quemó en el mismo descampado en que había quemado a la otra y tuvo que irse porque ésta olía incluso peor. Pensó en que quizá comenzaban a tener un problema: los albinos.

También, durante aquellas semanas, fue varias veces al pueblo, escopeta en mano y con varias pistolas, a buscar comida y medicinas. Aunque no observó nada fuera de lo normal. Pero ya les iba a ser imposible bajar la guardia: aquellas cosas podían estar en cualquier lado, y ya habían comprobado que las gélidas temperaturas no eran problema para ellos.

No se arrepentía de haber hecho lo que hizo por Peter. Al contrario, había sido una forma de compensar, en cierto modo, lo que había hecho mal en el pasado. Por la niña lo habría hecho de todos modos. Todo aquel incidente, como comprobó después, había sido producto del buen corazón y la imprudencia de la pequeña. Por las flores de plástico que quería dejar encima de la tumba de su perro. Aquella niña tan sensible no merecía haberse encontrado con un mundo lleno de sufrimiento y aislamiento o poblado de criaturas así; privada de todas las sensaciones, emociones y juegos de los que habría disfrutado si sus padres no hubiesen emprendido aquella estúpida última guerra.

Dio otro trago a la cerveza, luego la miró y arrojó la lata a un lado sin haber apurado más que la mitad. Ésta se estampó contra la pared y comenzó a derramarse por el suelo.

El perro no estaba allí para lamer los charcos. Ya limpiaría después.

Salió al porche y se sentó en una piedra plana que había colocado junto a la tumba de
Doggy
. Le gustaba sentarse allí, junto a su perro, y hablar hasta que, en el horizonte, se apagaban las últimas ascuas del moribundo sol.

―Amigo mío… ―dijo mirando fijamente el montículo, las violetas de plástico que recogió del suelo―, espero que te estén tratando bien en el cielo canino. Si no, ya sabes… muérdeles en el culo. Ah, y que te den cerveza, que no se les olvide… No me mires con esa cara. Si Dios te dice algo, dile que la pides en nombre de Patrick Sthendall. ―Pareció recapacitar un poco y añadió―: Mejor no, te mandará al infierno, aunque allí tengo cuenta abierta. Bueno, tú sabrás.

No quería llorar; de hecho, él nunca había sido dado a llorar. Así que se levantó y volvió a su casa, abatido, imaginando que su perro seguía sus pasos, dando pequeños brincos, olisqueando el suelo, meando en la nieve o corriendo detrás de alguna rata.

Hacía frío, y aunque había amanecido raso, el cielo se encapotaba por momentos: pronto nevaría. El clima ya les había otorgado una tregua demasiado prolongada para ser invierno. A su espalda, oyó el leve chirriar de la puerta de Peter al abrirse. Luego asomó éste. Sin duda ya se encontraba mejor. Vestía unos vaqueros azules y una chaqueta de pana descolorida y, aunque renqueaba, se le veía con energía.

Peter lo saludó tímidamente con la mano. Él hizo lo mismo y volvió a entrar en su casa. Aunque le habría gustado preguntarle por la niña, se abstuvo de hacerlo. No quería forzar ninguna situación. Era experto en cagarla.

Bajó al sótano y se sentó junto a la radio. Agarró el marco de madera con su flamante cristal impoluto que guardaba la foto del baile de fin de curso del 89 hecha por Billy «el Granos». La depositó de nuevo sobre la mesa murmurando un «no estuve a la altura, Helen. Espero poder compensároslo». Después puso allí las piernas, con mejor aspecto, y agarró el micrófono.

―Alfa, beta, Charly ―dijo apretando el botón y cerrando los ojos―. ¿Me recibe alguien?

La estática le contestó. Aun así, siguió probando durante un par de horas, hasta que, cansado, apagó el aparato y subió a la cocina para comer algo.

Ya arriba, pensó que no era tan mala idea lo de hacer una zanja.

24

Su hija se recuperaba lentamente. A veces su cuerpo subía la fiebre hasta rozar los 40º, quizá para combatir la infección que aquellas garras le habían causado. Cuando esto sucedía, Peter, asustado, le inyectaba cefriaxona o rocephin y se sentaba junto a ella para aplicarle paños de agua fría en la frente y su cuerpecito. Le murmuraba frases de ánimo intentando que sus palabras mostraran el mayor optimismo posible, y al final, con el paso de las semanas, todo salió bien.

Un día ella le preguntó si podía ver un capítulo de Barrio Sésamo. Él tuvo que subir la televisión a la segunda planta. A mitad de las escaleras creyó que lo dejaría caer, porque la espalda le torturaba y los puntos que Peter le había dado amenazaban con abrirse. Con un titánico esfuerzo consiguió subirla, aunque tuvo que pasar el resto de la jornada echado sobre la cama, presa de terribles dolores. Oír a su hija dialogar con los personajes de la serie le recompensó con creces.

Algunas noches, con el viento ululando en la calle, se sentaba en un sillón al borde de la cama y le contaba cuentos a la niña, que se aficionó tan pronto a ellos que cada noche quería escuchar uno nuevo. Peter pensó que Ketty ya tenía edad de aprender a leer y que en cuanto superara aquello se pondría a enseñarle todo lo que pudiera, matemáticas incluidas.

También le contó, no sin cierto nudo en la garganta, que Patrick les había salvado de aquella cosa horrible. Le dijo también que jamás volviese a salir del vallado si no era con él, que ya había visto las consecuencias y que tenían suerte de estar vivos. Ella en esos momentos bajaba la cabeza y gimoteaba.

―Lo siento mucho, papi ―decía entre lágrimas, retorciéndose las manitas y moqueando―. Sólo quería ponerle flores al perrito en su tumba.

―Lo sé, lo sé ―contestaba Peter estremeciéndose y acariciándole el pelo.

Pasó otra semana y Peter le quitó los puntos a su hija, no sin que ésta llorara a lágrima viva y se retorciera como una anguila en el regazo de su padre. Después, ese mismo día, la niña comenzó a andar de nuevo. Recorría la planta de arriba lentamente, con pasos inseguros y agarrándose a los pasamanos o apoyada en las paredes, y, cansada, volvía a su habitación.

―¡Otro cuento! ―pedía sonriendo, ya tapada con las mantas.

A veces le preguntaba a su padre por Patrick. Le decía que si lo veía le diera las gracias por lo que había hecho. Entonces él le contestaba que Patrick había comenzado a cavar otra zanja alrededor de su casa y que ya se las daría ella en persona cuando estuviese mejor. Ella sonrió y le pidió a su padre que la cambiase de habitación para ver si le encontraba limpiando el jardín de nieve o cavando su zanja. Peter no se opuso, pese a que aquello suponía tener que trasladar de nuevo el televisor. Le advirtió también que él se mudaría a la otra habitación porque hasta que no estuviesen mejor no era conveniente que durmieran juntos, puesto que no descansarían bien.

En una ocasión en que hacía buen día y su vecino estaba en la zanja, su padre la dejó que abriese la ventana y lo llamara para saludarlo. Patrick sonrió y le devolvió el saludo con la mano, diciéndole a voces que si era nueva en el barrio y que estaba muy guapa.

―¿Tú vas a seguir haciendo tu zanja, papi? ―le preguntó una tarde mientras miraban ambos un capítulo de Barrio Sésamo que la niña ya se sabía de memoria.

―Bueno, ya has visto que es importante. Así que creo que debería seguir.

―Ahh, sí; tienes razón ―contestó Ketty no del todo convencida.

―Pero tranquila ―dijo Peter agarrándole la manita―, tú permanecerás siempre conmigo cuando esté allí, y además le dedicaré menos horas, ¿de acuerdo?

Ella asintió sonriente y le contó el sueño que tuvo una vez con la cerdita Peggy y con la rana Gustavo, que no hacía más que tropezar y caer con unas cajas que cargaba.

Cuando la niña pudo salir de casa, lo primero que hicieron fue ir a visitar a Patrick. Peter cargaba su escopeta al hombro y antes de salir había observado la calle de arriba abajo durante unos instantes. No vio nada sospechoso, a pesar de lo cual salió con el arma en la mano y no colgada del hombro.

Encontraron a Patrick en la propiedad de su vecino Kurl Stevenson, cavando en su zanja. Llevaba más de la mitad y Peter se admiró de ello en silencio. Su antiguo amigo siempre había tenido más fuerza y resistencia que él. Ya lo demostraba en las competiciones escolares desde muy temprana edad.

―¡Hola, guapa! ―exclamó él al verlos venir.

Patrick salió de la zanja y se acercó al muro que los separaba. Estaba sudando y tenía toda la ropa y parte de la cara manchadas de barro porque no paraba de nevar, aunque con poca fuerza. Su escopeta descansaba apoyada contra el muro, y además Peter comprobó que bajo el anorak naranja que había sobre la pared asomaba una pistolera negra.

―¡Hola! ―contestó la niña, poniéndose colorada como un tomate.

Peter saludó con una leve inclinación de cabeza. Aún le costaba asimilarlo todo. Intentar un acercamiento con Patrick después de tantos años, con lo avergonzado que se sentía por no haberlo ayudado cuando pudo, con ese odio aún latente hacia él por lo que les hizo…

Patrick le devolvió el saludo con otra inclinación. A su mente regresó durante un instante el deseo que había sentido de matarlo y el rencor que aún le guardaba por no haber recibido su ayuda cuando pudo habérsela brindado. Luego desechó a un lado todos sus pensamientos negativos y miró a Ketty, sonriendo.

―¿Y a qué debo el honor de que me visite la princesa Ketty del castillo de Oriente en persona? ―preguntó haciendo una reverencia a la pequeña.

Ésta sonrió, miró a su padre desconcertada y se puso aún más roja.

―He hablado con mi papi y queremos que venga esta noche a cenar a casa… ―anunció tímidamente, con ojos esquivos.

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