Patrick cargó con la mujer a hombros y Ketty, preocupada, le dio la mano e intentó serenar a aquella criatura, que, con los ojos cerrados, no paraba de gemir y golpear sin fuerza la espalda de Sthendall. Peter, con la escopeta a media altura, vigilaba atento a un posible ataque. La presencia de aquella mujer podía no ser la única por los alrededores. Sin duda, la mujer huía de algo, y él suponía perfectamente de qué podía tratarse.
En el ambiente comenzaba a respirarse algo maligno, algo putrefacto.
Decidieron llevarla a casa de Patrick porque en aquellos momentos era la más segura y hasta allí llegaron sin ningún tipo de percance. Entre los dos hombres acercaron un sofá de tres plazas a la chimenea y Sthendall bajó al sótano a por leña mientras Peter corría a su casa a buscar ropa de Helen para así poder quitarle la que llevaba, que estaba mojada. Ketty se quedó con ella, acariciándole el pelo y diciéndole que se pondría buena, que la iban a cuidar muy bien.
Entre los dos hombres desnudaron a la mujer, arrojando a un lado la pesada ropa mojada. La mujer era joven, de entre veinticinco y treinta años. Su vestimenta ocultaba un cuerpo delgado, de costillas y caderas marcadas, aunque bien formado. Los dos amigos no pudieron evitar sentir atracción por aquel maniquí de hermosos pechos. Ni tampoco pudieron apartar la vista de aquel sexo con escaso y oscuro vello. Fueron sólo segundos, pero ambos sintieron la salvaje, primigenia y vergonzosa sensación de querer penetrarla.
Sus miradas se cruzaron, cargadas de culpa, sabiendo que habían pensado en lo mismo.
Le pusieron el pijama de lana que Helen solía usar para dormir en las frías noches de invierno. El pijama que Peter llamaba «el hoy no me toca» porque el hecho de que su mujer se lo pusiera solía significar que esa noche no tendrían sexo.
―Papi ―dijo Ketty―, ¿se pondrá bien?
Peter asintió y con un fuelle intentó avivar las llamas más rápidamente. Su cerebro se encontraba a merced de la marea en la tormenta de sus pensamientos. La presencia de aquella mujer allí suscitaba tantas cuestiones, tantas esperanzas…
―¿Tienes un termómetro? ―le preguntó a Patrick―. Tenemos que controlar su temperatura.
Éste, sin decir nada, rebuscó en los cajones del mueble bar de madera. No encontró lo que buscaba y subió las escaleras hasta la segunda planta. Al momento volvió con uno de color blanco, metido en un cilindro alargado y transparente.
―Y de mercurio, como los de antes ―contestó con un atisbo de sonrisa.
Cuando Peter tomó la temperatura y vio que marcaba 35’5º, comenzó a preocuparse en serio. Aquello no iba nada bien.
―¿Tienes una manta eléctrica? ―preguntó nervioso a Sthendall.
Éste negó con la cabeza y maldijo en alto. Patrick se atusó los cabellos una y otra vez. Cada segundo resultaba tan valioso como peligroso.
―Mierda. En ese caso ―le instó, tras meditar― trae una manta que conserve bien el calor; si es nórdica, mucho mejor.
Su amigo fue a buscarla mientras él empezó a quitarse la ropa hasta que se quedó en calzoncillos. Agarró la manta que le alargó Patrick y se echó junto a la mujer en el sofá, abrazándola y pegando su cara a la de ella.
―Tranquila, se pondrá bien ―le dijo, sintiendo su piel fría y rogando por poder transmitirle el máximo calor corporal posible―. Pronto entrará en calor.
La niña agarró una silla y se sentó junto a ellos con expresión preocupada.
―Papi, ¿se va a morir? ―preguntó a punto de comenzar a llorar.
―No, hija, tranquila. Es sólo que está un poco enferma. No te preocupes ―mintió. Había buscado el pulso a la mujer y no lo había encontrado. Tras esforzarse un poco más, lo detectó: era débil e irregular. Bajo las sábanas, levantó el pijama de la mujer y comenzó a darle friegas por el pecho y la barriga, intentando subirle la temperatura antes de que fuese demasiado tarde.
―¿Qué hago? ―preguntó Patrick con impotencia, consciente de la situación.
―Coge nieve y caliéntala en el fuego, y después echa el agua en botellas de plástico para que las metamos bajo la manta ―contestó Peter sin dejar de aplicar fricciones a la mujer―. También le daremos de beber un poco cuando recupere la consciencia, ¡rápido!
Patrick salió lanzado al jardín. Se percató de que comenzaba a nevar de nuevo, con fuerza. Cogió nieve y al levantarse supo que algo no iba bien. Miró a un lado de la calle y después a otro. No pudo ver nada sospechoso, pero el ambiente estaba enrarecido, lo notaba.
Volvió al interior con cierta desazón.
Media hora después el peligro parecía haber pasado. Los latidos de la mujer se estabilizaron, haciéndose más regulares y fuertes. El calor del cuerpo de Peter y el de la lumbre surtieron efecto en la mujer, que comenzó a perder la palidez y a tiznar sus mejillas de un tenue color rosáceo. Aun así, no dejaron de cambiar el agua de las botellas para mantenerla en calor.
―Ketty ―dijo Patrick al cabo de un rato―, acompáñame a coger leña al sótano.
Peter asintió ante la mirada de su hija. Estaba siendo un día con demasiadas emociones para ella, y salir de allí, aunque sólo fuese un rato, le vendría bien.
La niña siguió a su vecino y bajaron al sótano. Patrick fue a la leñera, pero la niña había visto algo que había llamado poderosamente su atención: una fotografía.
Sthendall se acercó a ella por detrás.
―Somos tu padre, tu madre y yo, de jóvenes.
―¿Ella es mi mami? ―preguntó―. ¿Tú eras amigo de mi mami?
―Sí ―contestó él―. Muy amigos. Ella era muy guapa, y te quería mucho.
―Eso me dice papi. ¿Cuándo volverá ella?
Patrick agarró la foto. Se había metido en terreno pantanoso. Encendió la radio y le dijo:
―¿Has visto lo que tengo?
―¿Qué es?, ¿qué es? ―preguntó ella con nerviosismo.
―Bueno… es un comunicador interespacial.
―¿Y eso para qué sirve? ―dijo ella frunciendo el ceño y arrugando la boca.
―Pues para hablar con gente de cualquier planeta.
―¿Sí? ―preguntó la niña con la boca abierta y los ojos como platos―. ¿Y puedo hablar con Peggy y con la rana Gustavo?
―Claro ―contestó Patrick riendo―. Sólo tienes que pulsar aquí y ellos te oirán.
―A ver… ―dijo la niña pulsando―. Peggy, ¿me escuchas?
Patrick se retiró y comenzó a coger brazadas de leña. Cuando terminó, se acercó a la niña.
―¿Vamos arriba?
―¡No han respondido! ―dijo ella enfadada, cruzando sus pequeños brazos.
―En otra ocasión será, hay que insistir más.
Y los dos subieron juntos. Patrick echó más leña al fuego y Ketty se acercó a la mujer y la miró embobada.
En un momento dado, la mujer despertó, frágil, a pesar de lo cual consiguieron que tragase algo de agua. Después volvió a perder la consciencia, o se durmió profundamente. No tenían modo de averiguarlo.
Peter contempló cómo la niña acariciaba los cabellos a la enferma y, hablándole de manera dulce, parecía velar sus sueños. Se le encogió el corazón: aquella mujer representaba una gran esperanza para todos, pero sobre todo para la niña.
―¿Tienes algo de sopa? ―preguntó a Sthendall mientras se abrochaba la camisa y se la metía por dentro de los pantalones.
―Sí, ahora mismo la preparo ―anunció el otro dirigiéndose a la cocina―. Bueno, como creo que es mejor que permanezcamos todos aquí con ella, prepararé el almuerzo para todos. Estoy seguro de que cuando despierte la última cara que deseará ver será la del tipo que quería hacerle un placaje. ¿Qué opinas?
Peter asintió y volvió junto a su hija y la desconocida. Agarró una de las sillas y se sentó cerca de ellas. Ketty le estaba contando ―a su pueril manera― el cuento de Juan sin miedo.
―Papi, está mejor, ¿a que sí? ―preguntó la niña cuando terminó, levantando la vista y rogándole con los ojos que la contestación fuese positiva.
―Sí, ya te dije que se curaría ―respondió Peter acompañando las palabras con un movimiento de su cabeza―. Además, la estás cuidando muy bien, así que pronto despertará y querrá que le cuentes más cuentos.
Después se levantó de nuevo, revolvió un poco el cabello de Ketty y fue a la cocina, no sin antes tomar la temperatura a la enferma y comprobar satisfactoriamente que había subido un grado. Ya estaba fuera de peligro.
―¿Te dijo algo cuando la alcanzaste? ―le preguntó a Patrick en voz baja.
―No, sólo gritaba y me pedía que por favor la dejase. Estaba en estado de shock.
Peter se apoyó en un mueble de la cocina, mirando el desorden que reinaba en ella pero sin parecer dar importancia al hecho. Después aventuró:
―No parece de por aquí, pero si ha llegado hasta Bangor caminando no debía de estar muy lejos. ¿Qué crees que le habrá ocurrido?
Su amigo lo miró fijamente. En su rostro aún había rastros de preocupación. Se encogió de hombros.
―Nada bueno, por el estado en que se encuentra ―conjeturó―. Supongo que nos lo explicará cuando se recupere. También presupones demasiado. No hay razón para que descartemos la posibilidad de que haya llegado hasta aquí en coche y lo abandonase por cualquier motivo. Pero creo que, de todos modos, huía de algo.
―¿De nuestros amigos? ―ironizó Peter sintiendo a la vez temor.
―No me extrañaría que hubiese más de esas cosas por ahí ―expuso Sthendall agarrando un cucharón de madera para remover la sopa y suspirando con resignación―. Quizá todo el puto mundo esté lleno de esa especie rara de zombis y hayamos dejado de ser la especie predominante para convertirnos en el plato especial de la casa…
―Esa mujer… ha estado a punto de morir ―dijo Peter, estremeciéndose.
―Lo sé. ―Patrick puso una mano en el hombro de su amigo y la apretó con fuerza―. Supongo que la guerra no ha querido olvidarnos del todo. De cualquier manera, lo has hecho muy bien.
―Dios, qué mundo este.
―Creo que en esta ocasión Dios no está en nuestro bando ―concluyó Sthendall.
Peter se dirigió al salón. Apoyado en el marco de la puerta, se volvió y, titubeando, preguntó a Patrick:
―¿Estaremos seguros aquí? Me refiero a que la ciudad parece estar dejando de ser un lugar exento de peligro.
Sthendall llenó otro cazo con agua. La pregunta no podía ser tomada a la ligera, así que respondió después de meditar unos segundos y rebuscar dentro de lo más hondo de su ser.
―¿Lo estaremos fuera? Quién puede saber con seguridad lo que nos encontraremos si cruzamos la carretera que separa Bangor del resto del mundo. Hace mucho que dejamos de recibir información del exterior y las últimas noticias eran pesimistas. Bueno, decir pesimistas es usar un eufemismo demasiado generoso, y tú lo sabes, polaco. Las últimas noticias eran que el mundo se acababa, que los virus y criaturas que habíamos soltado por el planeta habían sido nuestra condena. Pero nadie mejor que tú conoce en carne propia que el peligro está ahí fuera. Bastante suerte hemos tenido durante este último año. Tampoco es que hubiese mucha esperanza, y por eso durante las evacuaciones no me moví de aquí. ¿Puede uno dejar de respirar contando sólo con su propia voluntad? Pues lo mismo ocurre con el peligro que hemos desencadenado: no podemos hacer nada aunque queramos.
―¡Papi! ―le llamó Ketty zarandeándolo por los hombros.
Peter abrió los ojos, asustado.
Habían hecho una comida frugal y él se había apartado a un sillón para echar una cabezada. Y aunque estaba cansado, no pudo pasar de un desesperante estado de duermevela debido a los nervios que le atenazaban desde que habían encontrado a aquella mujer. Por su mente habían pasado todo tipo de conjeturas, cada cual más horrenda que la anterior.
Cuando abrió los ojos, vio a Patrick junto a la mujer. Ésta había despertado y recogido las piernas, y permanecía abrazada a sus rodillas, temblando. Su vecino intentaba calmarla sin lograr su propósito, ya que su tono de su voz era demasiado alto y asustaba a la desconocida.
Peter se levantó y se dirigió hacia ellos intentando no entrar de sopetón en su campo de visión y aparentando la mayor tranquilidad posible. Debían calmar a la mujer, y eso implicaba tratarla con suavidad y dulzura.
―Señora, buenas, señora ―le dijo a falta de otro apelativo mejor cuando estuvo junto a su amigo―. Sólo queremos ayudarla, no somos malos, somos buenos ―aclaró, como si le hablase a un niño.
La mujer le miró a los ojos para después bajar la vista. En ellos había ahora temor, pero no pánico. Sus labios se movieron, pero no pudo hablar, y se limitó a emitir un gemido lastimero.
―¿Cómo se llama? ―preguntó Patrick inclinándose un poco hacia ella y adoptando el mismo tono empleado por su amigo―. Yo soy Patrick Sthendall, éste es Peter Staublosky y esta niña tan guapa se llama Ketty Staublosky. Estamos preocupados por usted; la encontramos medio muerta vagando por ahí ―y estuvo a punto de decir que desarmada, pero se lo calló.
La mujer observaba absorta la candela sin apartar ni un momento la vista de las llamas. De nuevo sus labios se movieron y un débil gemido acompañado de una palabra surgió de ellos.
―¿Cómo? ―preguntó Peter acercándose un poco más a la mujer―. ¿Cómo ha dicho?
La desconocida negó con la cabeza. Ketty se acercó hasta ella y la abrazó. La mujer se la quedó mirando en un principio alarmada, luego enternecida. Comenzó a acariciar la espalda de la niña y sus lágrimas pugnaron por salir. Su rostro se tornó sereno y triste y de él desapareció la crispación.
―Me lla… ―comenzó a decir antes de toser violentamente―, me llamo Anne Goldsmith, y soy de Cervero.
Ambos amigos cruzaron una mirada significativa. Cervero era la población vecina, separada de Bangor sólo por el río Penobscot. No había venido en coche, sino andando. Se podía cruzar por uno de los tres puentes que unían el pueblo a la ciudad. En alguna ocasión habían tramado ir a Cervero para comprobar si había vida o víveres. Pero la misión era arriesgada y decidieron aguardar la llegada del buen tiempo, ya que aún podían permitirse el lujo de esperar.
De repente, Anne apartó bruscamente a la niña a un lado. Su rostro volvió a reflejar una expresión de terror visceral. Miraba a todos lados, pero con mayor fijación hacia el ventanal del salón, por el que se veía caer la nevada.
―¿Hace… hace mucho que prendieron el fuego? ―preguntó adquiriendo con más tesón la posición fetal―. ¿Hace mucho, eh? ¿Eh?
―Hace ya bastantes horas ―expuso Patrick, confuso.
―¡Están locos! ―gritó Anne―. ¡Les atrae, el fuego les atrae! ¡Me siguieron, mataron a mi familia! ¡Nos comerán, sí! ¡Estoy segura, sí, sí! ―continuó atropelladamente―. ¡Vendrán aquí y nos comerán a todos!