Peter estaba disfrutando de aquella situación. Nunca había visto a Ketty actuar de aquella manera y le gustaba. Parecía una buena anfitriona, y, que él recordara, jamás la habían llamado «princesa».
―Os referís sin duda a vuestro castillo ―dijo Patrick enarcando las cejas y señalando con el índice la casa de los Staublosky.
La niña se giró y cuando captó la broma comenzó a reír.
―Sí, sí, a mi castillo ―dijo agarrando la mano de su padre y apretándola con fuerza. Estaba nerviosa.
Patrick pareció meditarlo durante unos segundos y Ketty se temió lo peor.
―Será un placer para mí acudir a vuestra invitación, bella dama. ¿A qué hora debo estar allí?
Ketty se abrazó al muslo de su padre como un marinero borracho a un mástil en una noche de tormenta. Luego le miró a la cara y se encogió de hombros como diciendo «sácame de este apuro».
―Vamos, dile una hora ―la instó Peter sacudiendo un poco la pierna.
―¡Papi, no sé a qué hora! ―protestó ella, enfadada.
Patrick y Peter rieron ante el ofuscamiento de la niña.
―Dile que a las ocho ―le susurró su padre al oído, agachándose dolorosamente.
―¡A las ocho! ―exclamó Ketty, que volvió a esconderse tras la pierna de Peter, asomando sólo sus ojitos para mirar a su vecino.
―¡Allí estaré con mis mejores galas! ―respondió Patrick inclinándose otra vez a modo de reverencia.
Peter sacó de detrás de su pierna a la niña y le dijo que se despidiera. Ella pronunció un «hasta la noche» y salió corriendo hacia la casa agarrando a su padre de la mano y dando tirones.
―¡Vamos, papi, que hay que empezar a prepararlo todo!
―¡Pero si es sólo la una! ―exclamó Peter dando traspiés.
Patrick, riendo, volvió a la zanja y continuó con la tarea.
Impelido por unos nervios que achacaba a la invitación a cenar, intentó afeitarse. Viendo que aquello era demasiado complicado y que acabaría con la cara llena de cortes, optó por rebajarse la barba con una tijera, y aunque el resultado no le satisfizo del todo, pudo reconocer que había quedado mejor que antes.
Llevaba años sin salir a cenar a casa de alguien. Pensó en llevar una de las pocas botellas de vino que guardaba y que había sacado hacía meses de las bodegas del Gino’s, pero después desechó la idea. No iba a ligar con Peter o con la niña, y desde luego no quería acabar la noche borracho y entonando el Oh, Carol!
Se vistió con pantalones de pana color caqui, una camisa blanca y unos zapatos marrones sin estrenar. Todo «comprado» en las tiendas del centro de la ciudad, que siempre le habían parecido tan caras a él y tan baratas a Monica. Encima de la camisa se puso una chaqueta oscura con forro de plumas que no encajaba con el look pijo del resto de su vestimenta.
―¡Estás hecho un pincel, chavalín! ―se dijo mirándose al espejo, peinando su rebelde melena hacia un lado y adoptando varias poses, a cuál más ridícula.
Encendió las luces del porche. Nevaba copiosamente y el frío le caló los huesos. Echó una ojeada alrededor. Nada que le llamase la atención. Volvió a entrar, agarró la linterna y la escopeta y apagó las luces.
―It’s raining men, aleluya! ―cantaba no muy alto, dando brinquitos antes de salir de su propiedad―. It’s raining men, uoooohoooo!
Cuando llegó a la puerta, guardó silencio y quitó el candado. Con el arma a media altura, volvió a controlar con la mirada toda la calle. Carretera arriba, carretera abajo. Nada. Después, echó el cerrojo y puso el enorme candado amarillo. Cruzó la calle corriendo y, situándose en la puerta de Peter, gritó poniendo sus manos a modo de pantalla:
―¡Ding dong!, ¡ding dong!
Su reloj electrónico marcó las ocho en punto con dos «tic tic» y la pantalla se iluminó brevemente. La puerta de su vecino se abrió con su característico rechinar y un cuchillo de luz penetró en el jardín casi hasta donde permanecía él. En la entrada estaban Peter y Ketty. El hombre bajó cojeando levemente las escaleras del porche con la llave ya preparada y le franqueó el paso. La niña aguardó bajo el porche con las manos entrelazadas.
―Espero ser puntual ―dijo Patrick con tono jovial.
―Lo eres ―contestó el otro cerrando de nuevo la puerta con candado.
Peter dio unos brinquitos hasta llegar al porche y volvió a inclinarse ante la niña. Ketty hizo una leve reverencia alzando un poco la faldita negra de su vestido y cruzando un pie detrás de ella, como las damas y señoritas de alta alcurnia hacían antiguamente. Habría resultado gracioso si Peter no hubiera visto las heridas que cicatrizaban en la piel de la niña.
―Mis saludos, princesa ―le dijo recomponiéndose y sonriendo cual galán televisivo.
―Saludos, caballero ―contestó la niña mirando a su padre en busca de aprobación.
Patrick pensó que debían de haber pasado una tarde muy entretenida y que Peter le habría enseñado cómo responderle para quedar bien y quizá alguna que otra sorpresita más.
―Pasa, Sthendall ―dijo Peter intentando que su tono de voz fuese neutro.
―¡Volando! ―dijo éste agarrando a la niña de la manita y entrando con ella―. Veo que estás totalmente recuperada, princesa Ketty. Tienes mucha fuerza en la manita.
La niña rió. No se acostumbraba a ser tratada de alteza y bajo la tenue luz eléctrica volvió a sonrojarse entera, aunque parecía más resuelta que en su encuentro anterior.
―Bueno, me duele la espalda a veces ―dijo tras meditarlo un poco―, pero no como al principio. Papi dice que pronto estaré totalmente bien.
―Y mucha razón tiene ―contestó él inclinándose un poco para ponerse a su altura―. Y ahora dime: ¿Has cocinado tú, princesa?
Ella asintió con ganas, y lo hizo porque le había pasado a su padre un par de latas de judías de la alacena para que las calentase. Peter indicó a su invitado que agarrase uno de los dos sillones orejeros y se sentara junto a la lumbre con la niña mientras él acababa de preparar la cena.
―¿Puedo ayudarte en algo? ―le preguntó Patrick.
Peter contestó desde la cocina. Allí la luz, pálida, iluminaba incluso menos que en el salón. No le quedaba mucha batería a la instalación.
―Creo que ya tienen trabajo para ti ―indicó.
Ketty corría hacia él con un enorme libro, en cuya portada se leía Cuentos infantiles de ayer y hoy y aparecían dibujados los personajes de muchos cuentos populares: Caperucita, Blancanieves, Pinocho, etc. La niña se lo puso encima y Patrick fingió que no podía con él.
―¡Cómo pesa! ―exclamó haciendo como si se limpiase el sudor de la frente.
―¿Cuál es tu favorito? ―le preguntó Ketty con los ojos como platos y una sonrisa de oreja a oreja―. El mío es el de Caperucita roja ―dijo sin dejarle contestar―. Yo quiero ser como ella.
―Pues el mío… el mío es… ¡Juan sin miedo!
La niña arrugó el entrecejo y buscó con la mirada a su padre. Éste se encontraba de espaldas rebuscando algo entre unos cajones.
―No sé cuál es ése ―dijo la pequeña después, encogiéndose de hombros.
Peter salió momentáneamente de la cocina con un par de vasos de vino y le pasó uno a Patrick, que lo agradeció con un gesto. Tras probarlo, se dijo que habría sido mejor traer el que guardaba en su casa.
―A ése todavía no hemos llegado, hija ―dijo Peter después de dar un pequeño sorbo y dejar el vaso encima de la mesa―. Es muy bonito, aunque da un poco de miedo, ya lo verás.
―Ahhh ―dijo la niña con la boca abierta y volviendo a encoger los hombros―. ¡Pues yo quiero que me lo leas!
Patrick y Peter rieron al unísono. La impulsividad de la niña a veces les resultaba encantadora.
―Ahora no es momento, Ketty ―contestó su padre echando unos troncos a la hoguera y removiendo las brasas. Un leve rictus de dolor se dibujó en sus labios―. Patrick ha venido a cenar. Después te leo yo el cuento en la cama cuando nos vayamos a dormir.
―No, si no me importa ―dijo Patrick sintiéndose estúpidamente tímido ante Peter. Aquel hombre que había sido amigo de toda la vida. Aquel con el que las confianzas habían llegado a tal punto que ambos podían lanzar expresiones entre ellos tales como: «Polaco, no veas cómo la chupa tu madre» o «Sthendall, la tuya lo prefiere por el culo».
―Como quieras ―dijo Peter, volviendo a la cocina y haciendo un mohín con el labio―. Luego le tendrás que leer todo el libro ―añadió encogiéndose de hombros.
―¡Sí! ―exclamó Ketty dando un salto y sentándose en el regazo de su invitado―. ¡Empieza, empieza!
Patrick no pudo contener la emoción: llevaba más de un año sin sentir contacto humano alguno. Y aquella niña parecía profesarle un cariño especial aun sin haber cruzado con ella más que unas sonrisas y unas cuantas frases sueltas. Creyó que se le notaría en la voz la emoción, así que carraspeó, hizo como que tosía y comenzó a narrar el cuento ante la mirada expectante de Ketty, que alternaba las expresiones de horror con las de alegría por segundos.
―¡Guauuuu! ―exclamó la niña cuando Patrick concluyó con un «colorín, colorado, este cuento se ha acabado»―. ¡Papi, papi, ése va a pasar a ser mi cuento favorito a partir de ahora! ¡Juan sin miedo, yujuuuu!
De nuevo el salón se llenó de risas ante la mirada extrañada de Ketty, que no entendía por qué los adultos se reían a veces cuando ella decía cosas serias.
―A comer ―anunció Peter cuando la mesa estuvo servida y los platos humeantes desprendían un olor sabroso. Patrick dejó el libro en el sillón y le retiró la silla a la niña para que se sentase, continuando el teatro de caballero galán.
Y los tres, extrañados ante esta nueva situación, se sentaron junto a la lumbre a dar buena cuenta de la parca cena.
Una hora después, la niña dormitaba en el sillón, junto al fuego. Su padre la había arropado con una mantita y la pequeña agarraba entre sus manos el libro de cuentos. Patrick la observaba en silencio, con el corazón en un puño, pensando que nunca había visto nada tan bonito, tan inocente. Nada que le hiciese recordar con tanta certeza que un día hubo un mundo mejor.
―Es preciosa ―le dijo a Peter―. Incluso emana esperanzas.
Él también la contemplaba absorto, dando pequeños sorbos a su copa.
―Me recuerda a su madre ―contestó―. Ha heredado la belleza de ella; de mí, sólo la cabezonería.
Patrick no supo cómo tomarse aquel comentario y se removió incómodo en el asiento. Dio un trago al vino y se reclinó en el sillón.
―Siempre quise pedirte perdón ―dijo reuniendo valor―. Bueno, pediros perdón a los dos. Ella confió en mí y yo os defraudé. Es algo que me corroía por dentro y que me ha impedido tener paz desde entonces. De entre las cagadas más grandes que Patrick Sthendall haya cometido en su vida, ésta sin duda es la peor. Y he cometido muchas cagadas.
Peter se inclinó hacia delante y arrojó más leña al fuego. Luego se llevó la mano a la espalda, allí donde más le dolía el cuerpo.
Allí estaban dos hombres que habían sido grandes amigos y a los que el destino había separado. Dos antiguos amigos con los que el destino había jugado tanto que había convertido sus vidas en cadáveres agujereados por los gusarapos justo al borde del fin del mundo.
―Ahora eso ya no sirve de nada, déjalo.
―Lo sé ―contestó Patrick bajando la cabeza―. De verdad que lo sé. Es sólo que siempre fui un estúpido descabezado, ya me conoces, eh, polaco.
Peter permaneció en silencio, con las llamas reflejándose en sus ojos, mirando más allá de la candela y perdiéndose entre los recuerdos.
―¿Sabes? ―dijo después de unos minutos―. Creo que te odio y te estoy agradecido a partes iguales. Es algo complicado y que jamás habría pedido. En cierto modo me quitaste algo muy importante, pero también me has devuelto otra cosa igual de valiosa, incluso más. Helen jamás volvió a ser la misma después de estar contigo. Algo elemental se quebró entre nosotros, y no me refiero sólo a la confianza. Una mujer, cuando es infiel, no lo es únicamente por sexo. Y aunque me joda decírtelo, no la culpo a ella solamente. Yo tuve gran parte de culpa, prácticamente la arrojé a los brazos de alguien… La pena es que ese alguien fuiste tú.
―Lo siento ―dijo Patrick con toda la sinceridad del mundo.
―Malditas happy bags ―espetó Peter.
―Piensa que gracias a las bolsas reciclables happy bags el mundo será un lugar mejor para vivir el día de mañana ―dijo Patrick recordando el eslogan de su antigua empresa.
Ambos volvieron a reír amargamente en aquella noche de concesiones y confesiones. Después, volvió a instalarse un silencio incómodo entre ellos, roto ocasionalmente por los gemidos de Ketty, que se revolvía en sueños, o el crepitar de las llamas.
―Yo también siento lo de tu perro, debí hacer algo. No sé qué pasa por mi maldita cabeza a veces. Hay prioridades que deben estar por encima de odios y rencillas.
En esta ocasión fue Sthendall quien calló.
―Debí ser mejor persona, dejar a un lado nuestras diferencias ―continuó con voz débil―. Como tú hiciste cuando nos salvaste a mí y a la niña. Ketty no me lo perdonó… Parecía tenerle mucho aprecio a tu perro. ¿Sabes? Ketty lo es todo para mí, y por eso jamás podré pagarte lo que has hecho, aun teniendo presente el pasado.
Patrick asintió. Fuera, el viento rugía embravecido y se colaba por la chimenea avivando el fuego e inclinando las llamas. La nieve, ajena a esta escena entre viejos amigos, arreciaba de nuevo rompiendo la tregua que les había dado.
―¿Crees que podremos empezar de cero?
―No ―contestó Peter con franqueza―. No lo creo, pero quizá no sea tan malo volver a relacionarnos.
Patrick asintió otra vez: no podía esperar otra respuesta, pero levantó su copa y dijo:
―Entonces, por una nueva etapa.
―Por una nueva etapa ―convino Peter con un atisbo de sonrisa en sus labios y la mirada melancólica.
Después, la conversación tomó otros derroteros y hablaron sobre albinos, zanjas, placas solares, baterías y comida. A las tres de la madrugada Patrick dio un beso a la niña en la frente y salió hacia su casa con la escopeta en alto. El frío no le perdonó y el viento, vehemente, levantó las solapas de su chaqueta y se le coló por el cogote provocándole un escalofrío. La nieve le cubrió el pelo y la barba, transformándolo momentáneamente en un consumido Papá Noel. Peter le siguió con la mirada, portando también su escopeta por si era necesario ayudar a Patrick. Cuando éste entró en su propiedad, Peter cerró su puerta y cargó con la niña hasta su habitación.