―¿Cuántos habrá? ―preguntó Peter con voz temblorosa.
―Ahora mismo lo sabremos ―contestó Sthendall alargando su mano y encendiendo los dos potentes focos que había instalado en la fachada de su casa.
―Cielo santo ―dijo Peter, comenzando a temblar y dando un paso atrás.
―Su puta madre ―añadió Patrick apretando su escopeta en un intento de aferrarse a algo que le pareciese real.
La calle estaba repleta de albinos. Los había de todo tipo: gordos, delgados, altos, bajos, fuertes, con pelo, calvos, etc., pero todos exhibían aquel tono macilento y cadavérico. Todos estaban desnudos, a pesar de lo cual parecían no sentir frío. Todos ellos deformados por la voluntad del ser humano. Algunos parecían haber sido heridos, pues les faltaba alguna parte del cuerpo, otros no podían más que arrastrarse, pero en todos ellos se distinguía un rasgo en común: el deseo de devorarles, el ansia flotando en sus ojos.
―¿Cuántos habrá? ―preguntó Peter de nuevo, tragando saliva con esfuerzo.
―No menos de treinta, y eso sin contar a los murciélagos esos.
―¿No te parece que esas cosas…? ―comenzó a decir el otro.
―Sí, sé lo que quieres decir. Parecen zombis salidos de alguna película de Fresnadillo ―cortó Patrick levantando la mano―. Ya lo noté en los otros. Esas cosas parecen de nuestra misma especie sólo que alteradas, como si una reencarnación del Doctor Muerte se hubiese cebado en ellas…
Aquellas criaturas estaban quietas. Miraban hacia ellos, los estudiaban con tal detenimiento que los dos hombres habrían podido jurar que estaban hechas de cera. Pero no era así. Una olisqueó el aire, gruñó algo y todas se movieron a la vez. Parecían gozar de una especie de voluntad colectiva parecida a la de las bandadas de pájaros o los bancos de peces.
Rodeaban la casa.
―¡Papi! ―gritó Ketty a su espalda.
―¡Pero qué…! ―exclamó Peter al girarse y encontrarse de lleno con la situación.
Anne tenía una pistola en la mano y apuntaba a la cabeza de la niña. Usaba a Ketty como escudo. Los tics parecían haber tomado el control de sus facciones y temblaba con el arma en las manos. Dio un paso hacia adelante, empujando a la niña. Miraba a Peter a los ojos, con la sinceridad que a veces aporta la locura.
―¡Déjenme ir! ―gritó escupiendo salivazos―. ¡Yo les advertí que vendrían, que teníamos que irnos, pero no me hicieron caso!
Patrick miró hacia su armero y se maldijo por no haberlo tenido cerrado con llave. La niña estaba ahora en peligro por su culpa.
―No puede salir ―comentó con suavidad―. Está toda la calle repleta de esas cosas. Les harían daño a las dos…
―Suelte a la niña ―suplicó Peter mientras levantaba las manos como si estuviese siendo víctima de un atraco―. Por favor… La está asustando, puede hacerle daño en un descuido… Por favor…
―¡No, no! ―exclamó la mujer―. ¡Ustedes están locos si quieren quedarse aquí! Los he escuchado… Hay que huir… sí, sí… y no dejaré que entierren viva a la niña aquí. Ella se vendrá conmigo ―concluyó, empujando a Ketty hacia la puerta. Apretó el arma contra su cabeza―, y correremos. No nos cogerán esas cosas… ¡Esta vez no fallaré, no sabrán dónde me escondo…!
Los dos hombres se apartaron del camino de la mujer. Ella salió al porche y de repente aquellas criaturas comenzaron a emitir grititos entrecortados y a aullar. Parecía haberles invadido la locura. Unos saltaban, otros se empujaban y algunos babeaban. Una de las gárgolas echó a volar y desapareció en la oscuridad de la noche.
―Han reconocido a su presa ―susurró Patrick a Peter.
La mujer bajó del porche, mirando hacia todos lados. Estaba descalza y el frío de la nieve le hizo dar un respingo. Los dos amigos habían salido detrás de ella, rumiando qué hacer. La niña lloraba, y la sensación de peligro hacía que a Peter le resultase mucho más complicado urdir un plan. Patrick estaba más sereno.
―¡Tráiganme unas zapatillas y la llave de ese puto candado! ―gritó Anne señalando hacia la puerta con la pistola.
Patrick dio unos pasos atrás, volvió dentro y se dirigió al baño. Peter lo maldijo; no sabía qué diablos hacer y la mujer cada vez estaba más cerca de la puerta. Si la abría y cruzaban la pasarela de la zanja, las dos estarían muertas. ¿Pero cómo razonar con una persona enloquecida? Ningún hilo de conducta parecía estar bien dentro de su cabeza.
―Por favor… Anne… Si sale ahí con mi hija, las matarán a las dos ―dijo antes de que Peter llegase―. No me haga pasar a mí por lo que usted está pasando. Aquí están más seguras que ahí fuera… Sólo tiene que girar la cabeza y mirar a los lados…
Los albinos habían callado de golpe. Estaban escuchando, como si fuesen el público de un abarrotado teatro. Pero Peter sabía que se mantenían al acecho y que se moverían todos a la vez, guiados por esa especie de conciencia colectiva, en cuanto cruzasen la puerta.
―¡Ella vendrá conmigo… sí. Es joven, correrá mucho! ―gritó―. ¡Yo la voy a salvar, sí! Tengo una pistola… les mataré si se acercan… Y si usted o su amigo intentan seguirme, la mataré a ella…
―Por favor… se lo ruego… déjela aquí. Si usted quiere salir, hágalo, Anne, pero no se lleve a mi hija, por el amor de Dios.
―¡Cállese! ―espetó la mujer, a punto de perder los nervios―. ¡Cállese, cállese ya de una jodida vez! ¡La niña vendrá conmigo! ¡Yo seré su madre a partir de ahora! ¡Sí! ¿A que sí, niña?
Peter sintió un grado de impotencia como jamás había experimentado. Pensó en lanzarse hacia delante, pero el hecho de imaginar que Anne podía disparar en plena refriega sobre su hija le hizo detenerse. Jamás podría superar aquello, pero tampoco podía permitir que la mujer atravesase la protección de la alambrada.
En ese momento salió Patrick. En una mano llevaba las botas, y en la otra, las llaves. Peter lo miró con odio. Después de todo, aquel tipo sólo quería salvar el culo. Seguía siendo igual de traicionero que siempre. No había arrepentimiento en él, únicamente interés.
―¡Eh, eh! ―gritó Anne a Sthendall―. ¡No se acerque más o la mato! ¡Lance las cosas!
Patrick lo hizo y todo cayó un poco desperdigado pocos pasos por delante de ella.
La mujer se inclinó a coger las llaves en primer lugar. Para eso tuvo que apartar un poco a la niña, que lloraba delante de ella. También tuvo que apartar el arma de la cabeza de la pequeña al agacharse a recoger las botas, que se habían diseminado cada una por un lado.
Patrick aprovechó el momento. De su abrigo sacó una pistola, descerrajó un tiro sobre Anne y le voló la cabeza provocando un momento caótico.
La mujer cayó sobre la niña, bañándola en sangre y sesos, y Ketty gritó y pataleó para intentar infructuosamente apartar a la muerta. Las criaturas comenzaron de nuevo el jolgorio. Parecían sumidas en una especie de placer orgiástico.
Peter corrió hacia su hija, apartó el cadáver de Anne a un lado y tiró de ella hasta que consiguió levantarla. Patrick permanecía quieto, con la mirada perdida y el cañón del arma humeante apuntando hacia abajo.
―¡Estás loco, hijo de puta! ―le gritó su vecino, que inspeccionaba a su hija de arriba abajo en busca de heridas.
En ese momento Patrick miró hacia su lado. Hacia las caras de aquellas criaturas salidas del averno. Sintió un mareo al girarse sobre sí mismo y verlas ahí plantadas, riendo o aullando, conscientes de que una zanja se interponía entre ellas y su comida. Tan inteligentes que no atacaban a lo loco, sino que estarían trazando un plan.
―Vamos dentro ―les instó Patrick, que había sentido la sombra de la locura planear por su mente.
Peter pasó con la niña en brazos por delante de él. Patrick apagó los focos al entrar y la oscuridad vistió de gala a aquellos seres que de inmediato volvieron a callar.
Ni uno de ellos movió un solo músculo.
Patrick cogió la pistola del suelo y tapó el cuerpo de Anne con una sábana sucia. Pensó en bajar el cadáver al sótano, pero desechó la idea. No se arriesgaría a que la niña lo viese entrar con un cadáver a sus espaldas empapado en sangre. Le pareció que ya con lo ocurrido quedaría suficientemente traumatizada de por vida.
Estuvo a punto de vomitar, y su mente no paró de bombardearle con preguntas que ya no podían tener respuesta. No había marcha atrás para lo que había hecho. Una vocecilla fina e hiriente no cesaba de repetirle que al final había seguido fielmente la senda de su padre y se había convertido en un asesino. Otra le acariciaba la cordura diciéndole que lo había hecho por el bien de la niña, no para dar rienda suelta a sus instintos asesinos.
Aquellos monstruos seguían allí. Plantados como árboles, observándolo, siguiendo cada uno de sus movimientos con gula contenida. Patrick se preguntó si no estaría ante los nuevos pobladores de la Tierra. ¿Y por qué no?, se decía. Los dinosaurios dominaron el planeta durante millones de años y nosotros no hace tanto que golpeábamos dos piedras para hacer fuego. Quizá hayamos provocado una evolución espontánea dentro de los laboratorios. O quizá simplemente comiencen a morir cuando su carne y su cerebro se pudran del todo.
Entró en su casa para coger una silla. Peter estaba sentado en el sofá, junto a la chimenea. Tenía en brazos a la niña, que estaba durmiendo. Su vecino lo miró apenas unos instantes y luego volvió a fijar la vista en los pocos rescoldos de la chimenea que quedaban ya.
Patrick, ya con una mecedora vieja, la escopeta y una pistola, volvió fuera. Se sentó en el porche y miró hacia la tumba de su perro. Un bulto apenas discernible entre tanta nieve.
―Me gustaría que estuvieses aquí para morderles el culo a esas jodidas cosas, chucho ―comentó en alto deseando tener una cerveza en sus manos―. Después ya te invitaría a algo.
La visión se le tornó borrosa. Se pasó un dedo por la base de los ojos. Después vio como una de aquellas criaturas voladoras se posaba en el tejado de Peter. Las otras gruñeron casi imperceptiblemente.
―Espero que no hayas ido a buscar refuerzos, maldita zorra ―le dijo.
La nostalgia le invadió sin pleno aviso. Los recuerdos de aquella misma calle sombría antes de la guerra se amontonaban uno tras otro. Las riñas con los vecinos, las barbacoas con ellos, los coches de los niñatos pitando cuando el equipo local de béisbol ganaba un partido ―esto era lo que menos sucedía―, a Peter llamándole a voces para que fuesen todos a pescar o a tomar unas cervezas.
Aquello jamás volvería.
A su izquierda oyó la puerta abrirse. No miró.
―Joder… qué frío hace aquí ―dijo Peter frotándose las manos, mirando entre las sombras.
―Si no me lo llegas a recordar, me habría parecido que estaba en bañador en una playa del Caribe, con un mojito en la mano ―contestó Patrick subiéndose la solapa de su abrigo y recostándose hacia atrás.
Su amigo traía una de las sillas del salón. Se sentó junto a él. Tampoco lo miró.
―Mejor un daiquiri ―comentó―. ¿Por qué has apagado los focos?
―Hay que ahorrar energía, y esos focos requieren mucha potencia. Nos quedaríamos sin luz en media hora a lo sumo ―respondió―. Si oigo cualquier ruido sospechoso, los encenderé y me liaré a tiros. Pero hasta entonces, es mejor que estén apagados.
―Entiendo ―dijo Peter―. Oye… quiero pedirte perdón por lo de antes. Si no lo hubieses hecho, lo más probable es que Ketty estuviese muerta. Muchas gracias y olvida mis palabras; simplemente me asusté y reaccioné como un perro rabioso. Yo no habría sido capaz de hacer nada. La idea de que le pase algo a la niña me aterra y me bloquea.
Patrick se sintió incómodo. Ni él ni Peter estaban acostumbrados a pedir perdón. Mucho menos entre ellos. Aun así, agradeció el gesto.
―No pasa nada ―contestó lacónico.
―¿Te encuentras bien?
―Si me encontrase bien ―dijo Patrick―, es que no sería humano. Así que supongo que prefiero sentirme como una mierda.
―¿Qué hacemos con el cadáver?
―No sé, he preferido dejarlo ahí. La niña no lo verá.
―Qué jodida ironía, ¿eh? ―comentó Peter mirando la sábana, que pronto estaría sepultada completamente bajo la nieve.
Se mantuvieron un rato en silencio, escuchando las ráfagas de viento, portadoras de los sonidos de la noche, los cloqueos y los chasquidos de aquellos seres que estaban más cerca.
―Estoy cagado, tío ―se sinceró Peter encarándose con su amigo―. No creo que se vayan a ir, fíjate en cómo nos miran ―observó después.
―Yo tampoco lo creo. Estoy seguro de que planean algo. Si no fuese porque la zanja se lo impide, ya habrían roto la alambrada. Y si no fuese por la malla de arriba, aquellas gárgolas ya habrían intentado arrancarnos la cabeza también ―comentó señalando al tejado de su vecino―. Muchas gracias por tus ideas, creo que nos están salvando el culo ahora mismo.
Peter asintió y recorrió con la mirada a todas aquellas criaturas.
―Hay demasiadas para liarnos a tiros a lo loco, tendríamos que tener un arsenal. Y siendo nosotros sólo dos, creo que ni así.
―El arsenal lo tengo ―dijo Patrick riendo―. Pero tampoco considero que sea buena idea dispararles. Al menos por ahora.
―¿A qué te refieres?
―A que es mejor que sigamos estudiándolos y valorando posibilidades. Quizá con las luces del día algunos se vayan ―conjeturó Patrick―, quizá se aburran, quizá algunos intenten atacar… Pienso que desde nuestra posición contamos con cierta ventaja a la hora de defendernos de un posible ataque. Esto es como un pequeño castillo. Sólo nos hacen falta unos cocodrilos para el foso… Caerían bastantes antes de tomar este Álamo. Aunque tenemos un problema mayor.
―La comida ―concluyó Peter.
―Exacto ―aseveró Sthendall―. Esta situación no se puede prolongar mucho. Si racionamos la comida, tendremos como máximo para cuatro o cinco días. El agua no me preocupa mucho; siempre tengo reservas en un bidón del sótano, y podemos calentar nieve para disponer de más. Pero si no comemos, nos sentiremos demasiado débiles para hacer cualquier cosa. Debimos ser más previsores cuando nos atacaron los primeros y haber empezado a traer más comida.
―¿No piensas que su plan sea ése? ¿Esperar a que el hambre nos empuje a salir? ―preguntó―. Ellos siempre se podrán turnar para hacer guardia y, mientras tanto, seguir buscando comida por otro lado. Deben de saber que tarde o temprano tendremos que salir o morirnos de hambre.
―No me extrañaría. Y si es así, estamos verdaderamente jodidos.
―¿Crees que son tan inteligentes?