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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (23 page)

―Papi, ¿estás llorando? ―le sobresaltó la pregunta mientras la mano rebuscaba algo junto al suelo.

―Sí, hija. Siempre que llego a esta parte me emociono mucho ―respondió limpiándose las lágrimas―. Pero tú intenta dormir, ¿eh?

―Vale ―contestó la niña bostezando. Le pesaban mucho los párpados y le costaba permanecer despierta. Comenzaba a encontrarse a gusto entre los brazos de su padre.

―Duerme ―dijo después de unos minutos.

Cuando un rato después escuchó los golpes de la puerta de la calle y el ruido en la segunda planta, supo que aquellas cosas ya habían movido ficha y que no les quedaba mucho tiempo.

Peter apoyó el frío cañón de su pistola en la cabeza de su hija.

―Duerme, mi vida.

38

Patrick Sthendall se levantó del suelo y observó a los albinos. Algunos ya se encontraban en la zanja, a punto de entrar en el jardín por la abertura en la alambrada. Cada vez había más.

Después miró la tumba de
Doggy
. Sus ojos se humedecieron.

―Chucho… ―Quiso decir algo más, pero la emoción se lo impidió.

Se dirigió al armero agarrándose el costado. Recogió todo el armamento que quedaba y la munición que pudo y la situó delante de la puerta del sótano, junto a la que ya tenía allí. Sabía que si aquellos seres entraban muy rápido, no tendría ocasión de disparar mucho, pero no se rendiría. Lucharía hasta el último momento, como lo hizo su perro.

Quizá siempre fue un alocado, un estúpido, pero no era de los que se rendían.

Agarró una Budweiser de la nevera, vació un poco en el cuenco del perro y se sentó a esperar.

El primer albino dio un empellón a la puerta cinco minutos después. Los goznes y el marco temblaron, y un trozo de escayola del techo cayó al suelo. Arriba, la vajilla que Peter había puesto a modo de alarma sobre la puerta del baño cayó haciéndose trizas.

―Venid, hijos de puta ―les animó Patrick apuntando hacia la puerta con su rifle más potente.

39

En el momento en que Peter iba a apretar el gatillo, Patrick se le adelantó. La niña dio un brinco y se incorporó. Su padre, con la cara empapada en lágrimas, escondió rápidamente la pequeña pistola.

―¿Ya han llegado, papi? ―preguntó ella.

―¿Quiénes, hija?

―Los hombres ―repuso, con un tono muy natural―, los hombres del comunicador inter… interespecial o algo así, los que decían que aguantásemos, que pronto estarían aquí…

―¿De qué hablas, Ketty? ―preguntó Peter sintiendo cómo el corazón se le encogía en el pecho.

―Papi, de los hombres que hablaban por allí ―dijo ella impaciente, levantándose y agarrando a su padre de la mano.

Lo condujo a la mesa donde descansaba la foto de fin de curso del 89. Allí parpadeaba una luz roja. La radio de policía.

―Quería hablar con Peggy y con Gustavo, y Patrick me dijo que se podría si lo intentaba mucho. Pero me respondieron ellos.

Peter miraba estupefacto la radio. Agarró el micrófono y pulsó el botón para comunicar.

―¿Oiga, oiga? ―dijo―. ¿Hay alguien ahí?

Silencio.

―¿Me escuchan? ―preguntó Peter, desesperado. La niña no podía haberse inventado la historia de los hombres de la radio.

―Aquí Patrulla del Centro de Defensa de Villa Salvación, estamos intentando averiguar las coordenadas de emisión ―contestó una voz varonil que le resultó vagamente conocida.

―¿David? ¿David Stratham? ―preguntó Peter doblemente sorprendido.

―Cielo santo, ¿eres tú, Peter? ¿Pero cómo diablos…? ―Se oyó ruido de fondo, alguien daba órdenes.

―¡Sí, sí, claro que soy yo!, David. Escucha, no puedo hablar mucho, estamos en problemas. ¿Dónde estáis?

―Estamos cruzando el puente de Joshua Chamberlain. ¿Qué ocurre ahí? No entendíamos muy bien a la niña, y nuestro experto en telecomunicaciones estaba intentando averiguar la procedencia de la señal…

―¡Joder, tenéis que venir rápidamente, estamos en casa de Patrick Sthendall! ―exclamó―. ¡Estamos siendo atacados por una jauría de putos zombis o algo así, ya casi no podemos continuar!

―¡Cielo santo! ―repitió de nuevo el veterinario―. ¡Aguantad, pronto estaremos allí, por la santísima trinidad!

Peter, escuchadas estas últimas palabras, dejó caer el micrófono y corrió hacia la puerta del sótano. Cuando llegó al salón, no había rastro de Patrick por ningún lado.

40

Patrick había podido eliminar al gigantesco albino que estaba destrozando la puerta. Se había levantado y había andado renqueante hasta la salida. Asomó el rifle por el hueco de madera astillada que había en la puerta, fruto de los golpes de aquella diabólica criatura.

―Me costó dos de los grandes, hijo de puta ―dijo apretando el gatillo.

Le voló la cabeza. Estaba cerca, no supuso un problema. En el ambiente quedó un extraño olor a pólvora y podrido. Durante unos segundos, sintió arcadas.

Decidió salir al porche: no le gustaba esperar la muerte sentado junto a la puerta del sótano. Al menos eso se dijo, pero también había otra razón: no quería escuchar los disparos de Peter. Enloquecía sólo de imaginar los dos cadáveres con la cabeza reventada, descansando en el frío suelo del sótano.

Vio a varios albinos correteando por la zanja, ayudándose unos a otros a subir hasta la brecha de la alambrada. Descerrajó un disparo sobre el que estaba más cerca de la entrada pero erró y dio en un montículo de tierra mojada. Estaba más débil de lo que creía, y el peso del rifle le extenuaba.

Comenzó a recargar justo en el momento en que uno de esos seres ya había entrado y corría hacia él emitiendo un ensordecedor sonido parecido a un grito de guerra. Patrick ya había recargado, pero fue demasiado lento. El albino le había hecho uno de los mejores placajes que había visto en toda su vida. Mejor incluso de los que hacía él en su época de estudiante. El arma había escapado de sus manos, y ni la veía ni tenía tiempo de buscarla, porque una enorme boca maloliente repleta de afilados dientes se cerraba sobre su garganta, serrándosela.

Tanteando, agarró el machete que tenía enfundado en su cintura. Hizo un titánico esfuerzo porque notaba que las fuerzas le abandonaban. La vista se le llenaba de neblinosas manchas blancas, y sentía el lacerante dolor de su garganta mientras percibía cómo la sangre, tibia, manaba y se deslizaba por su cuello hasta fundirse con la nieve.

Mientras aquel albino le zarandeaba como si de un perro rabioso se tratase, hasta Patrick llegó el olor a podrido que emanaba de él. Como si… como si llevase años muerto y descomponiéndose.

Patrick asestó con todas sus fuerzas un machetazo a la cabeza de su atacante. Éste emitió un estridente chillido. Aprovechando que había despegado sus dientes de la carne, Sthendall empujó con las rodillas hacia atrás y se liberó momentáneamente de él. Intentó levantarse pero no pudo. La sangre manaba a borbotones de su garganta.

El albino se recuperó y, aun con un tajo sangrante en la cabeza, saltó hacia él. En esta ocasión Patrick acertó a cortarle parte del cuello, y la cabeza cayó hacia un lado sujeta aún por los tendones. Cuando cayó encima de Sthendall, ya era un peso muerto.

Miró hacia la zanja: varios de los albinos seguían intentando subir. De nuevo trató de levantarse; apoyó el machete en la madera del porche y lo consiguió.

Su vista se detuvo en la tumba de
Doggy
. De repente ya no quería más que estar junto al perro.

―Amigo… si tengo que… que palmarla, lo haré a tu lado, eso sí, sin una cerveza ―dijo dando un tembloroso paso hacia adelante.

Tropezó y a punto estuvo de caer en las escaleras del porche. Ya no dirigía la mirada hacia la brecha: para él sólo existía la tumba de su perro. Comenzó a verlo todo más oscuro y el vómito pugnó por salir.

Sus pasos se hicieron lentos y dubitativos. Apretaba con fuerza su garganta, intentando no desangrarse. Oía ruido a su alrededor, pero ya no sabía exactamente de dónde provenía. Ni le importaba. El montículo apenas quedaba a dos metros, uno…

Cuando llegó, se dejó caer. Tenía el abrigo empapado de sangre, le faltaba el resuello y se ahogaba por momentos.

Un albino consiguió entrar, y después otro. Ambos corrieron hacia él. Los vio venir, son sus rostros desencajados de furia y sus brazos armados para descargar el golpe letal. En un momento dado, Patrick miró a su derecha. Vio a su amigo Peter en la puerta, bajo el porche. Gritaba algo con gesto asustado y en sus manos tenía el rifle que él había dejado caer unos instantes antes.

―¡Aguanta, vienen a ayudarnos! ―le anunció. Después alzó su arma y comenzó a disparar.

Patrick se levantó con el machete en alto. Lucharía hasta el final, él no era ningún cobarde. Justo en ese momento, el primero de los dos albinos saltó encima de él. Sintió su carne desnuda y muerta chocar contra él, y pese a que apenas tuvo tiempo de reaccionar, consiguió hincarle debajo del mentón el machete, que salió por la parte superior del cráneo de su enemigo.

Cayó inmóvil encima de él.

Sthendall no podía moverse, tenía la cara apoyada en la nieve. Estaba completamente embadurnado de sangre. Sentía cómo la vida se le escapaba con cada bocanada de aire que daba. La presión del cuerpo del albino sobre él no ayudaba a la hora de respirar. A lo lejos oyó disparos, muchos disparos. «La caballería», pensó. Los ojos se le humedecieron; después de todo, al menos Peter y Ketty vivirían para ver un nuevo amanecer.

Casi sin vida y sin fuerzas, apartó el cuerpo podrido de aquel albino que en un pasado había sido un hombre, con una vida y quizá con un perro como él. Se arrastró hasta la tumba de
Doggy,
sintiendo la nieve congelar sus manos y su cara. La nieve, eterna nieve de Bangor.

En la distancia, alguien gritaba su nombre. Peter. Ya no importaba, nada importaba. Había llegado al montículo. Se abrazó a él cerrando los ojos con fuerza y pensando que esa tierra yerta era su perro; que la humedad que sentía en su mejilla era la de la lengua de
Doggy,
que le lamía con cariño.

Dos lágrimas cabalgaron por sus mejillas y una sonrisa se dibujó en sus labios.

41

Peter se levantó de la cama. A través de la única ventana que tenía su pequeña cabaña, los rayos de sol entraban perezosos, luchando por abrirse hueco entre las nubes.

No estaba durmiendo, hacía rato que se había despertado; cuando Patricia, la chica que tanto les estaba ayudando, fue a buscar a la niña para pasear.

Peter necesitaba descansar. Uno de los médicos del campamento le había recomendado guardar reposo hasta que su espalda y la herida de su pierna mejoraran.

Se puso unos vaqueros, una camisa y un abrigo y salió a la puerta.

Dentro de la empalizada, la Villa había comenzado su día de actividad. Varios curiosos lo observaron al pasar. Él los saludó con la mano, sonriendo.

Recordó que cuando llegaron en los Land Rover y vio en aquella llanura la enorme construcción pensó que se había quitado las columnas que sujetaban el mundo de encima. Los muros del sitio a donde les llevaban, hechos de troncos de coníferas, les protegerían de los albinos. Además, la situación era excelente para verlos venir desde las torres vigía; incluso habían conseguido instalar sensores de movimiento por si se camuflaban.

Aquel sitio había sido preparado a conciencia.

La muchedumbre les esperaba en el centro de reunión al aire libre que habían construido en aquel pueblecito de cabañas de madera. El grupo militar, con David Stratham como guía, se había comunicado con ellos por radio para avisarles de que volvían a casa y con más supervivientes y medicinas.

Un tipo vestido de vaquero y que se hacía llamar coronel Green les dijo que en el último censo realizado, que se actualizaba con cada nacimiento o muerte registrados, la población alcanzaba casi los mil habitantes.

Les trataron muy bien, y recibieron asistencia médica y comida en cuanto llegaron.

A decir verdad, habían tenido suerte. En el fuerte se estaban quedando sin medicinas, razón por la cual habían tenido que organizar una expedición fuera para buscarlas. David les había dicho en varias ocasiones que Bangor había aguantado muy bien los saqueos y que debían ir allí. No sabían que hubieran quedado supervivientes después de los ataques a los autobuses.

Les hicieron numerosas preguntas, pero pronto les dejaron descansar hasta el día siguiente, en que retomaron el relato de sus aventuras y desventuras.

La niña había hecho amigos. Peter no recordaba la facilidad con la que los niños hacían amistades. Ketty les presentó a Cindy y a Pindi y permitió que las demás niñas jugasen con ellas. En ocasiones se la veía fuera de lugar, pero sólo durante segundos.

Les explicaron las normas del recinto, incluidos los toques de queda, que a veces se decidían ante el ataque de «los hombres murciélago», como ellos los llamaban. También les dejaron claro que estaba prohibido salir de las cabañas cuando el sol se pusiera. La noche había dejado de pertenecer a los humanos.

Le dieron a elegir un oficio. Allí todo el mundo trabajaba para la comunidad. No había salario, sólo la compensación de quedar provisto de todo lo necesario para vivir sin ningún coste. «Al estilo de antaño», como exclamaba el viejo David encantado.

Peter eligió la carpintería; no se le daba mal y siempre le había llamado la atención el oficio. Y allí constantemente había cabañas que construir o reparar, además de agrandar el fuerte cuando fuese necesario.

El coronel Green les explicó que había varios fuertes repartidos por Estados Unidos, y que todo el mundo estaba comenzando de nuevo. La guerra había acabado, al menos en apariencia.

Peter bajó los peldaños de su cabaña, lo que le provocó un intenso dolor en la herida de la pierna. Comenzó a pasear cojeando por los embarrados senderos que cumplían la función de calles. Vio a las mujeres, junto a un arroyo, lavando la ropa. Las saludó y algunas devolvieron el saludo, sonriendo ruborizadas.

«Hemos vuelto a los años sesenta», pensó.

Siguió caminando y llegó junto a la zona donde se estaban construyendo nuevas cabañas. Echó una mano en lo que pudo, pero lo despacharon pronto. Las órdenes eran no dejarle trabajar hasta que se repusiera del todo, así que siguió con su paseo.

Se detuvo en una especie de pequeño montecito desde el que se divisaba casi todo el poblacho. Vio la empalizada al completo, con sus torres de vigilancia y su pequeño arroyo, que acababa en una especie de piscina artificial donde las mujeres lavaban la ropa. Junto a la piscina estaban los pequeños huertos que algunos hombres y mujeres mayores se encargaban de cuidar.

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