―No creo que sean estúpidos como su físico nos puede hacer creer, aunque tampoco creo que puedan razonar como nosotros. Sin duda su cerebro no puede conservar las mismas funciones que poseía cuando estaban vivos.
El ruido de unos cristales al romperse les hizo dar un respingo. Ketty gritó desde el salón ante el susto y comenzó a llamar a su padre. Pero el ruido no provenía de la primera planta.
―¿Qué ha sido eso? ―preguntó Peter levantándose de un respingo.
―¡Ha sonado arriba! ―exclamó Patrick―. ¡El baño de la segunda planta!
Los albinos de la calle volvieron a prorrumpir de pronto en gritos de alborozo. La noche se convirtió en un maremágnum de risas, aullidos y alaridos.
Quizá no estaban dispuestos a esperar tanto para actuar.
―¿Pero no tiene barrotes la ventana? ―preguntó Peter entrando.
―Sí que tienen, joder. No han podido entrar.
Una oleada de ruidos dentro de la casa vino a contradecirle.
―¡Vamos! ―gritó Patrick.
―¡No, quédate aquí por si intentan algo esos de ahí fuera, subiré yo! ―decidió Peter ya desde el salón y con su escopeta en ristre.
Peter le había dicho a su hija que no se moviera del salón pero que se mantuviese lo más cerca posible de la puerta, y que si bajaba algo que no fuese él, saliese pitando de la casa y buscase a Patrick.
Ketty se quedó allí, temblando, apoyada contra la pared, junto a la puerta.
Después, su padre encaró la escalera de apenas diez peldaños y desapareció de su vista.
«Staublosky ―pensó―, ya sabes lo que dicen: si no buscas tu destino, tu destino vendrá a buscarte a ti. Y quizá tu sino fue morir la noche de los autobuses, junto a Helen y los demás, y lo engañaste; burlaste tu destino y ahora éste viene muy cabreado a saldar cuentas contigo y con tu hija.»
Subía muy lentamente, con la escopeta en ristre, apuntando. Si algo había entrado, tenía que ser uno de esos seres murciélago o gárgolas, como les llamaba Patrick. Así que sus ojos buscaban algún movimiento en la planta de arriba conforme subía uno a uno los peldaños.
Le temblaba todo el cuerpo. Nunca había sido un valiente ―aunque tampoco un cobarde―. Comparó el miedo que le embargaba en aquel momento con el que había sentido de pequeño cuando se coló en la casa de los Handigang.
No tendría más de nueve o diez años y aún se encontraba en la época convulsa de la infancia en que los amigos van y vienen de un día para otro, y más cuando tu familia no es del país. Y entrar allí le iba a suponer granjearse unos cuantos amigos más.
Se decía que la casa de los Handigang estaba encantada, y que un incendio mató a toda la familia, padre, madre y bebé. Dijo en el colegio que iba a entrar en la casa encantada. Lo dijo en broma al principio. Pero Peter se pasó de fanfarrón y cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde.
Un día en el que el sol ya estaba casi poniéndose, se encaramó a una de las ventanas del gran edificio colonial y entró. Sus flamantes amigos se quedaron fuera, esperándole con una mezcla de sorna y admiración, mientras él paseaba la mirada por la habitación en la que se encontraba. El fuego en su día había lamido la pintura, las paredes, las puertas y casi todos los enseres que había allí. Los chicos decían en el pueblo que la casa había ardido en tiempos inmemoriales, pero Peter pensó que aún flotaba en el ambiente un fuerte olor a chamuscado y a moho, por lo que se sintió mareado durante unos instantes. Dio unos pasos. No quería alejarse mucho de la ventana, aunque les había dicho a los otros que iba a pasear por toda la casa. De hecho, tenía pensado salir por el patio trasero, saltar la tapia y darles un buen susto por la retaguardia.
Reconoció, junto a una esquina de la habitación, una cuna volcada y quemada entre la penumbra. Junto a ella, unos trapajos que en su día parecían haber sido sábanas y mantas. Ahora no eran más que telas harapientas y malolientes, testigos mudos de la tragedia.
Y entre los guiñapos le pareció advertir que algo se movía.
Pensó que se trataría de una rata, pero, aun así, el miedo le hizo quedarse clavado y a la expectativa. Cuando creyó escuchar un llanto infantil proveniente del bulto quemado de sábanas y mantas, sintió tal pavor que no se pudo mover. Apreció cada latido de su corazón, escuchó su respiración amplificada, la saliva al ser tragada… y también oyó pasos arriba. Fue justo en ese momento cuando consiguió que el pegamento que había bajo sus pies se disolviese, y entonces corrió hacia la ventana por la que acababa de entrar, se arrojó fuera y cayó al suelo estrepitosamente. Una exitosa visita de treinta segundos. El terror abisal y las risas de aquellos efímeros amigos perdurarían para siempre en su memoria.
Y todavía, subiendo por las escaleras de la casa de Patrick, podía decirse que aquel día le traicionaron los sentidos y fue víctima del miedo. Estaba seguro de que era una rata lo que había entre las sábanas quemadas y que los pasos de arriba no eran más que uno de aquellos ruidos habituales que se escuchan en una casa con entretechos de madera y que son producto del calor y el frío.
Pero lo que ahora mismo se aproximaba a cada paso que él daba sí era real.
Él los había visto, sabía la fuerza y la rapidez que esas cosas tenían. También sabía que aquellas cosas aladas mataban. No eran meros fantasmas de una casa encantada que se podían contentar con dar un susto a los inconscientes niños que hasta allí se acercaran, sino que le sacarían las tripas y se las comerían cuando él aún conservara un hálito de vida y lo pudiese ver.
Esos seres sí daban terror, pero terror del verdadero.
Al menos, entre tanto miedo, se consoló con algo. Dentro de la casa no podían volar. Y no creía que sus patas estuviesen muy preparadas para correr por habitaciones o pasillos.
Llegó al último escalón y se detuvo un instante. Aguzó el oído para intentar situar mentalmente a aquel ser. No escuchó nada y se animó a seguir. La escopeta temblaba en sus manos. Los pasos que daba sobre la moqueta le parecía que hacían más ruido que la banda municipal de Bangor en el Festival Popular Nacional a orillas del Penobscot.
A su izquierda estaban las habitaciones. La más próxima era el baño, desde donde se escuchaba el silbido del viento al penetrar en la casa; después estaban los dos dormitorios, presididos por un sepulcral silencio. Aguardó un momento, quieto, en silencio. Nada. Contó hasta tres. Con un movimiento hábil, se situó en mitad de la puerta del estrecho baño apuntando con la escopeta. Allí no había nada, sólo una cortina blancoamarillenta mecida por el aire y cristales rotos sobre el suelo y dentro de la bañera. Se asomó al agujero negro que hacía ahora las veces de ventana, aunque sin dejar de echar vistazos rápidos en todas direcciones. No quería que le atacasen por la retaguardia. Cuando estuvo junto al hueco de la ventana, se asomó y vio algo que lo dejó completamente estupefacto: los barrotes de la ventana yacían en la propiedad del vecino de Patrick. Aquellas criaturas aladas habían atado una cuerda a ellos y los albinos congregados abajo habían tirado hasta que habían conseguido arrancarlos de la pared.
―¡Dios mío! ―exclamó Peter en voz baja.
Ahora era plenamente consciente de la inteligencia que aquellos seres habían llegado a desarrollar. Y no le gustaba nada.
Abandonó el baño pensando en que cuando registrase las otras dos habitaciones tendría que volver allí ―si vivía― para intentar tapar con el mueble toallero el hueco dejado en la pared y quizá poner algo que obstruyese la puerta del baño para más seguridad.
De nuevo en el pasillo, maldijo el ruido de sus pisadas sobre la sucia moqueta, e incluso pensó que el sonido que producía al tragar saliva podía oírse en cien metros a la redonda.
Llegó a la puerta de la siguiente habitación. Estaba un poco entornada. Primero miró asomando un poco la cabeza y, al no detectar movimiento alguno, empujó la puerta con el cañón del arma. Entró despacio, con las primeras gotas de sudor frío recorriéndole la frente y amenazando con dirigirse a sus ojos. Tenía la respiración agitada.
Allí tampoco había nada. Patrick usaba aquella habitación como almacén y debía de llevar una eternidad sin subir allí porque el polvo y la suciedad se habían enseñoreado de aquel sitio. Además, había cajas vacías, otras llenas de papeles, una bola de jugar a los bolos, mantas en una esquina, un armario desvencijado, un par de cuadros avejentados, etc.
Cuando volvió a salir al pasillo, pensó que estaba al límite del miedo que podía soportar sin bajar corriendo y gritando al salón. En ese momento no se sentía muy lejos de ser víctima de un ataque de pánico similar al que había padecido Anne; ya rozaba el borde de aquella locura, podía sentirlo.
Pero tenía que mantenerse dentro de los márgenes de la cordura por Ketty. Le debía tantas cosas a su hija que cada segundo de sufrimiento que la niña soportaba suponía un martirio para él.
Agradeció con sinceridad absoluta que la puerta estuviese abierta. Sin necesidad de entrar, comprendió que aquella habitación era el dormitorio de Peter. Allí el mobiliario era escaso: una cama de matrimonio, un armario, una mesita de noche, un par de sillas…, y a la izquierda de Peter, en el ángulo muerto que no podía ver, se encontraba aquel ser.
No lo atacó, y desde su posición le escuchó farfullar algo. Peter cargó el peso de su cuerpo sobre el pie izquierdo para intentar asomarse por el ángulo muerto. Vio unas alas negras y membranosas y parte de la espalda oscura y peluda de aquel monstruo. Al parecer, hurgaba en algunos cajones de otro mueble y arrojaba su contenido ―principalmente ropa de verano― hacia atrás, por encima de él, hasta el suelo, justo a los pies de la cama de su amigo.
Peter comenzó a apuntar con su arma, lentamente, aguantando la respiración. Apoyó su mejilla con suavidad en las frías cachas de la escopeta, guiñó su ojo derecho, su dedo presionó levemente el gatillo y se oyó un disparo.
Un disparo que no había salido de su escopeta, sino de algún lugar del porche.
Tanto la criatura como él dieron un respingo. Y aquella cosa lo vio. Sus ojos negros como el azabache y profundos como el universo se posaron en él. Entonces emitió un gritito entrecortado que le destrozó los tímpanos y se lanzó contra su presa.
Peter no tuvo tiempo de volver a apuntar, el arma quedó presa entre su cuerpo y el de aquella gárgola de carne que había saltado sobre él. Las garras de la criatura se aferraron a sus brazos y sintió cómo la piel de éstos se rasgaba al hundirle sus uñas. La fuerza de aquellas garras contra sus músculos le impedía disparar, y de todos modos no habría podido hacerlo porque en aquellos momentos no sabía ni siquiera dónde apuntaba la escopeta. En la trifulca cayó hacia atrás, y la criatura lo hizo encima de él, mostrando sus afiladas filas de dientecillos y sus ojos cargados de ira. Intentaba morderle el cuello, arrancarle la cabeza.
Peter soltó el arma encima de su barriga; tenía que apartar a su atacante y le hacían falta las dos manos. Con una fuerza de la que nunca se creyó capaz, apartó los brazos de aquel ser a un lado y le asestó un puñetazo en la cabeza. El golpe le dolió, y el cuerpo de la criatura incluso se ladeó un poco, pero aquella cosa parecía estar hecha de una especie de goma pestilente.
Con más furia que antes, aquel ser volvió al ataque. Peter pudo sujetar sus garras cuando se dirigían a su yugular. El miedo había dotado a sus reflejos de una rapidez inusitada. Intentó flexionarse y enroscó con su pierna derecha el fino cuello de la criatura. Ésta le mordió y Peter supo que había perdido un trozo de carne. Aun así, hizo palanca y empujó a la gárgola hacia atrás, arrojándola a un metro más o menos. Suficiente.
Agarró la escopeta y disparó sin apuntar apenas. El brazo izquierdo de aquel ser desapareció a la altura del codo. La sangre oscura y ponzoñosa de su herida cayó a borbotones al suelo. Aquella criatura gritó y se agarró lo que le quedaba de brazo. Parecía incrédula. Peter aprovechó el momento de incertidumbre y descerrajó su última oportunidad contra el pecho de aquel murciélago humano, que cayó al suelo presa de convulsiones y envuelto en humo y sangre.
Peter se arrastró por el suelo y comprobó que la gárgola estaba muerta. Después, se hizo un torniquete en la herida con una de las camisetas de Sthendall que había tiradas por el suelo. Aquello no tenía buena pinta y le dolía a rabiar, pero pensó que no era momento de quejarse. Cojeando, se dirigió al baño. Tenía que tapar rápidamente el agujero de la ventana y bajar a la primera planta.
Patrick, abajo, disparó de nuevo.
Patrick tenía claro que aquellos seres estaban intentando tomar la casa y que no esperarían para dejarles presenciar el resplandor de un nuevo amanecer.
Si alguna vez aquellos no muertos habían tenido un plan preconcebido para forzarles a salir acuciados por el hambre, lo habían desechado repentinamente. Ahora querían usar simplemente su superioridad numérica.
Cuando Peter desapareció del porche, ellos dieron un paso adelante. Uno pequeño, apenas perceptible. En pocos segundos dieron otro, aproximándose a la zanja. Patrick entonces apuntó a uno delgaducho que parecía más adelantado y que daba la impresión de que le sonreía. Entonces todos los demás dieron un paso menos ése. Sthendall se sintió desconcertado. Apuntó a uno enorme, musculoso. Todo el grupo avanzó un paso menos aquel al que tenía encañonado.
Jugaban con él.
―Hijos de puta ―masculló.
Cuando todos volvieron a dar otro paso, había pasado casi un minuto. Disparó su escopeta contra el musculoso. No iba a dejar que jugaran con él. No con Patrick Sthendall. Era un buen tirador y llevaba rato apuntándole a la cabeza. El cuerpo sin vida y decapitado de aquel ser cayó sobre la nieve sin hacer apenas ruido.
―No con Patrick Sthendall ―dijo. Después escupió al suelo―. Siempre quise hacer eso, joder.
Los albinos ni miraron el cuerpo del caído, pero se mantuvieron quietos.
Mirándolo fijamente.
Arriba, en la segunda planta, escuchó alboroto. Deseó que Patrick estuviese bien. Segundos después escuchó la detonación de un arma y aquellos seres de abajo dejaron de sonreír.
La puerta a su lado se abrió y Ketty corrió a abrazarse a su pantorrilla. Él, sorprendido, bajó el arma durante unos instantes y la agarró con un brazo.
―¡Ketty! ―dijo al momento, enfadado―. ¿Qué haces aquí? ¡Esto es peligroso!
La respuesta fue sepultada bajo decenas de gritos. Aquellas criaturas comenzaron a saltar a la zanja o a coger impulso para engancharse directamente en la alambrada con dedos destrozados y putrefactos. Sabían que en esos momentos los sitiados eran más vulnerables puesto que les faltaba un tirador y la niña les había hecho bajar la guardia.