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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (66 page)

Frank miró con cierta consideración al teniente Gavin. Si aquello eran simples nociones, resultaba imposible imaginar cuánto sabría sobre los temas que realmente dominaba.

Abrió los brazos en gesto conciliador.

—Pues bien. Estamos aquí para resolver un problema. A veces las soluciones se encuentran a fuerza de decir tonterías. Ahora diré la mía. Teniente, ¿qué probabilidades tenemos de abrirlo con explosivos?

Gavin se encogió de hombros, con la expresión desolada del que solo puede dar malas noticias.

—Mmmm... podría ser. No soy experto en explosivos, pero, siguiendo la lógica, un refugio así se construye para poder resistir las consecuencias de una explosión atómica. Creo que haría falta una buena carga para abrirlo. Sin embargo, tengamos presente, y esto nos beneficia, que se trata de una construcción hecha hace más de treinta años, por lo que no tendrá el alto grado de eficacia de instalaciones mucho más recientes. Yo diría que, a falta de una alternativa mejor, este me parece el camino más aceptable.

—Si optamos por los explosivos, ¿cuánto tiempo necesitaremos para poder hacerlo?

Esta vez la mueca del teniente fue positiva.

—No mucho. En el cuartel tenemos un artificiero, el brigadier Gachot. Si le pido que venga enseguida con su equipo, solo tardará el tiempo necesario para llegar hasta aquí con el C4 o algo semejante.

—Bien. Entonces procedamos —confirmó Frank.

Gavin se dirigió a uno de sus hombres:

—Llama al cuartel y comunícate con Gachot. Explícale la situación y dale las coordenadas del lugar. Lo quiero aquí dentro de quince minutos como máximo.

El policía se alejó a la carrera sin responder con el seco «sí, señor» que esperaba Frank después de haberle oído hablar en tan perfecto tono marcial.

Frank miró uno a uno a los hombres que se hallaban ante él.

—¿Otras ideas?

Esperó una seña que no llegó. Decidió resolver las dudas que quedaran.

—Pues bien, las cosas están de este modo: nuestro hombre, si se encuentra allí, no puede escapar. Hipótesis tenemos a montones. Antes que nada, hallemos ese maldito refugio, y después decidiremos qué camino seguir. Andando.

El paso de las conjeturas a la acción transportó a los hombres de la unidad de intervención a un terreno mucho más familiar. Quitaron los sellos a la verja y, en cuanto la abrieron, bajaron a la carrera por la rampa que conducía al patio y el garaje. En pocos instantes ocuparon la casa según un esquema que formaba parte de su entrenamiento.

Eran silenciosos, rápidos, peligrosos.

Apenas una semana atrás, Frank habría desdeñado la presencia de todos aquellos hombres; lo hubiera considerado un ridículo exceso de prudencia. Después de diez muertes, no tenía más remedio que pensar que tales precauciones no eran en absoluto exageradas en vista de la trascendencia de su tarea.

El policía que había mencionado el lavadero donde tal vez se hallara el acceso al bunker los precedió a través del patio. Levantó la persiana metálica y entraron en el garaje vacío. La luz invadió la habitación, de paredes blancas. A la derecha, colgada en un soporte fijado al muro, había una bicicleta de montaña, y en un rincón, un porta esquís hecho adrede para el modelo de coche de Jean-Loup. Al lado, un par de esquís y sus bastones, sujetos con una goma elástica. Nadie hizo comentarios sobre la inclinación al deporte del dueño de la casa. Sabían que en la planta de arriba había también una habitación equipada como un pequeño gimnasio. A la luz de los hechos, el hombre había demostrado ampliamente que todo el tiempo empleado en la práctica del ejercicio físico no había sido en vano.

Por la puerta del fondo del garaje accedieron a un pasillo que doblaba en ángulo recto hacia la derecha. Frente a ellos, la puerta abierta de un pequeño cuarto de baño. Se dispusieron en fila india. El agente de la fuerza especial iba delante con el M-16 apuntado al frente.

Frank, Gavin y el inspector Morelli empuñaban sus pistolas, apuntadas hacia arriba. Cerraba la fila Roberts, con ese andar suyo, como el de un gato que no quiere ensuciarse las patas; de momento no había sacado su arma, pero se había desabrochado la chaqueta para poder cogerla en caso de necesidad.

Llegaron a una habitación destinada a diversas funciones. Parecía el reino de la mujer de la limpieza: había una lavadora y una secadora y todo lo necesario para planchar. A la izquierda, del lado opuesto, un gran armario lacado de blanco ocupaba toda la pared. En el rincón junto a la puerta de entrada, una escalera llevaba a la planta superior. Otro de los hombres, que venía del piso superior, la estaba bajando justo en ese momento.

Junto a la pared opuesta a la puerta de acceso había un mueble de madera con anaqueles.

—Debe de ser ese —observó el agente en voz baja, señalándolo con el cañón del fusil.

Frank asintió en silencio y apartó la pistola. Se acercó al mueble. Comenzó a examinar con atención la parte derecha, mientras Morelli hacía lo mismo del otro lado.

Gavin y sus dos hombres permanecieron delante de ellos, armas en mano, como si de detrás de aquel mueble pudiera surgir un peligro de un momento a otro. Ahora también Roberts empuñó una gran Beretta, que en sus manos flacas parecía todavía más grande y amenazadora.

Frank asió un estante e intentó desplazar la estantería hacia él; luego probó a empujarlo a un lado. No sucedió nada. Deslizó las manos por la madera de la pared lateral y no encontró nada. Levantó la cabeza para mirar hacia lo alto de la estantería, que era unos treinta centímetros más alta que él. Miró alrededor, cogió una silla de metal con asiento de fórmica que estaba colgada en la pared de al lado y la arrastró cerca del mueble. Subió y pudo atisbar el estante superior. Enseguida observó que en la madera, de su lado, no había ni una pizca de polvo. A continuación vio, cerca del ángulo, en una ranura en la madera, una pequeña palanca metálica que parecía pasar por una bisagra. El mecanismo de deslizamiento estaba bien engrasado, sin huellas de óxido. Daba la impresión de hallarse en perfecto estado.

—¡Lo encontramos! —exclamó Frank.

Morelli se giró para mirarlo. Vio que durante unos instantes estudiaba con atención algo que él no veía sobre la superficie del mueble.

—Claude, ¿ves alguna bisagra de tu lado?

—No. Si las hay, las disimula el mueble.

Frank miró el suelo. En las baldosas del suelo no había señales de deslizamiento. Debía de abrirse de atrás hacia delante. Si el mueble se deslizaba en forma lateral, le haría caer de la silla. Pensó en Nicolás Hulot y en las otras víctimas de Ninguno, y decidió que era un riesgo insignificante en comparación con lo que les había sucedido a ellos. Se dirigió a los hombres que permanecían de pie delante del mueble con las pistolas apuntadas.

—Manténganse alerta. Voy a abrir.

Los hombres tomaron posición, las piernas abiertas y un poco flexionadas, la pistola empuñada a dos manos, apuntada hacia la estantería. Frank empujó la palanca hasta el fondo. Se oyó un chasquido seco y el mueble se abrió como una puerta hacia el exterior; se deslizó silenciosamente sobre los quicios bien engrasados.

Ante los ojos de todos apareció una pesada puerta enteramente de metal, encastrada en un muro de cemento que quedaba a la vista. Tampoco allí se veían bisagras. El cierre era tan perfecto que casi no se distinguía la separación entre la hoja y las jambas. A la derecha, había un mecanismo de abertura de rueda semejante al de las puertas de los submarinos.

Permanecieron todos en silencio, fascinados, contemplando aquella pared de metal oscuro. Cada uno, a su modo, parecía pensar quién, o qué, había del otro lado.

Frank bajó de la silla y se acercó a la puerta. Asió la rueda que servía de manija y empujó. Tal como esperaba, la puerta opuso resistencia. Probó a moverla en un sentido y en el otro, y por la facilidad con que se movía comprendió que estaba girando en falso.

—No funciona. Debe de estar bloqueada por dentro.

Mientras los otros bajaban las armas y se acercaban también a la puerta, Frank reflexionó sobre lo absurdo de la situación, mientras en su mente veía ahora no una sino dos manos con los dedos cruzados. Fijó los ojos en el metal, como si pudiera fundirlo con la mirada.

«Estás allí atrás, ¿verdad? Sé que estás ahí. Estás con la oreja pegada a esta puerta blindada, escuchando nuestras voces y los ruidos que hacemos. Quizá también te estés preguntando qué haremos para que salgas. Lo absurdo es que nosotros nos preguntamos exactamente lo mismo. Lo grotesco, en cambio, es que deberemos arriesgar el pellejo, y quizá alguien pierda incluso la vida, para conseguir sacarte de esta prisión y meterte en otra parecida, hasta que la muerte nos separe...»

De pronto Frank volvió a ver en su mente el semblante de Jean-Loup y la buena impresión que el joven le había causado desde el primer momento. Volvió a ver su expresión angustiada en la radio, le vio abatido sobre la mesa, cuando su cabeza se sacudía por los sollozos después de una de las llamadas. Volvió a oír el eco de su llanto y en su memoria le pareció la risa burlona de un espíritu malvado. Recordó el tono fraternal con que él le había hablado para convencerle de no interrumpir la emisión, sin saber que al mismo tiempo estaba incitándole a continuar su maldita cadena de asesinatos.

Le pareció sentir en la nariz, a través de la gruesa puerta cerrada, el perfume de su agua de colonia, que tanta veces había olido cuando se hallaba cerca de él, un perfume fresco, ligero, que sabía a limón y bergamota. Pensó que quizá, si también él apoyaba la oreja en el metal frío, la voz natural de Jean-Loup, cálida y profunda, atravesaría el espesor de la puerta para susurrar con otra voz esas palabras que hasta aquel momento habían sido para todos como una marca de fuego:

«Yo mato...»

Sintió que crecía en su interior una furia gigantesca, alimentada por una sensación de profunda frustración por todas las víctimas de aquel hombre, Jean-Loup, Ninguno o quien fuera. Una furia que le permitiría coger ese batiente de metal con las manos desnudas y abrirlo como si fuera de papel, para agarrar luego por el cuello al hombre que se ocultaba detrás y...

Unos ligeros ruidos lo devolvieron a la realidad de la que su odio lo había alejado. El teniente Gavin golpeaba con el puño la puerta en diversos puntos, escuchando la resonancia que su mano producía. Después se volvió hacia ellos, otra vez con cara de circunstancias.

—Señores, espero que, cuando llegue mi artificiero, pueda contradecirme. No quisiera ser pájaro de mal agüero, pero creo que lo mejor será procurarnos un medio de comunicarnos con el hombre que está dentro, si está ahí, y convencerlo de que ya lo hemos descubierto y no tiene escapatoria. Si no sale por su propia voluntad, lamento comunicarles que desalojarlo con explosivos será un asunto bastante complicado. Para abrir esta puerta se necesitaría una cantidad suficiente para hacer volar media montaña.

Undécimo carnaval

El hombre está seguro en su lugar secreto, en esa caja de metal y cemento que alguien, mucho tiempo atrás, ha excavado bajo tierra por temor a una posibilidad que nunca ha llegado a ocurrir.

Desde que descubrió su existencia, casi por casualidad, cuando entró por primera vez y vio qué era y para qué servía, ha mantenido su refugio en perfectas condiciones de funcionamiento. La despensa está llena de alimentos enlatados y cartones de agua mineral. Hay un sistema simple y eficaz de reciclaje de fluidos que le permite, en caso de necesidad, filtrar y beber su propia orina. Lo mismo en cuanto al aire, que se depura mediante un circuito cerrado de filtros y reactivos químicos que no necesitan una salida al exterior. Sus reservas de alimentos y agua le alcanzan para resistir y esperar durante más de un año.

Sale solo de vez en cuando, cuando ya ha oscurecido, con el único fin de respirar aire puro y sentir el perfume del verano, apenas contaminado por el olor de la noche, que desde siempre es su
hábitat
natural. En el jardín hay una gran mata de romero, cuyo penetrante aroma le recuerda, sin razón, el perfume de la lavanda. Son muy distintos el uno del otro; sin embargo, basta ese detalle para evocar sus recuerdos, como en una gramola en la que el disco se desliza silenciosamente en el plato, extraído entre todos los demás por el brazo mecánico del selector. Es el maridaje de la noche y el aroma; una imagen compuesta, más que de sonidos y colores, de una sensación olfativa. Se mueve en completa oscuridad por esta casa que conoce al dedillo, silencioso como solo él sabe serlo.

A veces sale al balcón y, apoyado en la pared, escondido en la sombra de la casa, levanta la cabeza para contemplar las estrellas. No busca leer el futuro; se contenta con admirar sus guiños luminosos en ese fragmento de presente. No se pregunta qué será de él, de ellos. No es inconsciencia ni indiferencia, solo lucidez.

No se condena por haber cometido un error. Desde el principio estaba seguro de que tarde o temprano cometería alguno. Es la ley del azar aplicada a la vida efímera de los seres humanos, y alguien, mucho tiempo atrás, le enseñó que los errores se pagan. No, no exactamente. Le obligó a aprender en su propia piel que los errores se pagan.

Y él... no, ellos pagaron sus equivocaciones. Cada vez de forma más cruel, el castigo se endurecía a medida que crecían y su margen de error se reducía, hasta alcanzar la absoluta intolerancia. Aquel hombre era inflexible, pero su vanidad le había llevado a olvidar que también él seguía siendo un hombre, no era más que un hombre. Y ese error le costó la vida.

Él ha sobrevivido, y aquel hombre no.

Después de sus breves salidas vuelve a su refugio bajo tierra y espera. El metal oscuro que reviste su guarida contribuye también a convertirlo en un ambiente nocturno, como si la oscuridad se filtrara a través de la puerta cada vez que la abre y se extendiera como pintura por las paredes. Es solo uno de los tantos escondites de que dispone la noche para sobrevivir a la llegada de la luz, pero él le atribuye un significado distinto, lo interpreta como una natural complicidad entre fugitivos.

En este aislamiento no siente el peso de la espera ni el de la soledad.

Tiene la música y la compañía de Paso. Con eso le basta.

«Sí, Vibo y Paso.»

Ya ni recuerda el momento en que perdieron sus verdaderos nombres y extrajeron de su fantasía esos dos apodos carentes de significado. Quizá hubo una referencia precisa, quizá la única referencia precisa fue la pura casualidad. Un simple destello de fantasía infantil, que como tal no necesita motivos lógicos o razonables. Como la fe, se tiene o no se tiene, sencillamente.

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