Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (75 page)

Frank se inclinó y extrajo del sobre amarillo la foto que le había enviado Cooper, en la que aparecía McCormack en el bar. La empujó con los dedos sobre la mesa hasta dejarla frente a Parker. Aquel gesto le recordó la noche del arresto de Mosse, cuando le había mostrado la foto del cadáver de Roby Stricker.

—Le presento al llorado abogado Hudson McCormack, defensor de Osmond Larkin y última víctima de Jean-Loup Verdier, el asesino en serie, más conocido como Ninguno.

El viejo echó un vistazo distraídamente a la foto y enseguida alzó la mirada.

—Lo conozco solo porque he visto sus fotos en los periódicos. Antes no sabía siquiera que existiera.

—¿En serio? Qué raro, general. ¿Ve a esta persona de espaldas sentada a la mesa con Hudson McCormack? No se le ve la cara, claro. Pero el local está lleno de espejos...

El tono de voz de Frank cambió, como si su mente divagara en una reflexión personal.

—No tiene usted idea de la importancia que han tenido los espejos en toda esta historia... Pues tienen la molesta costumbre de reflejar lo que tienen delante.

—Ya sé cómo funciona un espejo. Cada vez que tengo uno enfrente veo al hombre que le reducirá a cenizas, Ottobre.

Frank sonrió, conciliador.

—Le felicito por su buen humor, general. Pero un poco menos por su supuesta habilidad estratégica y la elección de sus hombres. Como le decía, el local donde se hizo esta foto está lleno de espejos. Gracias a la ayuda de un muchacho inteligente, muy inteligente, he logrado descubrir, mediante una ampliación de los reflejos, la identidad de la persona sentada con Hudson McCormack. Y vea usted de quién se trata...

Frank extrajo otra foto del sobre y la arrojó sobre la mesita sin siquiera mirarla. Esta vez Parker la cogió y la estudió largamente.

—No se puede decir que el capitán fuera un tío muy fotogénico. Pero usted no necesitaba a un modelo, ¿verdad, Parker? Lo que usted necesitaba era a un hombre exactamente como el capitán: un psicópata fiel hasta el fanatismo, dispuesto a matar a cualquiera que usted quisiera eliminar, con una simple orden suya.

Se inclinó un poco hacia Nathan Parker. Había un tono irónico en su voz, en absoluto casual.

—General, ¿su expresión incrédula indica que está a punto de negar que el hombre que se ve en la foto con Hudson McCormack es Ryan Mosse?

—No, no lo niego en absoluto. Se trata, en efecto, del capitán Mosse. Pero esta foto prueba solamente que él conocía a ese abogado del que usted me habla. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Ya llegamos, general, ya llegamos...

Esta vez fue Frank quien miró el reloj. Y sin necesidad de alejar el cuadrante.

—Creo que tendremos que darnos prisa. Por una cuestión de horarios de aviones, intentaré ser lo más sintético posible. Así es como han sucedido las cosas: usted y Mosse hicieron un pacto con Laurent Bedon, el director de Radio Montecarlo. Ese desdichado estaba muy necesitado de dinero, por lo que no debió de costarle mucho convencerlo. Un pacto simple: dinero, que usted posee en abundancia, a cambio de toda la información que Bedon pudiera conseguir sobre el asesino y la investigación. Un espía, como en toda guerra que se precie. Por eso, cuando después de una llamada del asesino concluimos que Roby Stricker era una víctima probable, sorprendimos a Mosse hablando con él. Después, cuando Stricker fue asesinado, mi deseo de que Ryan Mosse fuera el culpable era tan fuerte que me llevó a cometer un error. Me hizo olvidar la primera regla de un policía: examinar todos los elementos disponibles desde todos los ángulos. Y mire usted qué ironía del destino: un reflejo en un espejo llevó a Nicolás Hulot a descubrir quién era el verdadero asesino, y luego otro reflejo en otro espejo me lo ha hecho entender a mí. Qué simples parecen las cosas después, ¿verdad?

Frank se pasó la mano por el pelo. El cansancio comenzaba a hacerse sentir, pero aún no había llegado el momento de relajarse. Después tendría todo el tiempo que quisiera para descansar, y también la compañía adecuada para hacerlo.

—Supongo que usted se sintió bastante perdido mientras su esbirro estaba en prisión, ¿no es así? Un obstáculo impensado. Cuando al fin se identificó a Ninguno, se probó la inocencia de Mosse y salió de la cárcel, debió de sentir cierto alivio, creo yo. No se había perdido nada. Todavía había tiempo para resolver sus problemas personales, y además se había beneficiado usted de un auténtico golpe de suerte...

Frank tuvo que admirar, a su pesar, el dominio del general Nathan Parker. Seguía sentado frente a él, impasible, sin pestañear. Sin duda muchos hombres, en el pasado, debieron de pensar que era mejor no tenerlo como enemigo. El propio Frank lo había pensado. Pero ahora no veía el momento de librarse de él.

No sentía exultación; solo una profunda sensación de vacío. Con estupor se dio cuenta de que ya no sentía el intenso deseo —muy humano— de pegarle. Sería un placer aún mayor no tenerlo nunca más frente a él.

Continuó su exposición de los hechos.

—Y le explico en qué consistió el golpe de suerte al que me refiero. Ninguno fue identificado pero consiguió huir. A usted sin duda debió de costarle creer la fortuna de todos esos acontecimientos. El capitán Mosse estaba de nuevo a disposición, ¡y ese asesino, escondido en alguna parte, ante las narices de la policía, todavía seguía libre para seguir matando!

Se miró el dorso de una mano. Recordó que tender las manos ponía en evidencia el temblor que las agitaba, pero la suya estaba firme. Podía apretar el puño con la certeza de tener dentro al general Parker.

—En efecto, poco después Ninguno hizo una nueva llamada al agente Frank Ottobre. No de la manera habitual, sin embargo. Esta vez llamaba de un móvil, ya sin necesidad de disfrazar la voz. ¿Para qué hacerlo, a fin de cuentas? Ya todos sabían muy bien quién era: Jean-Loup Verdier, el locutor de Radio Montecarlo. El móvil con que hizo la llamada, un anónimo teléfono con tarjeta, quedó luego abandonado en un banco de Niza, de donde se había realizado la llamada. Lo encontramos con un sistema de localización por satélite y lo recuperamos. En el aparato no había ninguna huella, salvo las del muchacho que lo había encontrado. Y eso me pareció muy extraño...

Miró a Parker como si todavía no hubiera encontrado respuesta a ese misterio.

—¿Por qué Ninguno se había molestado en borrar sus huellas, si sabía que conocíamos su verdadera identidad? En aquel momento no le presté mucha atención, porque, al igual que a los demás, lo que más me preocupaba era el significado de la llamada. El asesino confirmaba su intención de seguir matando, a pesar de la persecución de la policía. Y así fue. Encontramos el cadáver de Hudson McCormack, con la cabeza desollada, en el coche de Jean-Loup Verdier, abandonado frente al cuartel de la Süreté. Todo el mundo se horrorizó ante el nuevo golpe. Todos se preguntaron lo mismo: ¿Cómo es posible que no consigan capturar a ese ser diabólico que sigue matando, imperturbable, y luego se esfuma en la nada como un fantasma?

Frank se levantó del sofá. Se sentía tan cansado que casi le sorprendió no oír el chirrido de sus articulaciones. Al parecer, su rodilla, extrañamente, había aceptado una tregua. Dio unos pasos por la habitación y de espaldas al general, que continuaba inmóvil en su sillón y no se dignó seguirle con la mirada.

—Creo que fue la muerte de Laurent Bedon lo que me puso la mosca detrás de la oreja. Una muerte fortuita, durante un banal y torpe intento de atraco. Aun así, no sé por qué, me resultó sospechosa. Y las sospechas son como las migas en la cama, general: hasta que uno no se libra de ellas no consigue dormir. Todo partió de allí. La muerte de ese desdichado de Bedon fue el elemento desencadenante, el motivo por el que pedí a mi amigo que examinara la foto y que me llevó a descubrir que era Ryan Mosse el hombre sentado en un bar de Nueva York junto a Hudson McCormack. Por eso acudí a la misma persona y le pedí que analizara también la cinta de la llamada que había recibido personalmente de Ninguno. ¿Y sabe usted qué descubrimos? Se lo diré, aunque ya lo sabe. Averiguamos que se trataba de un montaje. Hoy se puede hacer cualquier cosa con la tecnología, ¿no cree usted? Puede resultar de una ayuda increíble; sin embargo, se la usa
cum grano salis
, si me permite la expresión. El mensaje se examinó palabra por palabra, y así se comprobó que contenía expresiones repetidas: «luna», «perros», «necesito», «nada». El análisis de la entonación demostró que cada palabra se había pronunciado siempre de la misma e idéntica manera. El gráfico vocal de cada una, superpuesto al de la otra, se correspondía a la perfección. Me dijeron que, en una conversación real eso es imposible, de la misma forma que no existen dos copos de nieve o dos huellas digitales idénticos. Por lo tanto, las palabras se habían extraído de una grabación y ensamblado en una cinta nueva, una después de la otra, hasta componer el mensaje deseado. Y esa cinta se había usado para hacer la llamada que yo recibí. Gracias a Laurent, ¿verdad? Fue él quien les dio las cintas de las transmisiones de Jean-Loup, para que ustedes dispusieran de material suficiente para lo que necesitaban hacer. Después de esto, ¿qué más puedo añadir?

Siguió como si lo que se disponía a decir fuera totalmente inútil, como quien explica algo obvio a alguien que se obstina en no querer entender.

—Después de la llamada, Mosse subió a casa de Jean-Loup Verdier, sacó su coche, mató a Hudson McCormack, le aplicó el mismo tratamiento que Ninguno reservaba a sus víctimas y dejó el coche y el cadáver frente a la central de policía.

Frank se plantó delante de Parker. Lo hizo adrede, para obligar al viejo a levantar la cabeza y mirarle mientras llegaba a las conclusiones. En ese momento, en aquella sala anónima de un aeropuerto, él era el jurado, y su veredicto era inapelable.

—Ese era su verdadero objetivo, Parker. Eliminar cualquier conexión entre el heroico y poderoso general Nathan Parker y Jeff y Osmond Larkin, a quienes proporcionaba cobertura y protección a cambio de un considerable porcentaje de las ganancias. Apuesto a que cada vez que el valiente general Parker participaba en una guerra en algún lugar del mundo, no protegía solo los intereses de su país, sino que aprovechaba para cuidar también de los propios... No sé por qué ha hecho usted lo que ha hecho, y no me importa un ardite. Eso es un problema suyo y de su conciencia, suponiendo que la tenga, cosa que dudo mucho. El desdichado Hudson McCormack, el contacto con Osmond Larkin, había entrado en un juego de poder que le quedaba demasiado grande, pero sabía lo bastante para meterlos en problemas si hablaba. Y seguro que lo habría hecho, para cubrirse la espalda si las cosas se ponían feas. Así que usted decidió matarlo, pero de modo que la culpa recayera en un asesino en serie que ya había matado a diversas personas del mismo modo. Aunque, tras su captura, Ninguno hubiera declarado su inocencia en cuanto al homicidio del abogado, ¿quién le habría creído? Quizá Hudson McCormack venía a entregarle a usted un mensaje de su cliente. Esta es una duda que ahora usted podrá aclararme. Pienso, y es una simple suposición, que Osmond Larkin lo amenazaba con hacer ciertas revelaciones si no lo sacaba usted de la cárcel inmediatamente. El hecho de que lo mataran en prisión durante una pelea puede haber sido una coincidencia, pero me parece que en esta historia ya hay demasiadas coincidencias...

Frank se sentó de nuevo en el sofá y obsequió a su adversario con una expresión de sorpresa, como si él mismo se asombrara de lo que estaba diciendo.

—Cuántas coincidencias, ¿verdad? Como la de Tavernier, el propietario de la casa que usted había alquilado. Cuando se iban, ese charlatán debió de revelarles también a ustedes la existencia del refugio antiatómico que su hermano había hecho construir para la mujer. Usted supo entonces dónde se escondía Jean-Loup y ordenó a Mosse que se encargara de él. Una vez eliminado el último testigo, el círculo quedaba cerrado. Y quedaban cerradas también todas las bocas que pudieran cantar, una por una. ¿Y quiere usted saber algo cómico?

—No, pero supongo que igualmente me lo dirá.

—En efecto. Poco antes de venir aquí me enteré de que han arrestado al delincuente que provocó la muerte de Laurent Bedon. Se trata de un vulgar tironero que despluma a personas que salen del casino con un poco de dinero en el bolsillo.

—¿Y cuál sería el aspecto cómico?

—Que empecé a sospechar a partir de la única muerte que se puede calificar de accidente, que no fue un verdadero homicidio en todo el sentido de la palabra. Un crimen que en un primer momento yo les había atribuido a ustedes, y del que eran completamente inocentes.

Parker se distrajo un instante, como si reflexionara en todo lo que acababa de oír. Frank no se hizo ilusiones. Era solo una pausa, no una rendición. La del jugador de ajedrez que madura su contraataque después de oír de su adversario la palabra «jaque».

Parker hizo un gesto vago con una mano.

-—No son más que suposiciones. No tiene usted modo alguno de probar con seguridad nada de lo que ha dicho.

Ahí estaba: el contraataque que Frank esperaba. Y sabía bien que el general no se equivocaba. Lo que él tenía en la mano era una serie de indicios significativos, pero ninguna prueba material que sirviera para sostener una acusación. Todos los testigos estaban muertos, y el único que seguía vivo, Jean-Loup Verdier, no era exactamente lo que se llama un testigo digno de credibilidad. Sin embargo, él podía seguir todavía con su farol, y correspondía al general descubrirle el juego. Abrió los brazos en un gesto que significaba «todo puede ser».

—Quizá tenga usted razón. O quizá no. Dispone usted de los medios para pagar a los mejores abogados para que lo saquen del aprieto y le eviten acabar en prisión. En cuanto al escándalo, ya es otra historia. Una absolución por falta de pruebas sirve para eludir la cárcel, no las dudas sobre la culpabilidad. Trate de reflexionar... ¿De veras cree que el presidente de Estados Unidos escucharía los consejos de un asesor militar sospechoso de haber asesorado también a traficantes de drogas?

El general Parker le miró sin hablar. Se pasó una mano por el pelo blanco y corto. Sus ojos azules habían perdido el centelleo guerrero; se habían convertido al fin en los ojos de un viejo. No obstante, su voz conservaba su áspera energía.

—Creo comprender adonde quiere llegar...

—¿De veras?

—Si no quisiera algo de mí, a estas horas ya me habría denunciado al FBI. No habría venido solo, sino con un ejército de policías. Así que tenga el valor de ser explícito.

Other books

Black Diamond by Dixon, Ja'Nese
The Lives of Things by Jose Saramago
Another Small Kingdom by James Green
The Baby Bargain by Dallas Schulze
The Sacred Combe by Thomas Maloney
The Chernagor Pirates by Harry Turtledove
Dragonlance 10 - The Second Generation by Margaret Weis, Tracy Hickman