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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (71 page)

«Destrúyenos, pero en la luz...»

En aquella ceguera total, acudió a su mente un famoso pasaje de la
Ilíada,
la oración de Ayax. La había estudiado en el colegio, hacía un millón de años. Los troyanos y los aqueos combatían cerca de las naves y Zeus envió niebla para ofuscar la vista de los griegos, que estaban sucumbiendo. Entonces Ayax elevó una oración al padre de todos los dioses, una oración afligida, no para conseguir la salvación sino para poder ir hacia la oscuridad de la muerte en la luz del sol. Frank recordaba aún las palabras con que su héroe preferido concluía su plegaria.

Una brusca inclinación del túnel lo ayudó a volver a concentrarse. Notó que ahora el suelo, o la parte que tenía bajo los pies, se inclinaban sensiblemente hacia delante. No había muchas probabilidades de que el conducto se volviera intransitable. A fin de cuentas, se había construido para que lo recorrieran seres humanos, y la pendiente debía de ser un accidente. Tal vez durante la construcción habían encontrado una veta de roca y se habían visto obligados a desviarse un poco hacia abajo para poder proseguir.

Decidió sentarse en el suelo y a partir de aquel punto avanzar de ese modo. Redobló su cautela. No le inquietaba que el túnel bajara en una pendiente cada vez más pronunciada. Seguía siendo válido todo el razonamiento que había hecho poco antes; además, estaba seguro de que Ninguno lo había recorrido más de una vez, de ida y de vuelta, si bien en condiciones mucho más fáciles, pues el asesino lo conocía al dedillo y contaría con la ayuda de una linterna.

Él, en cambio, estaba rodeado por una completa y absoluta oscuridad e ignoraba qué podía encontrarse a cada paso. O alrededor, para definirlo con más exactitud. Pero era justamente la naturaleza de Jean-Loup lo que le llevaba a poner la máxima atención. Conociendo la pérfida astucia de ese hombre, era de esperar que hubiera puesto alguna trampa para un posible intruso.

Una vez más se preguntó quién era Jean-Loup y, sobre todo, quién lo había creado. A esas alturas ya estaba demostrado que no era solo un psicópata, sino un demente frustrado que cometía sus crímenes para atraer la atención de la prensa y de la televisión. Este rápido análisis resumía la mayoría de los casos de asesinos en serie que Frank conocía, pero estaba tan alejado de la tipología de Ninguno como lo está la Tierra del Sol.

Los otros eran criminales comunes, de una inteligencia inferior a la normal, que mataban impulsados por una fuerza más poderosa que ellos, y que al final aceptaban las esposas en las muñecas casi con alivio.

Jean-Loup era muy distinto. El cadáver en el ataúd transparente demostraba su locura, desde luego. Y en su mente debían de agitarse pensamientos que estremecerían al más experto de los terapeutas.

Pero había mucho más.

Jean-Loup era fuerte, astuto, preparado, un hombre adiestrado para la lucha. Un verdadero combatiente. Había matado con una facilidad pasmosa a Jochen Welder y a Roby Stricker, dos personas de físico atlético y muy entrenados. La manera expeditiva con que se había desembarazado de los tres agentes en su casa había despejado definitivamente cualquier duda en ese sentido, en el caso de que todavía fuera necesario. Daba la impresión de que en Jean-Loup estuviera compartiendo en el mismo cuerpo dos personas distintas, dos naturalezas opuestas que se perseguían buscando alcanzarse y anularse. Quizá la definición más justa la había dado él mismo, cuando hablaba con la voz artificial: «Yo soy uno y ninguno...».

Era un hombre, muy, muy, muy peligroso, y como tal se le trataba.

Frank no consideraba paranoico su exceso de prudencia. A veces ciertos excesos hacen la diferencia entre un hombre vivo y un hombre muerto.

El lo sabía bien, porque la única vez que había sido impulsivo y había entrado en un lugar por instinto, casi sin reflexionar, se había despertado en un hospital tras una explosión y quince días en coma. Y si lo olvidaba, tenía las suficientes cicatrices en todo su cuerpo para recordárselo.

No quería correr más riesgos inútiles. Se lo debía a sí mismo, porque había decidido seguir siendo policía a pesar de todo. Se lo debía a una mujer que en aquel momento le aguardaba sentada en una sala de espera en el aeropuerto de Niza. Se lo debía a Harriet, junto con la promesa de que no la olvidaría nunca.

Siguió avanzando, tratando de hacer el menor ruido posible. Probablemente Jean-Loup ya se hallaba a saber dónde, aunque tampoco se podía excluir la posibilidad de que se encontrara a la salida del túnel, agazapado a la espera de tener vía libre. A fin de cuentas, ese agujero bajo tierra no podía extenderse hasta las afueras de Mentón; debía de terminar en algún punto al este de la casa, sobre la ladera de la montaña.

En la calle se había producido una considerable confusión, por las barreras y los puestos de control: filas de coches detenidos, personas que bajaban y se ponían de puntillas para curiosear mientras se preguntaban unas a otras qué era lo que ocurría. A Jean-Loup no le habría costado mezclarse entre ellos. Sí, su foto se había publicado en todos los periódicos y había aparecido en todos los informativos de Europa, pero hacía tiempo que Frank había perdido la fe en la eficacia de tales medidas; en general, la gente miraba las caras ajenas con extrema superficialidad. Cada uno veía solo lo que quería ver. Con solo un corte de pelo y un par de gafas oscuras, Jean-Loup habría tenido muchas probabilidades de pasar inadvertido sin correr riesgos.

Aun así, la calle estaba llena de policías alertas, con los ojos bien abiertos, cualquiera de los cuales habría sospechado de un hombre que saliera de pronto de unos matorrales pocos metros más abajo para llegar a la calle trepando la pendiente. Era algo que alertaría hasta a un ciego, y después de todo lo que había sucedido los policías se hallaban sometidos a una tensión que podía impulsarlos a disparar antes de preguntar. No se podía excluir la posibilidad de que el asesino hubiera decidido esperar un momento más propicio para salir de su escondite.

Continuó avanzando. El roce de su pantalón contra el cemento le parecía el ruido de las cataratas del Niágara. Además, comenzaba a causarle escozor. Se detuvo un instante para buscar una posición más cómoda. Decidió volver a ponerse en cuclillas.

Mientras se levantaba oyó el bip del móvil; sonó una campana en el silencio nocturno del campo. Esa señal podía revelar su presencia, pero también le dio la certeza de que la salida debía de estar cerca.

Entornó los ojos en la oscuridad y le pareció distinguir unos puntos luminosos más adelante, como unos signos trazados con yeso blanco en una pizarra negra. Aceleró un poco la marcha, sin abandonar la cautela. En especial ahora, que su corazón latía aceleradamente.

Seguía tanteando con la mano izquierda a lo largo de la pared de cemento, mientras con la derecha sostenía la pistola, el dedo de la mano derecha tenso contra el gatillo. La rodilla le dolía mucho, pero más adelante le esperaba la luz y quizá una presencia al acecho que por ninguna razón se podía subestimar.

A medida que se acercaba, los signos blancos parecía que bailaban, suspendidos en el aire. Poco a poco se hicieron más grandes. Frank pensó que el conducto terminaba en la proximidad de unos matorrales y que lo que veía era la luz del día que se filtraba a través del follaje. Probablemente se había levantado una ráfaga de viento que había agitado las ramas. Por eso, para sus ojos engañados por la oscuridad, los puntos luminosos habían parecido luciérnagas en la negrura de la noche.

De golpe le llegó desde fuera el eco de un grito desesperado.

Frank olvidó sus propósitos de prudencia, que se derrumbaron como un castillo de naipes ante un ventilador encendido. A pasos veloces, tanto como se lo permitía su posición agachada, alcanzó la mata que ocultaba la entrada del conducto.

Apartó las ramas con las manos y asomó con cautela la cabeza. El agujero de entrada del túnel daba a un matorral bastante alto y tupido que cubría totalmente la circunferencia del tubo de cemento.

El grito se repitió.

Frank salió y se puso lentamente de pie. Su rodilla dijo algunas palabras en un idioma que hubiera preferido no conocer. Miró a su alrededor. La mata se alzaba en una zona bastante plana, una especie de terraza natural del lado de la montaña, salpicada de árboles de tronco delgado cubiertos de plantas trepadoras y matorrales de especies mediterráneas, alternados con superficies rocosas. A su espalda, las dos casas gemelas y sus jardines bien cuidados. Unos cincuenta metros por encima de su cabeza, a la izquierda, la calle. Cerca de la mitad del tramo escarpado que le separaba del asfalto, sobre una especie de cornisa a un lado de los matorrales, Frank vio un movimiento. Una figura vestida con camisa verde y pantalón de color caqui, que cargaba una bolsa de tela oscura en bandolera, trepaba con prudencia por los arbustos, hacia la valla protectora.

Frank habría reconocido a ese hombre entre un millón.

Alzó la pistola a la altura de los ojos, empuñándola con las dos manos. Encuadró la figura en la mira y gritó por fin las palabras que tanto había soñado decir, desde hacía tiempo:

—¡Quieto, Jean-Loup! ¡Detente o disparo! Levanta las manos, arrodíllate en el suelo y no te muevas. ¡Ya!

Jean-Loup volvió la cabeza hacia su lado. No dio señal de haberle reconocido ni de haber entendido lo que le había dicho y mucho menos de querer obedecer sus órdenes. Aunque se hallaba bastante cerca para ver la pistola en las manos de Frank, continuó subiendo, desplazándose hacia la izquierda.

Frank sintió que su dedo se contraía en el gatillo de la Glock.

El grito se elevó otra vez, fuerte y agudo.

Jean-Loup respondió, inclinando la cabeza hacia abajo:

—Agárrate fuerte, Pierrot. Ya estoy llegando. No tengas miedo. Ya bajo y te saco de allí.

Frank desvió la mirada hacia la misma dirección en que había hablado Jean-Loup. Asido con las manos al pequeño tronco de una acacia que crecía al borde de la pendiente colgaba Pierrot.

Sus pies se agitaban frenéticamente tratando de encontrar apoyo en el declive rocoso, pero, cada vez que intentaba apuntalarse el terreno cedía y el muchacho se encontraba otra vez suspendido en el vacío.

Debajo de él, la pendiente descendía hacia el mar, abrupta y pedregosa. No era un verdadero precipicio, pero si Pierrot se soltaba caería y rebotaría como un muñeco de trapo a lo largo de doscientos metros, hasta el fondo de la hondonada. Si se soltaba no tendría salvación.

—¡Apresúrate, Jean-Loup! No resisto más, me duelen las manos.

Frank vio el agotamiento en el rostro del muchacho y oyó vibrar una nota de miedo en su voz. Pero supo también otra cosa: la inquebrantable confianza de que Jean-Loup, el locutor, el asesino, la voz de los diablos, su mejor amigo, iría a salvarlo.

Frank aflojó la presión sobre el gatillo y bajó un poco la pistola al tiempo que comprendía qué estaba haciendo Jean-Loup.

No estaba escapando; iba a socorrer a Pierrot.

Quizá la fuga había sido su primera intención, y sin duda, tal como Frank había pensado, había esperado en el túnel a que pasara todo el alboroto y tuviera vía libre para salir y escapar una vez más de la policía. Después había visto que Pierrot se hallaba en peligro. Quizá se había preguntado por qué el muchacho estaba allí, colgado de una planta, pidiendo ayuda con su voz de niño aterrorizado, o quizá no. Pero en un instante se había hecho cargo de la situación, había hecho una elección, y ahora actuaba en consecuencia.

Frank sintió que una furia sorda crecía en su interior, hija de la frustración. Durante mucho tiempo había esperado ese momento y ahora que tenía en la mira al hombre al que buscaba desesperadamente, no podía dispararle. Volvió a alzar la pistola, sujetándola con firmeza, como nunca en su vida había sujetado un arma. En la mira estaba el cuerpo de Jean-Loup, que se desplazaba para llegar al punto donde su amigo resistía aún, aferrado al árbol.

Ahora Jean-Loup había llegado cerca de Pierrot, apenas un poco más arriba. Entre ellos, el vacío que la caída del muchacho había excavado en el terraplén hacía imposible alcanzarlo simplemente tendiendo una mano para ayudarlo a subir y ponerlo a salvo.

Jean-Loup le habló con su voz cálida y profunda.

—Estoy aquí, Pierrot. Estoy llegando. Tranquilízate, todo va bien. Solo debes agarrarte con fuerza y mantener la calma. ¿Me has entendido?

Pese a la precariedad de su situación, Pierrot respondió con uno de sus habituales movimientos de cabeza. Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero estaba seguro de que su amigo lo resolvería todo.

Frank vio que Jean-Loup había dejado en el suelo la bolsa que llevaba en bandolera y se quitaba el cinturón. No tenía la menor idea de lo que intentaba hacer para sacar a Pierrot del lío en que se había metido. Solo podía mirarlo, sin dejar de apuntarle con la pistola.

Apenas Jean-Loup había terminado de pasar la correa de piel por la última presilla, se oyó un ruido semejante a un fuerte soplido de cerbatana, y a su lado se levantó una pequeña polvareda. Jean-Loup se acurrucó sobre sí mismo, en un movimiento instintivo que le salvó la vida.

De nuevo el mismo ruido, y una nueva polvareda, exactamente donde estaba su cabeza una fracción de segundo antes. Frank se volvió para mirar hacia arriba. En el borde de la pendiente, de pie un poco más abajo de la valla protectora, oculto entre los arbustos hasta la mitad del cuerpo, se hallaba el capitán Ryan Mosse. Sostenía en la mano una gran pistola automática con silenciador.

En ese momento Jean-Loup se volvió e hizo algo increíble: se echó entre los matorrales y desapareció.

Así, sencillamente. Un instante antes estaba, un instante después no estaba. Frank se quedó con la boca abierta. Con toda probabilidad Ryan Mosse también se había quedado estupefacto, pero ello no le impidió disparar contra las matas, alrededor del lugar donde se había esfumado Jean-Loup, hasta agotar el cargador. Lo tiró y puso enseguida otro lleno, que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Un momento después la pistola estaba de nuevo lista para disparar. Comenzó a bajar con cautela, vigilando por si detectaba algún movimiento en los matorrales que lo rodeaban.

Frank desplazó la Glock en dirección a él.

—¡Vete, Mosse! Esto no es asunto tuyo. Deja la pistola y vete. O échanos una mano. Antes que nada debemos ayudar al muchacho que está colgado allá abajo. El resto viene después.

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