Yo soy Dios (12 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Ziggy Stardust

Broker

Faltó poco para que se echara a reír.

«Atención: la puerta está por cerrarse», dijo la voz grabada.

Se desplazó hacia la parte interior del vagón, donde había más pasajeros. Pasó de largo frente a un par de personas entre codazos y vaharadas de ajo. Sentado al lado de la puerta había un tipo con una chaqueta militar verde. No pudo establecer su edad porque desde debajo de la chaqueta salía una capucha de chándal que le tapaba parte de la cara. Tenía la cabeza un poco ladeada, como si el balanceo del tren lo hubiera amodorrado. Junto a sus pies había una bolsa de tela oscura, del tamaño de un maletín de ejecutivo.

Ziggy tuvo un ligero hormigueo en la yema de los dedos. Una parte de él revelaba una percepción casi extrasensorial cuando localizaba a una víctima. Era una especie de condición remota que a veces le daba la idea de haber nacido para su oficio. Lo cierto era que de la ropa de ese tipo no podía deducirse que la bolsa contuviese nada de valor. De todos modos, las manos sobre las rodillas no eran las de una persona que hace trabajo pesado, y el reloj parecía de marca.

Según Ziggy, había algo que iba más allá de la apariencia. Su instinto lo había traicionado pocas veces y con el tiempo había decidido confiar en él.

Recordaba una vez en que, sin ninguna inspiración, le había quitado la billetera a un tipo de camisa y corbata, sólo porque al rozarlo su tacto había notado un abrigo de cachemir que debía de costar cuatro mil dólares. Sin otra pista, salvo la aparente referencia de una tela, se había puesto en marcha. Poco después había encontrado siete dólares en la billetera de aquel tipo, además de una tarjeta de crédito y el abono del metro.

Un indigente.

Se acercó al hombre de la chaqueta verde, ubicándose en el otro lado de la puerta. Esperó un par de paradas. El número de pasajeros iba en aumento. Se desplazó hacia el centro del vagón y después, como para dejar libre la entrada, se colocó junto al tipo.

La bolsa de tela seguía en el suelo. Estaba cerca de sus pies, a la izquierda, con el asa en una posición perfecta para ser cogida en la parada apropiada mientras los otros pasajeros subían. Controló que el hombre mantuviera la cabeza en la misma posición. No se había movido. Muchos se amodorraban en el tren, en especial los que tenían un largo trayecto por delante. Ziggy se convenció de que el tipo era una de esas personas. Esperó a que llegaran a la estación Grand Central, donde era habitual que el flujo de pasajeros que bajaban y entraban fuera mayor. Apenas se abrieron las puertas, con un movimiento extremadamente veloz a la vez que natural, cogió la bolsa y salió. De inmediato la escondió con el cuerpo.

Con el rabillo del ojo y mientras trataba de fundirse con el gentío, creyó ver una chaqueta verde que salía del vagón un instante antes de la partida.

«Mierda.»

La Grand Central estaba siempre llena de bofia y si el tipo lo había descubierto tendría que pasar unos días a la sombra.

Adelantó a un par de policías, y a un hombre mayor y una joven negra que charlaban fuera de la estación. No ocurrió nada. Nadie vino corriendo y gritando «¡Al ladrón!» para llamar la atención de los dos agentes. Prefirió no volverse para darle al tipo la impresión de que no se había dado cuenta de nada.

Salió a la calle Cuarenta y dos y dobló a la derecha y una vez más a la derecha, por Vanderbilt. Era un trecho con poco tráfico, el lugar justo para comprobar si el hombre de la chaqueta verde lo seguía o no. Volvió a entrar en la terminal por un ingreso lateral, aprovechando la ocasión para echar un vistazo distraído a la derecha. En la esquina no vio que doblara nadie que se pareciese al de la chaqueta verde. Pero eso no significaba mucho. Si era un tipo avispado sabría cómo seguir a alguien sin ser visto. Del mismo modo en que él sabía cómo despistar a alguien que lo siguiera. Enseguida se preguntó cómo era que ese individuo no había hablado con los polis. Si se había dado cuenta del robo y lo había seguido para ocuparse de él en persona, podía significar dos cosas.

La primera: corría el riesgo de que fuera un sujeto peligroso. La segunda: en la bolsa podría haber algo de valor que era mejor que no cayese en manos de la policía. Y en la medida en que lo segundo era posible, iba creciendo el interés de Ziggy por el contenido. Pero al mismo tiempo el tipo se le representaba mucho más peligroso.

Su luminoso presentimiento se estaba oscureciendo como el cielo en una tormenta inminente. Bajó al nivel inferior, saturado de restaurantes étnicos y personas que bebían y comían a todas horas, antes de la partida del tren o tras la llegada. El enorme vestíbulo estaba lleno de letreros, colores, olores de comida y una tensa atmósfera de prisas. Y esto último era lo que más se le contagiaba, aun cuando se impusiera caminar con marcha normal.

Llegó a la parte opuesta y mientras subía por la escalinata volvió la mirada para controlar la calle. No había personas sospechosas y empezó a tranquilizarse. Quizá fuera sólo una sensación. Tal vez se estaba haciendo viejo para ese trabajo.

Siguió las señales y volvió al metro. Se encaminó a la estación de la línea violeta, la que llevaba a la parte alta, a Queens. Esperó la llegada del tren y siguió el flujo de los pasajeros que entraban al vagón. Una precaución necesaria. Si se admitía que el hombre de la chaqueta verde lo estaba siguiendo, no se arriesgaría en un lugar lleno de gente. Esperó con aire indiferente hasta que la consabida voz anunció que las puertas estaban por cerrarse.

Sólo entonces volvió al andén con un movimiento rápido, como un pasajero que se da cuenta de golpe de que se ha equivocado de tren. Dejó a sus espaldas el tren que se iba y se dirigió hacia la línea verde que iba al Downtown y después proseguía hasta Brooklyn.

Hizo el viaje en varias etapas, esperando el tren siguiente en cada parada, y cada vez hizo que su mirada vagara de un lado a otro. Anónimo entre gente harta y también anónima, a veces con esos rasgos de color humano que hacen de Nueva York un lugar único. Si es que a alguien le quedan ganas de comparar lugares.

Cuando decidió que todo estaba tranquilo, después de la última parada encontró un asiento. Se sentó y esperó con la bolsa en el regazo, ganándole a la curiosidad de abrirla para ver qué contenía. Mejor en casa, donde podría examinarlo todo con calma y sin prisas.

Ziggy Stardust sabía esperar.

Lo había hecho así toda la vida, desde que era niño y se las había arreglado de miles de maneras para unir el desayuno con la cena. Y había seguido así, sin caer nunca en la mala costumbre de la avidez. Conformándose, pero con la férrea certeza de que un día todo cambiaría de golpe. Su vida, su casa, su nombre.

Adiós, Ziggy Stardust; bienvenido, señor Zbigniew Malone.

Una vez más cambió de línea antes de llegar a una estación cercana a su casa. Vivía en Brooklyn, en el barrio donde había la mayor concentración de haitianos y donde hasta los carteles y menús de algunos restaurantes estaban en francés. Un mundo multiétnico, con mujeres de culo enorme y voz aguda y niños con el paso cadencioso y gorras con la visera de lado. En la frontera de esa zona estaba el mundo ordenado y bien compuesto del barrio judío de Brooklyn, chalés con jardines bien cuidados y un Mercedes en el sendero de entrada. Personas silenciosas que se movían como sombras oscuras, la expresión seria bajo sus sombreros negros. Cada vez que los veía, Ziggy tenía la impresión de que rezaban aun cuando contaban el dinero.

Pero él estaba bien donde estaba. Hasta que llegara el día en que pudiera permitirse decir basta y elegir.

Alguien había pintado un grafiti en una pared sin ventana de la casa donde vivía Ziggy. El artista no era gran cosa, pero en un lugar tan deslavado esos colores aportaban un poco de alegría.

Bajó los escalones que llevaban al semisótano donde vivía. Una sola habitación con un baño minúsculo, muebles adocenados y viejos, y olor a cocina exótica que descendía desde las plantas superiores. La cama sin hacer estaba apoyada contra la pared que daba al frente, bajo el ventanuco alto que dejaba entrar un poco de luz. Todo parecía pertenecer a otra época, hasta el toque de modernidad de un televisor de alta definición, el ordenador y la impresora All-in-one sobre los que había una capa de polvo.

La única nota extraña e inusual era una biblioteca en la pared izquierda, llena de volúmenes perfectamente dispuestos y en orden alfabético. Había otros libros en diferentes partes de la habitación. Y hasta una pila de ejemplares hacía las veces de mesilla de noche junto a la cama.

Ziggy apoyó la bolsa sobre la mesa repleta de revistas viejas, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la butaca. Cogió la bolsa y se sentó en la cama. La abrió, empezó a vaciarla y dejar el contenido sobre la sábana. Había dos periódicos, el
New York Times
y el
USA Today
, una cajita de plástico amarillo y azul que le pareció como un
mini-kit
de herramientas de trabajo, un rollo de alambre de cobre y otro de cinta adhesiva gris, de la que usan los electricistas. Después sacó lo de más peso, que mantenía tensa la bolsa. Un álbum de fotos con la cubierta de piel marrón y hojas de papel áspero del mismo color, lleno de viejas imágenes en blanco y negro, personas y lugares que no conocía. Todas eran fotos de otros tiempos. Por la ropa, al azar habría dicho que se trataba de los años setenta. Pasó varias páginas. Una imagen le llamó la atención. La quitó de los esquineros adhesivos que la fijaban al papel y se quedó un rato mirándola. Un muchacho de pelo largo sonreía, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos. Tenía un gran gato negro en brazos. La foto, quizá por casualidad, había logrado captar una extraña pertenencia recíproca, como si esos dos seres, cada uno en su especie, fuesen el uno reflejo del otro.

Se la metió en el bolsillo de la camisa y siguió investigando el contenido de la bolsa. Sacó un objeto de plástico negro rectangular, algo más largo y ancho que un paquete de cigarrillos. Estaba rodeado por una banda elástica para que no se abriera. En un extremo tenía una serie de botones de diferentes colores.

Ziggy se quedó mirándolo sorprendido. Parecía un mando a distancia artesanal. Tal vez rudimentario, pero el aspecto era ése. Lo dejó junto a las otras cosas y sacó el último objeto. Era un gran sobre marrón un poco roto. Tenía escritos un nombre y una dirección un poco borrados por el roce. Por el tamaño podía deducirse que había servido para enviar el álbum de fotos.

Lo abrió y encontró unas hojas de papel común, manuscritas con una caligrafía tosca pero bastante legible. Era la escritura de una persona que no tenía familiaridad con la palabra escrita, quizá tampoco con la hablada.

Ziggy empezó a leer. Las primeras páginas eran más bien aburridas, anécdotas cotidianas expuestas de modo rudo y a veces desarticulado. Él era alguien que leía libros y sabía reconocer la mano de un hombre con estudios que sabía escribir. Ésa no era esa mano.

Pero advirtió que lo que decía no carecía de interés, no obstante la torpe prosa. Más por lo que contaba que por cómo lo hacía. Siguió leyendo con creciente atención y poco a poco ésta se transformó en interés y, al fin, en una especie de fiebre. Cuando terminó de leer no pudo evitar ponerse de pie de un salto. Sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y el vello de los brazos se le erizó como por efecto de una descarga eléctrica.

Ziggy Stardust no podía creer lo que había leído. Se sentó lentamente, con las piernas abiertas y la mirada en el vacío.

La gran ocasión había llegado.

Lo que tenía entre manos podría valer millones de dólares si se encontraban las personas adecuadas. La idea le daba vueltas en la cabeza. Las posibles ventajas que obtendría le hicieron dejar de lado las seguras consecuencias que tendrían para otros.

Con extremo cuidado puso las hojas sobre la cama, como si fueran objetos frágiles. Después comenzó a pensar en cómo obtener provecho de esa fortuna inesperada. En cómo moverse para empezar a destilar el material para suscitar el máximo interés y, en consecuencia, obtener los mayores beneficios.

Y sobre todo con quién contactar.

Muchos pensamientos se sucedieron en su cerebro a la velocidad de la luz.

Encendió la impresora y puso las hojas sobre la mesa, junto al monitor del ordenador. Lo primero era hacer fotocopias. Una copia sería suficiente como para despertar el interés de cualquiera, y ese cualquiera estaría dispuesto a desembolsar una buena cifra si quería hacerse con el original, que quedaría en su poder hasta la finalización del negocio. Una vez hecha la fotocopia habría conservado sólo una parte suficiente como para dejar que imaginaran sin que se revelara nada definitivo. El resto lo habría destruido. La copia auténtica de esa bendita carta la metería en un sobre y la expediría a una casilla de correos anónima que usaba de vez en cuando. Allí reposaría hasta que alguien le diera motivos para ir a retirarla.

Y esos motivos sólo podrían ser una bonita suma de dólares.

Empezó a fotocopiar, poniendo los originales junto a la copia hecha. Ziggy era un tipo minucioso en el trabajo. Y ése era el trabajo más importante que le había tocado en la vida.

Colocó una de las últimas hojas en el vidrio del escáner, bajó la tapa y apretó el botón. La luz de lectura recorrió el aparato hasta que la memoria dispuso de la página completa. Cuando quiso imprimir, el sensor advirtió que se había terminado el papel y una luz naranja empezó a parpadear a la izquierda de la máquina.

Ziggy fue a coger más papel de un paquete que tenía sobre un estante de la biblioteca y lo introdujo en el cajetín.

En ese momento sintió un ruido a sus espaldas, un leve clic metálico, como de una llave que se rompe en la cerradura. Se volvió y tuvo tiempo de advertir que la puerta se abría y de ver a un hombre con una chaqueta verde.

«No, no hoy, no ahora cuando lo tenía todo en mis manos...»

En cambio tenía ante sí otra mano, una que empuñaba un cuchillo.

Seguro que era la hoja con la que había forzado aquella birria de cerradura. Y por la mirada del hombre supo que no se limitaría a eso.

Sintió cómo se le aflojaban las piernas y no tuvo fuerzas para decir nada. Mientras el hombre se le acercaba, Ziggy Stardust se echó a llorar. Por miedo al dolor y por miedo a la muerte.

Pero sobre todo por la desilusión.

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