Yo soy Dios (16 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Una arruga amarga dio una nueva forma a su boca y cambió la expresión a su rostro. Aquellas palabras llenas de fantasía y color habían sido transmitidas a una mente todavía tan limpia como para absorberlas y conservarlas en la memoria para siempre. Pero la CNN transmitía en ese momento otras palabras y otra iconografía, llamadas a componer en la memoria futura unas imágenes que, desde siempre, sólo la guerra tenía el triste privilegio de representar.

Y la guerra, como cualquier epidemia, antes o después llegaba a todas partes.

En primer plano aparecía la cara de Mark Lassiter, un enviado especial con la expresión consciente, a la vez que incrédula, de todo lo que estaba viendo y diciendo, y que llevaba bajo los ojos, en el cabello y el cuello de la camisa, las marcas de una noche en blanco. A sus espaldas, las ruinas de un edificio destripado de cuyo interior aún salían unas burlonas volutas de humo, hijas moribundas de unas llamas que habían iluminado durante horas la oscuridad y el espanto de las personas. Los bomberos habían luchado toda la noche para apagar el fuego y ahora, a un lado, los largos chorros de las motobombas indicaban que el trabajo no había terminado.

«Lo que ven ustedes detrás de mí es el inmueble que ayer fue parcialmente destruido por una potentísima explosión. Después de una primera inspección sumaria, los expertos se han abocado al trabajo de establecer las causas. Hasta el momento no se conoce reivindicación alguna que sirva para establecer si se trata de un atentado terrorista o de un simple y trágico accidente. Lo único que sabemos es que el número de muertos y desaparecidos es bastante alto. Los bomberos están trabajando sin descanso y sin ahorro de medios para extraer de las ruinas los cuerpos, con la esperanza de encontrar algún superviviente. Éstas son las impresionantes imágenes aéreas, enviadas por nuestro helicóptero, que muestran sin necesidad de comentarios la magnitud de esta tragedia que ha caído sobre la ciudad y todo el país, y que traen a la memoria otras imágenes y otras víctimas que la historia no dejará de recordar.»

La toma había cambiado y Lassiter pasó a comentar las tomas aéreas. Desde las alturas, la escena era aun más desgarradora. El edificio, una construcción de ladrillo rojo de veintiuna plantas, había resultado seccionado por la mitad en sentido longitudinal. La parte derecha se había derrumbado pero, en vez de arrastrar todo el edificio, había caído de lado dejando una espina erecta, como un dedo que indicara la dirección del cielo. La línea de fractura era tan nítida que de ese lado se veían las habitaciones sin pared externa y retazos de muebles y demás objetos que para los seres humanos constituyen la vida cotidiana.

En la última planta, una sábana blanca había quedado clavada en una reja y se movía desolada por el viento y por el desplazamiento del aire que provocaba el helicóptero, como una bandera de rendición o de luto. Por ventura la parte separada se había derrumbado hacia una zona arbolada, un pequeño parque con juegos para niños, una cancha de baloncesto y dos pistas de tenis, que había recibido el derrumbe evitando que golpeara otros edificios y aumentara el número de víctimas. Al expandirse hacia East River, la explosión no había afectado a los edificios de la parte opuesta, aun cuando todos los cristales, en un perímetro considerable, se habían pulverizado. Alrededor del edifico martirizado y sus ruinas había un colorido batiburrillo de vehículos de socorro y hombres que entregaban todo su vigor y esperanza en aquella lucha contra el tiempo.

El comentarista volvió al primer plano sustituyendo con su rostro grave las imágenes de muerte y desolación.

«El alcalde Wilson Gollemberg ha decretado el estado de emergencia y se ha desplazado al escenario de la catástrofe. Durante toda la noche ha participado activamente en las operaciones de socorro. Tenemos una declaración hecha por él ayer noche, después de su llegada al lugar.»

Una vez más cambiaba el encuadre, la calidad de la imagen mermada. El alcalde, un hombre alto y con un rostro franco que transmitía la sensación de vibrar de ansiedad al tiempo que irradiaba firmeza y confianza, estaba iluminado por las luces blancas de las cámaras, que así combatían el contraluz de llamas desbocadas a sus espaldas. En ese momento de confusión y emergencia había hecho pocos comentarios sobre lo que acababa de ocurrir.

«No es posible por el momento hacer un balance y sacar conclusiones. Sólo una cosa puedo prometer como alcalde a mis conciudadanos y como estadounidense a mis compatriotas. Si hay uno o más responsables de este execrable acto, han de saber que para ellos no habrá escapatoria. Su ferocidad y su infamia tendrán el castigo que merecen.»

Otra vez el cronista en directo desde un espacio que para mucha gente ya no sería el mismo.

«Por el momento es todo desde el Lower East Side de Nueva York. Una conferencia de prensa está prevista para los próximos minutos. Informaremos de inmediato si se produjeran novedades.»

La imagen y la respuesta de los presentadores del estudio llegaron al mismo tiempo que la llamada en el teléfono móvil, apoyado en una mesita junto a la butaca. El sacerdote quitó el audio del televisor y respondió. Del aparato surgió la voz ligeramente alterada por la emoción de Paul Smith, en anciano párroco de Saint Benedict.

—Michael, ¿estás viendo la televisión?

—Sí.

—Es terrorífico.

—Sí, lo sé.

—Toda esa gente, esos muertos. Toda esa desesperación. No logro entenderlo. ¿Qué puede tener en la cabeza alguien que hace algo así?

El padre McKean se sintió víctima de un extraño y desolado agotamiento. La fatiga que golpea la humanidad de un hombre cuando se ve obligado a enfrentarse a la inhumanidad de otros.

—Hay algo de lo cual tenemos que darnos cuenta, Paul. Mucho me temo que el odio ha dejado de ser sólo un sentimiento. Se está volviendo un virus. Cuando infecta el ánimo, la mente se pierde. Y las defensas de las personas son cada vez más ineficaces.

Al otro lado del teléfono hubo un momento de silencio, como si el viejo sacerdote estuviera reflexionando sobre las palabras que había oído. Después manifestó una duda, quizás el verdadero motivo de su llamada.

—Con lo que acaba de suceder, ¿crees que será oportuno celebrar una misa solemne? ¿No crees que algo más discreto sería mejor, dadas las circunstancias?

En la parroquia de Saint Benedict, la misa más importante del domingo era la de las once menos cuarto. Por eso, en la indicación de horarios en la vitrina se anunciaba como misa solemne. En la balconada sobre la entrada de la iglesia, donde estaba instalado el órgano, se situaba el coro. Durante la ceremonia, otros vocalistas cantaban salmos directamente en el altar. El inicio del culto incluía una pequeña procesión en la cual, además de cuatro monaguillos en hábito blanco, también participaban algunos feligreses escogidos entre los asiduos.

McKean lo pensó un poco y sacudió la cabeza, como si el párroco pudiera verlo.

—No creo, Paul. Pienso que la misa solemne, justo hoy, será una toma de posición y una respuesta concreta a esta barbarie, llegue de donde llegue. No dejaremos de rogar a Dios del modo que consideremos más digno. Y con la misma solemnidad rendiremos honores a las víctimas inocentes de esta tragedia. —Hizo una pausa—. Lo único que quizá podríamos hacer es cambiar la lectura. En la liturgia de hoy está previsto un pasaje del Evangelio de Juan. Yo lo sustituiría por el Sermón de la Montaña. Las bienaventuranzas. Forman parte de la experiencia de todos, aun de los no creyentes.

»Pienso que será muy significativo en un día como hoy, cuando la misericordia no debe ceder ante el instinto de revancha. La venganza es la justicia imperfecta de este mundo. Nosotros hablamos de una justicia no terrena, o sea no contaminada por el error.

Al otro lado hubo un instante de silencio.

—¿Lucas o Mateo?

—Mateo. El pasaje de Lucas incluye una parte de venganza que no coincide con nuestros sentimientos. Y las cantatas podrían ser
The whole word is waiting for love
y
Let the valley be raised
. Pero en esto creo que habría que consultar al maestro Bennett. —Bennett era el director del coro.

Una pausa más dio lugar al alivio de las dudas del párroco.

—Sí. Pienso que tienes razón. Sólo te pediría una cosa, y estoy seguro de interpretar el parecer de todos.

—Dime.

—Querría que fueras tú el que pronunciase el sermón durante la misa.

El padre McKean sintió una súbita ternura. El párroco Smith era una persona frágil y sensible, propenso a la conmoción. A menudo su voz se quebraba, y eso ocurría cuando tenía que afrontar asuntos que comprometían su sensibilidad.

—Está bien, Paul.

—Hasta ahora, entonces.

—Iré en un par de minutos.

Puso el móvil sobre la mesa, se incorporó y fue hacia la ventana. Las formas y los colores de siempre, familiares, mar, viento, árboles que ese día parecían extraños espectadores de un mundo aparte, imágenes sin comprensión o difíciles de comprender. Lo que acababa de ver en televisión seguía superponiéndose a lo que tenía ante sus ojos. Volvieron a su memoria los tiempos feroces del 11 de Septiembre, el día que el tiempo y el mundo habían cambiado de un antes a un después.

Volvió a pensar en los muchos crímenes cometidos en nombre de Dios, cuando Dios no tenía nada que ver. Cualquier Dios del que se estuviese hablando. Al hombre Michael McKean, no al sacerdote, le surgió una pregunta instintiva. Hacía un tiempo, Juan Pablo II había pedido perdón al mundo por el comportamiento de la Iglesia católica de cuatrocientos años antes, en la época de la Inquisición. Dentro de cuatrocientos años, ¿de qué pediría perdón el Papa de entonces por lo que se estaba haciendo ahora? ¿De qué pedirían perdón todos los hombres del mundo que profesaban una fe?

La fe era un don, un regalo, como el amor y la amistad y la confianza. No podía nacer de la razón. Aunque en algunos casos la razón podía ayudar a mantenerla viva. Era otro camino, el que corría paralelo en una dirección que no era menester conocer. Pero si la fe hacía perder la razón, con ella se perdían también el amor, la amistad, la confianza, la bondad.

Y en consecuencia la esperanza.

Desde la fundación de Joy, tenía a su alrededor a muchachos y chicas para quienes la esperanza era un sentimiento desconocido desde el principio, o perdido en el transcurso de un viaje breve y desdichado. Lo que había ocupado el lugar de la esperanza era una terrible convicción: que la vida estaba hecha de atajos, de expedientes, de penumbras, de deseos no realizados, de golpes, de afecto negado, de cosas bonitas sólo destinadas a otros. La certeza de que yendo contra la vida y contra ellos mismos no tenían nada que perder, porque en la nada ya vivían.

Y así, en esa nada, muchos se perdían.

Llamaron a la puerta. El sacerdote se apartó de la ventana y fue a abrir. Se encontró con John Kortighan, el responsable laico de Joy, el optimismo hecho persona. Y Dios sabía cuánto optimismo se necesitaba cada día en un sitio como ése.

John estaba a cargo de todos los aspectos prácticos de una estructura que requería, desde el punto de vista técnico, una gestión bastante sencilla. Pero al mismo tiempo, y por diferentes motivos, también era muy compleja. Era administrador, organizador, procurador y toda una serie de otras funciones que terminaban en «or», entre las cuales no era menos la de ser un verdadero señor. Cuando John aceptó ocuparse de Joy con un sueldo no muy elevando y no siempre puntual, el reverendo McKean, primero incrédulo y después eufórico, se había encontrado ante un regalo inesperado. No se había equivocado cuando lo evaluó y nunca había tenido razones para arrepentirse de su elección.

—Los chicos están listos, Michael.

—Muy bien. Vamos.

Cogió la chaqueta del perchero, salió del cuarto y cerró la puerta. No echó llave. En Joy no existían cerraduras ni pestillos. Algo que siempre habría tratado de transmitir a sus muchachos era que no se hallaban en una cárcel, sino en un lugar donde las acciones estaban gobernadas por la elección personal. Las acciones y los movimientos de todos. Cada uno de ellos era autónomo y podía abandonar la comunidad cuando quisiera. Muchos se habían acercado a Joy porque se sentían prisioneros en el lugar donde vivían antes.

El padre McKean era consciente de ello y sabía que la batalla contra las drogas era larga y difícil. Sabía que cada uno de sus chicos luchaba contra una necesidad física que podía transformarse en un más que probado malestar. Al mismo tiempo, cada uno debía enfrentarse a todo lo que lo había empujado hacia la peor oscuridad, esa oscuridad que también puede encontrarse en la claridad del día. Con la seguridad de que el suplicio físico podría concluir, y el resto podría ser olvidado o escondido, con el simple gesto de tragarse una pastilla, esnifar polvo blanco o clavarse una aguja en la vena.

Por desgracia, a veces había uno que no lo lograba. Algunas mañanas se encontraban con una cama vacía y con una derrota que era difícil aceptar y digerir. En ese momento los otros chicos se acercaban al padre McKean. Esa demostración de afecto y confianza le daba sentido a todas las cosas y le infundía fuerzas para continuar. Aunque con amargura y un poco más de experiencia.

Mientras bajaban por la escalera, John no pudo evitar hacer un comentario sobre lo que había sucedido en Manhattan la tarde anterior. Probablemente no se hablara de otra cosa en todo el mundo.

—¿Has visto los telediarios?

—He visto muchos, no todos.

—Esta mañana he estado ocupado, ¿hay novedades?

—No. O al menos no hay novedades que conozca la prensa.

—¿Quién crees que ha sido, terroristas islamistas?

—No sabría decirte, John. No he podido hacerme a la idea. Es posible que nadie se la haga. La otra vez la reivindicación fue inmediata.

No había por qué entrar en detalles. Los dos sabían a qué otra vez se refería.

—Tengo un primo en la policía —dijo John—, en un distrito del Lower East Side. Hemos hablado esta mañana, estaba allí mismo. No pudo entrar en detalles pero opina que es un asunto muy feo.

John se detuvo un momento en el último descanso de la escalera, como si lo que estaba por decir necesitara de una atención especial.

—Quiero decir: mucho más feo de lo que parece.

Siguieron bajando y llegaron al final en silencio. Los dos se preguntaban qué podía ser peor que una masacre como la que se había producido. Atravesaron una cocina preparada para cubrir las necesidades de una comunidad de treinta personas. Tres chicos de turno y la señora Carraro, la cocinera, estaban trabajando en la preparación del almuerzo dominical.

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