Yo soy Dios (17 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Era un local más bien amplio situado en la parte trasera de la casa. Estaba iluminado por grandes ventanas y tenía las hornallas en el centro bajo la campana extractora. Los estantes y frigoríficos estaban contra las paredes.

El padre McKean se acercó a un fuego, junto al cual había una mujer que le daba la espalda y no lo vio llegar. Levantó la tapa de una olla y surgió el delicioso aroma de la salsa.

—Buenos días, señora Carraro. ¿Con qué nos envenenará hoy?

Janet Carraro, mujer de mediana edad y de formas generosas, según su propia definición «a sólo un kilo de ser gorda», dio un respingo. Se limpió las manos en el mandil, le quitó la tapa de la mano al sacerdote y volvió a cubrir la olla.

—Padre McKean, si me baso en sus reglas de medición, esta salsa puede ser considerada como pecado de gula.

—O sea que además de temer por nuestros cuerpos deberíamos temer por nuestras almas...

Desde el extremo opuesto de la cocina, los chicos que limpiaban y cortaban verduras sonrieron. Ese tipo de esgrima verbal era habitual entre el sacerdote y la cocinera, fruto del afecto y de la necesidad de divertirse. Janet Carraro cogió una cuchara de madera, la introdujo en la salsa y se la ofreció al sacerdote con gesto de desafío.

—Compruébelo usted mismo, hombre de poca fe. Y acuérdese de santo Tomás.

McKean sopló sobre la salsa para que se enfriara y se acercó la cuchara a los labios. El gesto de duda de un primer instante cedió paso a una expresión de éxtasis. Sin dudarlo, reconoció el robusto sabor de la salsa a la
amatriciana
de la señora Carraro.

—Le pido perdón, señora Carraro. Es la mejor salsa boloñesa que he probado.

—Es una salsa a la
amatriciana
.

—Entonces tendré que recordarlo, si no seguirá sabiéndome a salsa boloñesa.

La cocinera fingió sentirse indignada.

—Si no fuera usted la persona que es, por esa afirmación metería solapadamente una dosis extra de guindillas en su plato. Y no esté seguro de que no vaya a hacerlo. —Pero su cara sonriente y su tono desmentían su amenaza. Le señaló la puerta con la cuchara—. Y ahora váyase y deje trabajar a las personas, si quiere comer cuando vuelva. Boloñesa o
amatriciana
o lo que sea.

El sacerdote se encontró con John Kortighan junto a la puerta del patio. Sonreía por el pequeño espectáculo que había presenciado. Mientras le sostenía la puerta vertió su juicio crítico.

—Muy divertido. Tú y la señora Carraro podríais dedicaros a la comedia.

—Ya lo ha dicho Shakespeare.
Ragú or not ragú, that is the question
, ¿recuerdas?

La risotada de su colaborador lo siguió hasta el exterior y se perdió sin ecos en el aire fresco. Estaban en el patio y se dirigieron hacia el flanco derecho del edificio, donde esperaban los chicos dentro de un pequeño autobús que clamaba por un repaso de chapa y pintura.

El padre McKean se detuvo un momento y alzó la vista hacia el cielo sereno. A pesar del intercambio de bromas, le había entrado una sensación de desasosiego a la que no lograba dar un nombre.

No obstante, cuando subió al vehículo y saludó a los chicos, la ternura y la alegría de estar juntos lo alejaron un momento del pensamiento que había tenido un rato antes, como una mala noticia. Mientras el viejo autobús recorría el camino de tierra hacia la salida del predio, dejando atrás la casa envuelta en una nube de polvo, la sensación de amenaza volvió a tomar posesión de sus pensamientos. Revisó las imágenes que había visto en televisión y tuvo la impresión de que el viento, el mismo que impedía que ángeles y hombres lloraran, había dejado de soplar de golpe.

14

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos
.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra
.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados
.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados
.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia
.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios
.

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios
.

Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos
.

Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros
.

El reverendo McKean estaba de pie a la izquierda del altar, ante un atril, un par de escalones por encima del suelo de la iglesia. Cuando con su voz profunda concluyó la lectura, se quedó un instante en silencio, con la mirada fija en la página, para dejar que sus palabras llegaran a todos los rincones. No era un recorrido largo, pero en ese momento tampoco era fácil. Al fin, alzó la cabeza y recorrió con la mirada la iglesia llena de gente.

Después empezó a hablar.

—Las frases que acabáis de oír pertenecen a uno de los más célebres sermones de Jesús. Y la celebridad le ha llegado no sólo por la belleza de las palabras y su fuerza evocativa, sino por su importancia durante los siglos que siguieron. En esos pocos pasos está incluida la esencia de la doctrina que Jesús predicó durante los últimos tres años de su vida. Él, que haciéndose hombre trajo a la Tierra el pacto entre los hombres y el Padre, nos indica la esperanza con su mensaje pero no nos invita a la rendición. No significa que cada uno de nosotros deba aceptar pasivamente lo que sea injusto, doloroso y funesto en un mundo hecho por Dios pero gobernado por los hombres. Ante todo nos recuerda que nuestra fuerza y nuestro sostén en la lucha de cada día están en la fe. Y nos la pide. No la impone. Como un amigo, simplemente nos la pide.

Hizo una pausa y volvió a dirigir la mirada al atril. Cuando levantó la cabeza permitió sin reparo que los presentes vieran que las lágrimas bajaban por sus mejillas.

—Todos sabéis lo que ocurrió ayer en nuestra ciudad. Las terribles imágenes que cada uno de nosotros tenemos ante los ojos no son nuevas, como tampoco el horror que producen, el dolor y la piedad cuando nos encontramos frente a pruebas como ésta, pruebas que debemos superar.

Hizo una pausa para que los presentes entendieran y recordaran.

—Que todos debemos superar, sí, todos, hasta la última persona, porque el dolor que golpea a uno solo de nosotros lo hace con todo el género humano. Estamos hechos de carne, con nuestras debilidades y nuestra fragilidad, y cuando llega un hecho luctuoso e inesperado, un hecho incomprensible que compromete nuestra existencia y supera nuestra tolerancia, la primera reacción es la de preguntarse por qué Dios nos ha abandonado.

El de preguntarnos por qué, si es que somos sus hijos, permite que sucedan estas cosas. También lo hizo Jesús, cuando en la cruz sintió que su parte humana exigía el tributo de dolor que le había requerido la voluntad del Padre. Y entendedlo: en ese momento Jesús no tenía fe.

Hizo una pausa. Ese domingo había un silencio nuevo en la parroquia.

—En ese momento Jesús era la fe. —Subrayó especialmente esa frase antes de seguir—. Si le ocurrió al hombre que vino al mundo con el propósito de traernos la redención, es comprensible que pueda ocurrimos también a nosotros, que somos los beneficiarios de aquella voluntad y sacrificio, y a la cual damos gracias cada vez que nos dirigimos al altar.

Una nueva pausa y su voz volvió a ser la de un amigo, más que la de un predicador de la fe.

—Oíd: a un amigo se lo acepta tal como es. A veces tenemos que hacerlo aun cuando no comprendamos, porque en algunos casos la confianza debe estar antes que la comprensión. Si actuamos así por un amigo, que es humano y lo sigue siendo, con más razón debemos hacerlo por Dios, que es nuestro Padre a la vez que nuestro mejor amigo. Cuando no entendamos debemos ofrecer esa fe que se nos pide aunque seamos pobres, estemos enfermos, tengamos hambre y sed, nos persigan, insulten o acusen injustamente. Porque Jesús nos enseñó que la fe viene de nuestra bondad, de la pureza de nuestro corazón, de nuestra misericordia y de nuestro deseo de paz.

»Y nosotros, recordando las palabras de Jesús en la montaña, tendremos esa fe. Porque nos prometió que si bien el mundo en que vivimos es imperfecto, si el tiempo en el que envejecemos es imperfecto, lo que obtendremos a cambio será un sitio maravilloso, sólo para nosotros. Y que no habrá un tiempo, porque será para siempre.

Con una admirable sincronización, al final del sermón los sonidos evocativos del órgano se propagaron por la iglesia, apoyando a un coro que entonaba un canto que hablaba del mundo y de su necesidad de amor. Cada vez que el padre McKean escuchaba las voces congeniadas de los cantores en esa perfecta fusión de armonía, no podía dejar de sentir un escalofrío. Pensó que la música era uno de los más grandes regalos hechos a los seres humanos, algo que repercutía tanto en el espíritu que llegaba a afectar el cuerpo. Se alejó del atril y alcanzó su sitio en la otra parte del altar, junto a los monaguillos. Se quedó de pie, siguiendo el ritual de la misa a la vez que observaba a los fieles que llenaban la iglesia.

Sus chicos, aparte de los que estaban de turno para trabajar en Joy, estaban sentados en las primeras filas. Como para todo, McKean había dejado libre elección sobre los rezos y la presencia en misa. Joy era un lugar de transformación humana, antes que de conversión religiosa. El responsable de la comunidad era un sacerdote católico, y ese mismo sacerdote había decidido que no tendría influencia en la elección de los chicos. Pero era consciente de que todos venían a la iglesia porque estaba él y porque sabían que le gustaba verlos participar en un momento de relación colectiva.

Por el momento, eso le era suficiente.

La iglesia de Saint Benedict estaba en el centro de un barrio de viviendas del Bronx llamado Country Club, en su mayor parte poblado por personas de origen hispano o italiano, cuyas características físicas eran fácilmente reconocibles en la mayoría de los presentes. En la entrada de la iglesia, pegadas al muro junto a la imagen de la Virgen María, había unas chapas de bronce colocadas allí en recuerdo de los fieles de la parroquia fallecidos. Casi todas mostraban apellidos españoles e italianos. En efecto, al final del día y en consideración de las dos etnias, se celebraban misas en ambos idiomas.

En el momento de la comunión, el padre McKean se acercó al altar y recibió la hostia de manos del párroco, que no disimuló una mirada de satisfacción por el sermón. Entre la magia de la música que subrayaba el intercambio de deseos de paz y el aroma del incienso que se esparcía en el aire, la voz del padre Paul Smith condujo la misa en plegaria hasta su conclusión.

Poco después, como de costumbre, los sacerdotes se encontraron a la salida de la iglesia para saludar a los feligreses, intercambiar impresiones, escuchar historias y discutir iniciativas de la parroquia. En los meses de invierno, estos encuentros se producían en el claustro, pero en ese hermoso día las puertas estaban abiertas y todos se reunieron en la escalinata exterior.

El padre McKean recibió felicitaciones por su comentario del Evangelio. Y Helen Carraro, la hermana mayor de la cocinera, no dudó en presentarse con los ojos húmedos para expresarle su conmoción y recordarle que sufría de artritis. Roger Brodie, un carpintero jubilado que a veces hacía trabajos gratis para la parroquia, prometió que al día siguiente iría a Joy para hacer una reparación. Poco a poco los grupos se disolvieron y las personas volvieron a sus coches y sus casas. Muchos habían venido a pie porque vivían cerca.

El párroco y el padre McKean se quedaron solos.

—Hoy has estado emocionante. Eres una gran persona, Michael. Por lo que dices y por cómo lo dices. Por lo que haces y por cómo lo haces.

—Gracias, Paul.

Paul Smith se volvió y dirigió la mirada a John Kortighan y los chicos que estaban en la acera esperando para regresar a Joy. Cuando volvió a mirarlo, McKean leyó en sus ojos cierto pudor.

—Debo pedirte un sacrificio, si no te pesa mucho.

—Dime.

—Ángelo no está bien. Sé que los domingos son muy importantes para ti y tus chicos, pero ¿podrías sustituirlo en la misa de las doce y media?

—No hay problema.

Los chicos sentirían su ausencia, pero en un día tan especial sabía que no estaría de humor como para compartir la mesa con ellos. El sentimiento de opresión no lo había abandonado del todo y pensaba que quizá sería mejor no estar presente que estarlo de mal humor.

Bajó la escalinata y se acercó a los chicos que lo estaban esperando.

—Lo siento, pero me temo que deberéis comer sin mí. Tengo un compromiso en la parroquia. Os alcanzaré más tarde. Decidle a la señora Carraro que me espere con algo caliente... si antes no os lo acabáis todo.

Captó la desilusión en los rostros de algunos chicos. Jerry Romero, el más veterano, el que llevaba más tiempo como huésped en Joy, y que para muchos de sus compañeros era un punto de referencia, se erigió en portavoz del descontento general.

—Creo que para lograr el perdón esta vez tendrás que concedernos una sesión de Fastflyx.

Fastflyx era un servicio de alquiler de películas por correo que Joy había obtenido gratuitamente gracias a la diplomacia de John Kortighan. En un lugar de fatigas y renuncias, como era la comunidad, una simple película era un pequeño lujo.

McKean señaló al muchacho con el índice.

—Esto es un chantaje indecente, Jerry. Y os lo digo a ti y a tus cómplices. No obstante, me veo obligado a ceder bajo el peso de la voluntad general. Además, creo que ayer llegó una sorpresa. Es más: una sorpresa doble.

Hizo un gesto como para parar en seco las preguntas de los chicos.

—Luego hablaremos. Ahora iros que los otros están esperando.

En medio de una discusión, los chicos se dirigieron al batmóvil, que era como llamaban al transporte de Joy. McKean los observó alejarse. Eran una colorida masa de ropa con un cúmulo de problemas demasiado grande para su edad. Algunos eran individuos con los que no era fácil relacionarse. Pero eran la familia del sacerdote y durante un período de sus vidas Joy sería la de ellos.

John habló con McKean antes de alcanzarlos.

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