Yo soy Dios (20 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

No había creído necesario sentarse a la mesa, y había preparado dos sitios con mantelitos de bambú en el banco, al otro lado del comedor.

Habló en voz alta, para que su sobrina la oyera, si es que estaba en el fondo del pasillo o en el dormitorio.

—Está listo.

Poco después Sundance apareció en el salón-cocina del pequeño apartamento de Vivien. Acababa de darse una ducha y todavía tenía húmedos los largos cabellos. La luz que emanaba de la chica la deslumbró. Llevaba camiseta y vaqueros, y aun así parecía una reina. No obstante algunos rasgos de su padre, era el vivo retrato de su madre.

Bella, frágil, delicada.

Difícil de entender. Fácil de herir.

Vivien sintió que se le oprimía el corazón. Había momentos en que el dolor que llevaba dentro como un coágulo de sangre invadía todo su ser. Era pena por todo lo que había pasado, remordimiento por todo lo que podría pasar y que la suerte había querido que aún no pasara. Era una risotada de burla por esos instantes en que, como ser humano que era, se había encontrado pensando que la vida era bella. Por los sueños de todos, transformados en tierra de nadie.

A pesar de todo le dedicó una sonrisa a su sobrina.

Apoyada en el sentido común, no podía permitir que todo lo perdido entrara, como una larga ola, y arrastrara todo lo que aún podía recuperarse. Y también se llevara las cosas que podían construirse en el cupo de futuro que todavía le esperaba. No siempre el tiempo curaba todas las heridas. A Vivien le bastaba con que no le produjese otras. Del resto, y en lo que podía, se ocuparía ella. No para ponerle una mordaza al sentimiento de culpa que arrastraba, sino para impedir que Sundance dejase demasiado espacio al suyo.

La muchacha se sentó en el taburete e inclinó la cabeza sobre el plato para que le llegara el aroma de la pasta. Sus cabellos cayeron sobre la mesa como el llanto de un sauce.

—¿Qué has preparado?

—Cosas simples: espaguetis con tomate y albahaca.

—Ummmmm. ¡Qué rico!

—¿Una opinión originada en la confianza?

Sundance la miró con sus límpidos ojos azul celeste. Como si no le hubiese sucedido nada, como si la profundidad de la mirada se debiese a su nacimiento y no a un reflejo interior.

—Tus espaguetis están siempre ricos.

Vivien sonrió e hizo un exagerado gesto de agradecimiento.

Se sentó junto a Sundance. Empezaron a comer en silencio, cada una consciente de la presencia de la otra.

Después de lo sucedido, Vivien no había hablado nunca con Sundance de los hechos que ella había protagonizado. Para eso hubo un psicólogo, a través de un recorrido difícil, tortuoso y blindado que todavía no había concluido del todo. A veces Vivien se preguntaba si concluiría alguna vez. Pero Vivien era la única que había quedado como punto de referencia, después de que su hermana Greta cayera víctima de un alzheimer precoz que día a día la empujaba hacia la nada. Nathan, el padre de Sundance, que en la nada había nacido y que lo único que sabía hacer era ocultarlo, sólo había pensado en irse, tratando de olvidar algo que no lo abandonaría nunca. Si no otra cosa, había dejado suficiente dinero para las necesidades de su mujer y su hija. Conociéndolo como lo conocía, Vivien pensaba que eso era lo máximo que de él podía esperarse. Que cualquier otra cosa que llegara de su parte sería más un daño que una ayuda.

Terminaron la pasta casi al mismo tiempo.

—¿Tienes más hambre? Si quieres una hamburguesa...

—No. Así estoy bien. Gracias, Vunny.

Sundance se incorporó y fue hacia el televisor; Vivien lo había dejado apagado durante el almuerzo. Vio cómo cogía el mando a distancia del brazo del sofá y lo apuntaba hacia el aparato. Las imágenes y voces del Eyewitness Channel inundaron la habitación.

Y un espectáculo de muerte y desolación invadió la pantalla.

Vivien quitó los platos del banco y los llevó al fregadero. Las imágenes que retransmitía el canal eran el dramático corolario de lo que habían visto en directo.

La noche anterior, mientras la catástrofe quitaba el aire al mundo, y ellas estaban en pleno tráfico, Vivien había encendido la radio del coche, segura de que en instantes se sabría qué había ocurrido. Y así fue después de una pequeña eternidad. El programa de música se había interrumpido para dar paso a la noticia de la explosión, con los pocos detalles disponibles en aquel momento. Las dos se quedaron en silencio y escucharon los comentarios del locutor al mismo tiempo que veían el resplandor de las llamas frente a ellas, tan vividas y violentas que además de las cosas parecían estar quemando las almas. El incendio había seguido expendiéndose a un lado del coche, mientras pasaban por el Alphabet City a la altura de la calle Diez, recorriendo la ribera del río y la paralela D Avenue. Vivien estaba segura de que en pocos minutos el tráfico de esa zona se bloquearía, por lo que había escogido dar un largo rodeo para llegar a su casa, en la zona de Battery Park. Había cruzado el puente de Williamsburg y recorrido toda la vía rápida Brooklyn-Queens para llegar al Downtown a través del túnel. En todo ese tiempo no había dicho una palabra, pasando de emisora en emisora para tener novedades.

Llegadas a casa, se precipitaron a encender la televisión. Y las imágenes de pesadilla metropolitana que aparecían confirmaron lo que habían visto en directo. Siguieron las transmisiones hasta muy tarde, comentando lo que veían. Escucharon las palabras del alcalde y un breve comunicado de la Casa Blanca hasta que el cansancio pudo más que el desconsuelo.

Se durmieron en la cama de Vivien, las dos juntas, con el ruido de la explosión que todavía retumbaba en sus oídos y sintiendo aún la vibración del suelo que siguió, como si en el recuerdo no pudiera pararse.

Vivien abrió el grifo y vertió agua sobre los platos sucios de salsa. Agregó unas gotas de detergente. Como en un juego inocente, la espuma surgió de la nada mientras a sus espaldas oía las voces de los cronistas que no agregaban nada a lo que ya se sabía, aparte de la actualización de un número de víctimas que seguía aumentando.

El sonido del teléfono fue como una señal de vida entre todas esas narraciones de muerte. Vivien se secó las manos y cogió el inalámbrico. Oyó la voz del capitán Alan Bellew, fuerte e incisiva como siempre, pero con una ligera nota de cansancio.

—Hola, Vivien, soy Bellew.

Nunca antes la había llamado a su casa y menos aún en sus días de descanso. Enseguida imaginó cuál podía ser la continuación.

—Dime.

No hubo necesidad de aclaraciones. Los dos conocían bien de qué se trataba.

—Es un follón. Acabo de salir de una reunión en la Jefatura Central con el jefe de policía y los responsables de los distritos. Estoy convocando a todos mis efectivos. Esta noche os quiero ver para ponernos a todos al corriente de la situación.

—¿Es tan grave?

—Sí. Lo que sabe la prensa todavía no es nada en comparación. Aunque debo reconocer que por el momento tampoco nosotros sabemos mucho más. Existe la posibilidad, si bien remota, de que la ciudad esté siendo sometida a un ataque. En cualquier caso os lo explicaré todo personalmente. A las nueve en comisaría.

—De acuerdo.

La voz del capitán cambió de tono y se transformó en la de un amigo, después de haber sido la de un superior en una emergencia.

—Lo siento, Vivien. Sé que últimamente has trabajado duro y sé de tus compromisos. Esta noche tenías que acompañar a tu sobrina al concierto de U2. En todo caso debes saber que por motivos de orden público han sido suspendidas todas las actividades que supongan la reunión de muchas personas.

—Lo sé. Lo acaban de decir en televisión.

El capitán guardó silencio. De complicidad o de pudor. Después habló.

—¿Cómo está Sundance?

Bellew tenía dos hijas un poco mayores que su sobrina. Vivien pensó que probablemente tenía sus caras ante los ojos cuando hacía esa pregunta.

—Bien.

Lo dijo bajito, como si fuera más producto de la ilusión que una certeza.

—Hasta luego, pues.

—Adiós, Alan. Gracias.

Vivien cortó la comunicación y dejó el teléfono al lado del fregadero. Por un instante se quedó mirando los platos, como si en vez de estar bajo diez centímetros de agua estuvieran inmersos en la profundidad del océano.

Cuando se volvió, Sundance estaba de pie en el otro extremo del banco y la miraba. En ese momento era una adulta con ojos viejos en el cuerpo de una chavala. Todo lo que la rodeaba le estaba diciendo que cada cosa que se posee puede ser quitada sin preaviso. Más que nunca, Vivien sintió la necesidad de enseñarle y demostrarle que, del mismo modo, muchas bellas cosas nuevas pueden llegar.

¿Cómo hacerlo? Todavía no lo sabía, pero aprendería. Y las habría salvado a las dos.

Su sobrina sonrió como si hubiera leído en su rostro ese pensamiento.

—Tenemos que volver a Joy, ¿verdad?

Vivien asintió con la cabeza.

—Lo siento.

—Voy a preparar el bolso.

La muchacha se alejó por el pasillo en dirección al dormitorio. Vivien se dirigió a una pequeña caja fuerte escondida detrás de un cuadro. Después de componer la clave en el panel electrónico, la abrió y sacó la pistola y la placa.

Sundance estaba en el fondo del pasillo y la esperaba con el bolso en la mano. No había trazas de desilusión en su cara. En el fondo, Vivien hubiese querido que las hubiera. Lo de Sundance era un precoz acomodo a una vida que procede de esa manera y que no siempre se puede cambiar.

Habían planeado ir a correr juntas en horas de la tarde por la ribera del Hudson para después regalarse una noche de espectáculo y multitud, perdidas entre los asistentes al concierto, pero siempre conscientes de estar juntas, en un momento de euforia positiva que sólo la música puede dar.

Y en cambio...

Salieron a la calle y se dirigieron al coche. Era un día estupendo, pero en ese momento el sol, una brisa ligera y el azul intenso del cielo parecían una burla cruel, una complaciente vanidad de la naturaleza más que un regalo a los seres humanos.

Vivien accionó la llave electrónica y abrió las puertas. Sundance lanzó el bolso al asiento trasero y se sentó a su lado. Cuando Vivien estaba por poner en marcha el motor, la voz débil de la chica la pilló desprevenida.

—¿Has visto a mamá últimamente?

Vivien quedó sorprendida y paralizada. Hacía muchos meses que no tocaban ese tema. Se volvió hacia su sobrina. Estaba mirando fuera y le daba la espalda, como si tuviera vergüenza de la pregunta o temor a la respuesta.

—Sí. Ayer estuve allí.

—¿Cómo está?

«La pregunta justa sería "dónde" está.» Vivien se abstuvo de mencionarlo y trató de poner una voz lo más neutra posible mientras le decía la verdad. Había decidido hacerlo.

—No bien.

—¿Qué piensas, podré verla?

A Vivien le faltó el aire, como si dentro del coche ya no lo hubiera.

—No sé si es buena idea. No creo que pueda reconocerte.

Sundance la miró con lágrimas en los ojos.

—Yo la reconozco y eso me basta.

Vivien sintió que la invadía una devastadora ola de ternura. Desde que su sobrina se había visto envuelta en aquella horrible historia, era la primera vez que la veía llorar. Pero ignoraba si cuando estaba a solas se dejaba arrastrar por el consuelo ilusorio de las lágrimas. Con Vivien y las otras personas con que estaba en contacto se mostraba siempre ensimismada, como si hubiese erigido un muro entre ella y su propia humanidad, para impedir que el dolor penetrara.

De pronto volvió a ver a la niña de otros tiempos y también revivió todos los buenos momentos que habían pasado juntas. Se acercó y la abrazó, para tratar de borrar la fealdad que ambas querían olvidar. Sundance se refugió en el abrazo y ambas se quedaron quietas durante un largo rato, dejando que todo lo que tenían dentro fluyera con esa corriente de emociones, cada una apretando en el puño el billete de vuelta de un largo viaje.

Vivien oyó la voz entrecortada de su sobrina. Provenía de algún punto entre su cabello.

—¡Oh, Vunny! Lo siento... eso que he hecho. No era yo, no era yo, no era yo...

Siguió repitiendo esas palabras hasta que Vivien estrechó el abrazo y le puso una mano en la cabeza. Sabía que ése era un momento importante en sus vidas y rogó a quien fuese responsable de la existencia de los seres humanos que la ayudase a encontrar las palabras apropiadas.

—Sssshh. Ya ha pasado. Todo ha pasado.

Lo dijo dos veces, para convencerla y convencerse.

Vivien la tuvo abrazada hasta que los sollozos se apagaron. Cuando se separaron, Vivien se inclinó hacia el salpicadero, abrió la guantera y cogió una caja de pañuelos de papel.

Se la dio a la muchacha.

—Ten. Si seguimos así, dentro de poco este coche parecerá una pecera.

Hizo esa broma para atemperar la tensión y ratificar el nuevo pacto entre ambas. Sundance insinuó una sonrisa, cogió un pañuelo y se secó los ojos.

Vivien hizo lo mismo.

La voz firme de la muchacha la sorprendió con el pañuelo en los ojos.

—Había un hombre.

Vivien esperó en silencio. Demostrar inquietud o estimular las confidencias de su sobrina habría sido un error. Sundance siguió hablando sin necesidad de estímulos. Ahora que el muro había caído parecía como si cada oscuridad escondida al otro lado tuviese urgencia de reencontrarse con la luz del sol.

—Uno que conocí y me daba cosas. Uno que organizaba...

Volvió a rompérsele la voz. Vivien comprendió que para ella todavía era difícil pronunciar ciertas palabras o usar algunas expresiones.

—¿Recuerdas su nombre?

—El verdadero nombre no lo conozco. Todos lo llamaban Ziggy Stardust. Pienso que era un apodo.

—¿Sabes dónde está... su número de teléfono?

—No. Sólo lo vi una vez. Después era siempre él quien llamaba.

Vivien tomó aire y trató de amortiguar las palpitaciones. Sabía contra qué tendría que luchar en los próximos días. Contra su rabia y su instinto. Contra el deseo de encontrar a ese bastardo, entrar en su madriguera y vaciarle un cargador en la cabeza.

Miró a su sobrina. Por primera vez la mirada que le devolvía la muchacha no proyectaba sombras. Sabía que a partir de ahora podría hablar con ella de un modo nuevo. Un modo que Sundance entendería.

—Hay algo que está sucediendo en esta ciudad, algo espantoso que podría costar muchas vidas humanas. Por eso toda la policía de Nueva York está en alerta máxima, y por eso esta noche debo ir a comisaría. Para tratar de evitar que vuelva a suceder.

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