Yo soy Dios (24 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Pero algunos no se habían llamado a engaño. En primer lugar la señora Carraro. Y en medio del caos, risotadas, comentarios y chistes alrededor de la mesa, un par de chicos lo entendieron. Katy Grande, una chica de diecisiete años con una graciosa naricita pecosa, y Hugo Sael, otro huésped de Joy siempre muy consciente del mundo que lo rodeaba, lo miraban cada tanto con aire de interrogación, como preguntándose dónde se había escondido el padre McKean que conocían
.

Por la tarde, cuando casi todos estaban en el jardín disfrutando del espléndido día de sol, se le acercaron Vivien y Sundance
.

Si la chica estaba disgustada por la suspensión del concierto, no se le notaba. Estaba serena y parecía feliz de volver a Joy
.

Ella y su joven tía parecían más unidas que cuando el día anterior Vivien había ido a buscarla. Los obstáculos entre ellas parecían haberse resuelto y Michael sentía que esa difícil relación había comenzado un viaje hacia un lugar diferente. Sobre todo, de un modo diferente
.

Esta impresión había sido confirmada cuando Vivien, con palabras que rozaban la euforia, le contó lo sucedido con su sobrina. Le habló de una nueva confianza y unión que ambas habían perseguido con ansiedad y habían logrado con el tiempo?

Ahora, a la luz del sol de un nuevo día, se daba cuenta de lo poco receptivo que había estado con ese entusiasmo. Se había limitado a pedir información a la detective sobre la tragedia de la calle Diez, de sus consecuencias e implicaciones, tratando de enterarse casi obsesivamente de si la policía tenía alguna pista, una relación de elementos, una idea sobre quién había podido ejecutar semejante matanza. Y todo con la reprimida tentación de llevarla aparte, contarle lo ocurrido y transmitirle toda la información que conocía
.

Ahora se daba cuenta de que había obtenido las respuestas que podía obtener. Cualquier información que tuviera Vivien como miembro de la policía estaba sometida a la reserva de un caso en proceso de investigación.

Cada uno tenía sus secretos de confesión. Y cada uno debía soportar el peso, por la responsabilidad asumida en el momento de pronunciar los votos. Fuesen laicos o religiosos.

Ego sum Alpha et Omega
...

El padre McKean miró por la ventana un paisaje verde y azul de primavera que normalmente le daba paz. Pero lo encontró hostil, como si el invierno hubiera regresado, no por lo que había fuera sino por los ojos con que ahora lo miraba. Después se levantó de la cama como un sonámbulo, se dio una ducha, se vistió y rezó sus oraciones con fervor renovado. A continuación dio vueltas por la habitación, tratando de reconocer las cosas que lo rodeaban. Cosas pobres, familiares, objetos de cada día que, aunque eran símbolos de las dificultades cotidianas de su vida, de golpe parecían pertenecer a un tiempo feliz, perdido para siempre.

Llamaron a la puerta.

—¿Si?

—Michael, soy John.

—Pasa.

El padre McKean se lo esperaba. Era normal que los lunes por la mañana tuvieran una reunión para tratar sobre las actividades y objetivos de la semana. Eran momentos difíciles, pero también de gratificante energía y de lucha contra las adversidades, a la luz del objetivo común que la pequeña comunidad Joy se había propuesto. Pero ese día su ayudante entró con expresión de querer estar en otro lugar y otro tiempo.

—Perdona que te moleste, pero hay algo de lo que quiero hablar contigo ya mismo.

—No me molestas. ¿Qué pasa?

Dada la confianza y el afecto que compartían, el hombre consideró pertinente un breve preámbulo.

—Mike, no sé qué te ha sucedido, pero estoy seguro de que me pondrás al corriente a su debido tiempo. Y me disgusta venir a molestarte con esto.

Una vez más el padre McKean se dio cuenta del tacto de John Kortighan y de lo afortunado que era de contar con alguien así en el personal de Joy.

—No es nada, John, nada importante. Pasará pronto, créeme. Te escucho...

—Tenemos problemas...

En Joy siempre tenían problemas de varios tipos. Con los chicos, con el dinero, con algunos colaboradores, con las tentaciones del mundo exterior. Pero los que esta vez traía John debían de ser nuevos e importantes.

—Esta mañana he hablado con Rosaria.

Rosaria Carnevale era una feligresa de Saint Benedict de visible origen italiano. Vivía en Country Club pero dirigía una sucursal del M&T Bank en Manhattan, donde se ocupaban de los intereses económicos de la comunidad y de la gestión del patrimonio legado por el abogado Barry Lovito.

—¿Qué ha dicho?

John informó de aquello que no hubiera querido.

—Dice que ha estado haciendo malabarismos para que los ingresos mensuales que prevé el estatuto siguieran haciéndose. Pero ahora, a instancias de los presuntos herederos del abogado, ha recibido un nuevo emplazamiento del tribunal. Se suspenden los pagos hasta que haya sentencia firme de la causa.

Esto significaba que hasta que el juez no se pronunciara, aparte de la contribución del estado de Nueva York, faltaría el principal soporte económico de la comunidad. Con el peso de sus grandes necesidades, de ahora en adelante Joy tendría que confiar en sus propias fuerzas y en las donaciones espontáneas de gente de buen corazón.

El padre McKean volvió a mirar por la ventana, pensativo. Y luego habló. Fue la primera vez que John Kortighan percibió desaliento en su voz.

—¿De cuánto disponemos en caja?

—Poco o nada. Si fuésemos una sociedad comercial yo diría que estamos en quiebra.

El sacerdote se volvió y una pequeña sonrisa forzada se dibujó en sus labios.

—Tranquilo, John. Saldremos de ésta. Ya lo hemos hecho otras veces y lo volveremos a hacer.

Pero en su tono no había rastros de la seguridad y la confianza que quería transmitir, como si hubiese dicho esas palabras más para ilusionarse que para convencer a su interlocutor.

John sintió que el frío de la realidad poco a poco se adueñaba de la habitación.

—Bien, entonces, te dejo. De los otros asuntos hablaremos más tarde. En comparación con lo que te he contado son minucias, Michael.

—Sí, John. Gracias. Te veré en un rato.

—Bien, te espero abajo.

El padre McKean vio cómo su hombre de confianza salía y cerraba la puerta con delicadeza. Le dolía verlo decaído por la situación financiera de Joy, pero más le dolía la sospecha de haberlo desilusionado.

«Soy Dios...»

Él no lo era. Ni quería serlo. Sólo era un hombre consciente de sus limitaciones terrenales. Hasta ese momento le había bastado servir a Dios de la mejor manera posible, aceptando todo lo que se le ofrecía y todo lo que se le pedía.

Pero ahora...

Cogió el teléfono móvil del escritorio y tras una breve búsqueda encontró el número de la archidiócesis de Nueva York. Después de unos tonos interminables, juzgados desde su impaciencia, una voz le respondió y él se identificó.

—Soy el reverendo Michael McKean de la parroquia de Saint Benedict, en el Bronx. También soy el responsable de Joy, una comunidad de acogida de chicos que han tenido problemas con las drogas. Quisiera hablar con la oficina del cardenal arzobispo.

Era habitual que sus presentaciones fueran más escuetas, pero había decidido poner en la balanza el cargo importante para que le pasaran la llamada sin dilación.

—Un momento, padre McKean.

El operador lo puso en espera. Pocos segundos después oyó una voz joven y educada.

—Buenos días, reverendo. Soy Samuel Bellamy, uno de los colaboradores del cardenal Logan. ¿En qué puedo serle útil?

—Necesito hablar con su eminencia lo antes posible. Personalmente. Créame, se trata de un asunto de vida o muerte.

Debía de haber transmitido la propia angustia de modo muy eficaz, porque en la respuesta de su interlocutor hubo auténtico pesar, además de preocupación.

—Lamentablemente el cardenal ha partido esta mañana para una breve estadía en Roma. Estará en la Santa Sede en entrevista con el Santo Padre. No regresará hasta el domingo.

De repente, Michael McKean se sintió perdido. Una semana. Había esperado poder compartir el peso de su preocupación con el arzobispo, recibir consejo, alguna indicación. El milagro de una dispensa no era siquiera una hipótesis lejana, pero el consuelo de la opinión de un superior en aquel momento le era indispensable.

—¿Puedo hacer algo, reverendo?

—Lo lamento, pero no. Lo único que le pido es que me gestione una cita con su eminencia con la mayor urgencia.

—Le aseguro que lo haré. Y me ocuparé de avisarle personalmente, padre McKean, o dejaré un mensaje en su parroquia.

—Se lo agradezco.

McKean colgó, se sentó en el borde de la cama y sintió cómo el colchón cedía bajo su peso. Por primera vez, desde el momento en que había decidido ser cura, se sintió solo de verdad. Y, como aquel que al mundo le había enseñado el amor y el perdón, por primera vez le surgió preguntarle a Dios, el único y verdadero, por qué lo había abandonado.

20

Vivien salió de la comisaría y se dirigió a su coche. Había refrescado. El sol, que durante la mañana parecía intocable, ahora combatía con un viento del oeste llegado sin preaviso. Nubes y sombras se disputaban el cielo y la tierra. Parecía el destino anunciado de aquella ciudad: correr y correr sin lograr nunca atrapar nada.

Se encontró con Russell Wade en el exacto lugar donde lo había citado.

Todavía Vivien no había logrado formarse una idea sobre ese hombre. Cada vez que lo intentaba llegaba a un desvío impreciso, algo inesperado e improbable que terminaba desacreditando el dictamen que construía su pensamiento.

Y eso hacía que se sintiera mal.

Mientras se acercaba a él, su mente recorrió toda esa historia demencial.

Cuando terminó la entrevista con el capitán todos se dieron cuenta de que no había nada más que decir, sólo quedaba pasar a la acción. Vivien se dirigió a Wade
.


Espéreme un momento fuera, por favor
.

El desdichado ganador de un inmerecido Premio Pulitzer se encaminó hacia la puerta
.


No hay problema. Adiós capitán, y gracias
.

En la respuesta de Bellew hubo una cortesía formal, no sostenida en el tono:


No hay de qué. Si este asunto tiene las consecuencias que queremos, habrá mucha gente que deberá darle las gracias a usted
.

También el director de algún periódico, pensó Vivien
.

El hombre salió cerrando la puerta con delicadeza y ella quedó a solas con su superior. Su primer impulso pudo haber sido preguntarle si se había vuelto loco al prometer lo que había prometido a un sujeto como Russell Wade. Pero su relación con el capitán desde siempre preveía el respeto de cada uno por las razones del otro, y esta vez no podía ser diferente. Además, era su jefe y no quería ponerlo en la situación de tener que recordárselo
.


¿Qué opinas, Alan? Me refiero a esta historia de las bombas
.


Que me parece una locura. Algo imposible. Pero después del 11 de Septiembre he descubierto que los límites de la locura y lo posible se han flexibilizado
.

Vivien estuvo de acuerdo con esa idea y afrontó otro argumento. El que más la preocupaba. El del eslabón débil de la cadena
.


¿Y qué piensas de Wade?

El capitán hizo un gesto con los hombros, un gesto que lo decía todo o nada
.


Hasta el momento nos ha facilitado la única pista que tenemos. Y es una suerte que la tengamos, aunque nos haya llegado de él. En circunstancias normales habría empujado por las escaleras a patadas en el culo a ese fantoche. Pero éstas no son circunstancias normales, han muerto casi cien personas. En la ciudad hay muchas personas que ignoran que podrían correr la misma suerte. Como dije durante nuestra reunión, tenemos la obligación de no desechar ninguna posibilidad. Además, Vivien, esa historia de las fotos es... curiosa. Hace que un caso de rutina se convierta en una hipótesis de importancia vital. Y me huelo que es auténtica. Sólo la realidad logra ser tan fantasiosa como para crear coincidencias así
.

Vivien había pensado muchas veces en ese concepto. Su experiencia parecía avalarlo cada vez más
.


¿Retendremos la información?

Bellew se rascó una oreja, como solía hacer cuando reflexionaba
.


Por ahora sí. No quiero correr el riesgo de difundir el pánico, ni de que se rían de mí las autoridades del estado y todas las policías del país. Siempre existe la posibilidad de que se desinfle como un globo, aunque no lo creo en este caso
.

Te fías de que Wade no vaya a la prensa? Está claro que busca una gran historia
.


Y la tiene. Por ese motivo no hablará, no le conviene. Tampoco lo haremos nosotros, por el mismo motivo
.

Vivien quería una confirmación de lo que ya sabía
.


¿O sea que de ahora en adelante tendré que tenerlo conmigo, pegado como una lapa?

El capitán abrió los brazos como para confirmar lo inevitable
.


Le he dado mi palabra, Vivien. Y yo mantengo mi palabra. —Ahora fue el capitán quien cambió de asunto, sin posibilidad de apelación—: Llamaré inmediatamente al Distrito 67 para que te manden el documento de la investigación sobre ese Ziggy Stardust. Si lo consideras necesario podrás hacer una visita a su apartamento. En cuando al tipo emparedado, ¿tienes alguna idea?


Sí, tengo una pista. No es gran cosa, pero servirá como punto departida
.


Bien, adelante. Cualquier cosa que necesites no tienes más que decírmelo. Te puedo facilitar lo que pidas sin muchos problemas... al menos por ahora
.

Vivien le había creído. Sabía que el capitán Bellew tenía una vieja amistad con el jefe de policía, que al contrario que Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, etcétera, etcétera, no era pura jactancia
.


Bueno, me voy
.

Vivien se dio la vuelta para abandonar el despacho. Cuando ya estaba en la puerta, Bellew dijo:


Vivien, algo más
. —
La miró a los ojos y dijo con ironía—: En cuanto a Russell Wade, y en caso de necesidad, recuerda este detalle: le he dado mi palabra. —Una pausa para subrayar lo dicho—. Pero tú no
.

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