Read Yo y el Imbécil Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (18 page)

—Son del nene —dijo el Imbécil cruzando los brazos. Siempre lo hace cuando se enfada, pero no los cruza bien porque tiene los brazos un poco gordos y un poco cortos—. El nene se las quitó a la Luisa.

Ahora todos miramos al Imbécil. Mi madre, mi abuelo y yo.

—El nene las quitó. Están en el bolsillo del nene —dijo el Imbécil a punto de llorar, porque se ve que lo único que le importaba de este asunto era la moneda gorda, como él la llamaba. Las 7 500 pesetas de la Luisa le chupaban un pie.

—¿Fuiste tú? —le preguntó mi madre con la boca abierta—. ¿No te dijo Manolito que lo hicieras?

—No, Manolito no lo dijo —dijo el Imbécil—. El nene salió de la cocina, y el nene las robó del cajón de la Luisa, y luego a Manolito le robaron el reloj y Manolito les dio el reloj, pero el nene no les dio el dinero. Por eso, la moneda gorda es del nene.

—Pero ¿a ti quién te robó el reloj, hijo mío? —dijo mi madre, con cara de haberse perdido hace rato.

—Unos macarras en la calle.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —volvió a preguntar mi madre.

—El nene quería decirlo, pero Manolito no le dejó al nene —dijo el Imbécil.

—Pero qué chivato eres —le dije gritando en voz baja al Imbécil.

—¿Por qué no querías decírmelo? —dijo mi madre.

—Porque dijeron que si me chivaba volverían para robarme las zapatillas, y porque si te lo decía, a lo mejor te enfadabas y me decías que por qué me había dejado quitar el reloj en vez de salir corriendo… Porque me has dicho muchas veces que si se nos acercan macarras, que salgamos corriendo…

—Eso es verdad, Cata —dijo mi abuelo.

—Bueno, Manolito, pero eso no quiere decir que yo te vaya a regañar si te roban el reloj… —se rascó un poco la cabeza—. Ay, Dios mío, hay veces que me entendéis todo al revés.

—Pero la moneda gorda es del nene —dijo el Imbécil, que seguía a lo suyo.

—Al nene le voy a regañar hoy yo muchísimo —dijo mi madre—, porque el nene, con sólo cuatro años, es ya muy malo. He castigado a tu hermano por tu culpa.

—Mujer —dijo mi abuelo—, el chiquillo lo hizo para comprarte el camisón, porque sabía el disgusto que tenías de haberlo tenido que regalar.

Mi madre miró al Imbécil, que había vuelto a mirar al suelo porque no soporta que le regañen. Es que no está tan acostumbrado como yo. Y luego me miró a mí, que estaba muy triste viendo mi muñeca sin reloj, sin mi reloj sumergible
water resist
.

—¿Y ahora, a cuál de los dos regaño? —le preguntó mi madre a mi abuelo—. Si al final los dos van a ser unos santos. ¿Qué se hace en estos momentos, papá?

—Ay, hija, yo no lo sé. A mí, educar se me ha olvidado.

—¿Cómo le digo yo a la Luisa que mis hijos no son malos aunque le hayan robado ocho mil pesetas? —se preguntó ahora a sí misma—. Papá, tenías razón, me voy a dar una vuelta.

Y se fue. Y ahí nos quedamos los tres. Yo y el Imbécil muy serios. Mi abuelo no sabía qué decirnos para que nos reconciliáramos y se nos pasara el mosqueo que habíamos tenido todo el día.

—¿Sabéis qué es este líquido que llevo en la bolsa? —nos preguntó.

Los dos movimos la cabeza a un lado y a otro.

—Es pis.

—¿Piiiiiss? —dijimos los dos.

—¿Y de dónde sale? —dije yo.

—Pues de dónde va a salir, hijos míos, de dónde va a salir.

Nos dio un ataque de risa tan fuerte que nos tuvimos que tirar al suelo sin más remedio.

Cosas que se piensan y no se dicen

Mi abuelo nos agarró de la mano, y nos dijo:

—Venga, venga, no podéis seguir enfadados toda la tarde. Pues vaya aburrimiento.

Y nos intentó juntar las manos para que hiciéramos las paces. Lo había intentado ya otras dos veces, pero nada; en cuanto notábamos que él nos acercaba las manos, nosotros las retirábamos como si el otro nos fuera a dar calambre. ¿Las paces? Eso nunca.

—Por su culpa, me la cargué anoche. Por su culpa, mamá lleva sin hablarme todo el día —le dije a mi abuelo.

—Bueno, pero tu madre ya sabe que el que robó fue él. No seas rencoroso, Manolito.

—Ha sido un chivato traidor.

El Imbécil cantaba bajito para fastidiarme.

—También te digo una cosa, Manolito —me dijo mi abuelo—: es verdad que tú no robaste el dinero, pero bien que me cogiste a mí las mil pesetas que os di a cada uno por lo bien que os habíais portado con vuestra madre.

Eso sí que fue un golpe bajo. No me lo esperaba.

—Pero tienes razón —siguió mi abuelo—, él no tenía que haberte acusado de algo que no habías hecho. Así que yo creo que tiene que ser el nene el que te dé la mano para hacer las paces. Venga, Nico, ¿quieres darle la mano a Manolito?

El Imbécil la tendió sin mirarme a la cara, pero de pronto la volvió a retirar.

—Pero la moneda gorda es del nene.

La moneda gorda. Ésa era su obsesión.

—Ahora hablaremos de la moneda. Ahora dale la mano a Manolito y vamos a acabar ya con esta historia, que me estáis cansando.

El Imbécil tendió la mano.

—Y ahora tú, venga, no seas cafre.

Yo la tendí también, y las chocamos.

—Muy bien, y ahora que sois amigos otra vez: vamos a pensar qué hacemos para que a la Luisa se le pase el enfado.

—Devolverle el dinero… Pero es que no lo tenemos —dije yo.

—No todo se arregla con devolver el dinero —dijo mi abuelo—. No sólo hay que devolvérselo, porque habéis hecho algo muy feo, y hablo de los dos: uno lo robó y el otro se lo calló. Hay que hacer algo para que sepa que la queréis.

—La Luisa quería unas zapatillas rojas —dijo el Imbécil.

—Es verdad, abu; por eso se dio cuenta de que le faltaba dinero, porque bajó a por dinero para unas zapatillas.

—Pues ya está: le compramos las zapatillas. Entre los tres. Mil pesetas pone Manolito, las que yo te di; y mil quinientas pone el nene, las mil que yo le di y la moneda gorda.

—No, la moneda gorda, no… —dijo el Imbécil, con una cara de bastante pena: mira que yo estaba mosca con él todavía, aunque ya hubiéramos hecho las paces, pero es que esas caras que pone de pena auténtica, no sé, me ponen triste, tengo, que reconocerlo ante mí mismo.

Lo increíble es que mi abuelo no se apiadó.

—La moneda gorda, sí. Vamos a dejarnos de tonterías. No es tuya y tienes que devolverla. Venga, aquí, dadme el dinero.

Mi abuelo nos extendió la palma de la mano y se quedó esperando. Me saqué las mil pesetas del bolsillo. El Imbécil se sacó las suyas. Y luego, como mi abuelo seguía con la mano extendida, sacó su querida moneda gorda.

—Muy bien, aquí tenemos dos mil quinientas. Con esto tendríamos seguramente para las zapatillas rojas de la Luisa; pero, claro, nosotros no vamos a poder soportar que la mamá se quede sin el conjunto completo, ¿verdad que no?

—No… —dijimos los dos como tontos.

Entonces mi abuelo sacó de su cartera tres mil pesetas y me las metió a mí en el bolsillo.

—Mañana iréis los dos a Las mil y una noches, compraréis las zapatillas y se las daréis por la noche.

—Pero todavía le seguiremos debiendo dinero a la Luisa —le dije a mi abuelo.

—Estoy seguro de una cosa —me dijo el abu—: la Luisa se emocionará tanto con el regalo, que le importará un pimiento que lo haya pagado ella misma. Ni se dará cuenta. Eso sí, no digáis nada del dinero que lleváis encima ni de lo que pensáis hacer con él.

Después de que mi abuelo nos diera la gran solución para que todo volviera a ser como antes, le hicimos que nos contara otra vez cómo la enfermera giganta le había metido un tubo por el propio pito para que mi abuelo no tuviera que hacer pis en el váter mientras estuviera en el hospital. Se ve que hacen eso en los hospitales de la Seguridad Social para ahorrarse el agua de la cadena del váter. Mi abuelo dijo que eso se llamaba sonda, y yo y el Imbécil pensamos que ojalá en nuestra vida en el futuro del siglo XXI no nos tengan que poner una sonda bajo ningún concepto porque nos daba dolor sólo de pensarlo. Eso sí, aunque nos daba dolor, le hicimos que nos lo contara tres veces, y cuando mirábamos la bolsa con el pis, no me preguntes por qué, nos daba la risa. Le pedimos que nos enseñara el principio de la sonda, y nos dijo que no, que hasta ahí podíamos llegar.

—Abuelo, ¿cuándo vuelves a casa?

—Pues igual me sueltan este fin de semana.

—Pero ¿no decías que te gustaba vivir aquí, en el hospital? —le dije yo, con un poco de miedo de que dijera que sí, que lo prefería.

—Bueno, esto tiene sus cosas buenas: estos amigos que me he echado aquí…

—La comida… —le recordé yo.

—Ya, la comida… Es que vuestra madre no cocina muy bien, la verdad. Claro que echo de menos el
ketchup
, las salchichas… Pero el hospital tiene sus cosas malas: la sonda, y que os echo mucho de menos por las noches.

Nosotros queríamos que volviera ya, porque también le echábamos mucho de menos; pero no se lo dijimos, porque hay cosas que se piensan, pero no se dicen.

Mi abuelo entiende de mujeres

Fue el señor Faustino el que nos acompañó a Las mil y una noches. Se presentó al rato de estar nosotros en el hospital, y mi abuelo le dijo que tenía que acompañarnos, por favor, a algo muy importante. El señor Faustino, por si no lo sabías, es el abuelo de Yihad, pero no ha salido para nada a su nieto: no es un abuelo macarra, no ha pegado nunca a otro abuelo de su edad.

Al señor Faustino le gustaron mucho todos los camisones que había en la tienda, y lo que no eran camisones también, y lo tocaba todo, todas las sedas y todos los volantes y todas las telas tan suaves que había en Las mil y una noches, y nos decía que qué suerte teníamos de ser niños, porque todavía nos quedaba toda la juventud por delante, y al decirlo se le caía una lágrima del ojo; pero no llegamos a saber si era una lágrima de llorar de pena, porque el señor Faustino siempre está llorando por una enfermedad que tiene en los ojos, y todo el rato se está limpiando con el pañuelo, así que nunca sabes a qué atenerte.

La señora dependienta nos sacó las zapatillas rojas del 38 para mi madre, pero no sabíamos cuál era el número de pie de la Luisa, porque no es una cosa que suelas preguntarle a la gente. El señor Faustino dijo que era mejor salir de dudas antes de comprar nada, y llamó desde la misma tienda a la casa de la Luisa.

—Pero que no se entere de que es por lo de las zapatillas —le dije yo al señor Faustino al oído—, que es una sorpresa.

El señor Faustino nos guiñó un ojo, y el Imbécil guiñó varias veces los dos como respuesta.

—¿Doña Luisa Palomino? —preguntó el señor Faustino.

—Sí, soy yo.

—¿Me podría decir, por favor, su número de pie?

—Y a usted qué le importa.

—Perdone, es para una encuesta que estoy haciendo del Ministerio de Sanidad —el señor Faustino volvió a guiñar el ojo.

—Pues… el treinta y nueve.

—Muy bien… Tomo nota… ¿Y tiene usted algún desperfecto en los pies, tipo callo, tipo juanete?

—Mire, es que eso es muy íntimo.

—Le aseguro que toda la información que usted nos dé es confidencial.

—Pues… un callo, en el pie izquierdo, pero muy chico, nada, una rozadura.

—Pues nada más, muchas gracias, muy amable.

—¿Y no regalan nada por responder?

—No, señora, esto lo hacen ustedes porque sí, para la encuesta: «La salud de los pies de la mujer española actual…».

—Ah, claro…

—Que le digo que gracias.

—A usted. Y le digo que no me gustaría que se supiera lo del callo.

—Descuide, señora, lo del callo queda entre usted y yo.

Y entre yo y el Imbécil, que estábamos pegados al teléfono toda la conversación, con las manos en la boca para que no se nos escapara la carcajada. El señor Faustino se limpió los ojos con el pañuelo; para mí que esta vez le lloraba de la risa.

Volvimos al hospital y allí estaba mi madre, esperando ya para irnos a casa. Nos preguntó que qué llevábamos en esa bolsa, y los cuatro, mi abuelo, el señor Faustino, yo y el Imbécil, le dijimos al superunísono que nada, que nada, aunque no sé si se lo creería, porque el Imbécil se pasó un buen rato guiñándonos los ojos a todos.

Por la noche, cuando mi madre nos puso la cena, estábamos ya tan nerviosos como la noche de antes de Reyes, nos daba la risa por cualquier cosa, y mi madre nos miraba de reojo, pero no parecía enfadada, tenía todo el rato una sonrisa de medio lado. El Imbécil se fue al salón y yo me quedé con ella recogiendo la mesa. Todo estaba planeado al milímetro. El Imbécil tenía que llamar a la Luisa y decirle:

—Que subas, que mi madre quiere hablar contigo.

Claro, que el Imbécil no se lo diría así, lo diría a su manera:

—Que la mamá del nene ha dicho que la Luisa suba para hablar con ella.

Es un poco de lío; pero cuando te acostumbras, le entiendes perfectamente. No sabemos cuándo se decidirá a hablar como las personas normales. A lo mejor nunca. Él es un niño que va a su bola.

Al momento, la Luisa subió. Estaba un poco cortada y mi madre también estaba un poco cortada.

—Que me ha dicho el nene que querías hablar conmigo.

—¿Yo? —dijo mi madre—. Pues… no; pero bueno, mujer, siéntate un rato con nosotros.

Yo y el Imbécil nos metimos para dentro y sacamos los paquetes de debajo de la cama de mi abuelo.

Llegamos a la cocina y las dos seguían en silencio. El Imbécil le dio el paquete a la Luisa y un beso, y luego yo le di el paquete a mi madre y un beso. Lo hicimos así porque nos lo dijo mi abuelo:

—Ya que el enchufado de la Luisa es Manolito y el de vuestra madre el Imbécil, hay que hacerlo al contrario. Por compensar.

La Luisa dijo:

—¿Pero qué es esto?

Y mi madre dijo:

—¿Pero esto qué es?

Y las dos abrieron sus paquetes y encontraron las zapatillas rojas.

—¿Y con qué dinero habéis comprado ahora esto? —preguntó mi madre.

—Con mi moneda gorda —dijo el Imbécil con cara de nostalgia.

—Esta vez no ha sido con dinero robado, no te creas —dije yo.

La Luisa se puso las zapatillas en sus pies del treinta y nueve.

—¡Qué comodidad!

—Y además es bueno para tu callo.

La Luisa se quedó un momento pensando y luego soltó una carcajada.

Ahora me tocaba decir la frase crucial que me había dicho mi abuelo:

—Luisa, yo y el Imbécil vamos a ahorrar a partir de ahora para devolverte el dinero que te quitamos; bueno… que te quitó el Imbécil y que luego yo no dije nada.

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