Read Yo y el Imbécil Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (10 page)

El angelote

Yo me había subido a una banqueta que tiene la Luisa recubierta de borreguillo. Todo en el váter de la Luisa está recubierto de borreguillo rosa. Parece, no te exagero, el váter de una estrella de Hollywood. Lo único que falla es la propia estrella de Hollywood, porque, por mucho que se empeñe el Imbécil en decir que la Luisa es idéntica a Melanie Griffith, la verdad verdadera es que la Luisa parece de Carabanchel (Alto), y de Carabanchel (Alto) todavía no han salido demasiadas estrellas de Hollywood, aunque tenemos las esperanzas puestas en Susana Bragas-sucias, que ya en mi colegio es una
sex symbol
que te pasas, y en Melody Martínez, que podría hacer el papel de Arnold Schwarzenegger, pero en mujer. No sé si actualmente ese papel ya está inventado.

Yo me había subido a la banqueta del borreguillo y le iba dando tarros de sales y sustancias olorosas al Imbécil. Le decía a mi hermano: «Echa un poquito, sólo una chispa»; pero el Imbécil es un niño que no tiene medidas, y agarraba el tarro muy serio, lo ponía encima de la bañera, y allí le daba la vuelta completamente, y caían las sales al baño como si hubiera tirado un saco de tierra. Lo mismo hizo con las bolillas de aceite, y lo mismo con un gel que tenía la Luisa, que ponía en el frasco que era hiperrelajante.

—No cabe más —dijo el Imbécil.

Me bajé de la banqueta para ver que el Imbécil tenía razón. Como siguiéramos echando cosas, no íbamos a caber nosotros. El fondo de aquel baño parecía ahora el fondo de una pecera, lleno de tierra y bolillas.

—Ahora falta lo más importante —le dije a mi hermano, que me miraba como siempre, con bastante admiración.

Me volví a subir A la banqueta del borreguillo, agarré la ducha y empecé a echar agua caliente con todas mis fuerzas al baño. Empezó a salir espuma y espuma y espuma. Subía por las paredes, tapó los grifos, parecía como un ser viviente que nos fuera a acabar devorando. Me puse a buscar los grifos a tientas, porque ya no se veía nada. Menos mal que los encontré, porque la espuma ya estaba empezando a salir por fuera de la bañera.

Nos metimos al baño y tuvimos que ir abriéndonos paso con las manos para poder vernos la cara el uno al otro. El Imbécil parecía uno de esos ángeles gordos que siempre salen en los cuadros antiguos acompañando a la Virgen hasta el Cielo. Era idéntico: el mismo pelo rubio con los mismos rizos, los mismos michelines blanquísimos en la barriga, y dos colores bien rojos en la cara. Y alrededor de él, una nube blanca de ángel que está llegando al Cielo. Si lo llega a ver la Luisa en ese momento, seguro que le hubieran entrado ganas de colgarlo en la pared de su cama, porque la Luisa tiene (en escultura) una Virgen en plena ascensión, con los ojos mirando para arriba y la nube del motor a reacción en los pies y muchos angelotes a su alrededor.

Una mañana, cuando bajábamos al colegio, nos encontramos a Bernabé, que se iba al trabajo y que estaba peleando con la Luisa en la puerta. Llevaba una venda cruzándole de un lado a otro la cabeza y una gorra (porque no hay peluquines de media cabeza para estos casos). El Imbécil, que todo lo tiene que preguntar, le preguntó a mi padrino:

—¿Te ha pegado la Luisa?

—No, pero casi.

Y después de esa respuesta bastante enigmática, nos contó que es que, a media noche, uno de los angelotes de la Luisa se había descolgado del clavo y le había aterrizado en plena calva y le había hecho una raja que casi le llega al cerebro. Y es la única vez que yo he visto que mi padrino se enfadara con la Luisa, porque la Luisa decía:

—La culpa no la ha tenido mi angelote, la culpa la tienes tú, Bernabé, que no veo por qué te tienes que quitar el peluquín para dormir.

—Porque me da la gana.

—Pues sin peluquín duermes desprotegido y te pasa lo que te pasa.

—¿Te parece normal tener diez ángeles colgados en el cabecero?

—Sí, señor, me parece muy normal.

Yo y el Imbécil los mirábamos y no sabíamos qué decir ni a quién dar la razón, porque, por un lado, entendemos que Bernabé se harte de los angelotes de la Luisa y, por otro, también nos daría mucha pena que la Luisa los tuviera que quitar. Quedan superclásicos en la pared. Parece una habitación de las postrimerías. Nos fuimos al colegio, y el Imbécil me preguntó que si Bernabé y la Luisa se iban a separar, y yo le dije que no, que la gente se enfadaba como nuestros padres o como nosotros, pero que al final casi nunca se separan, porque tienen que pagar los plazos de un camión o los de un piso. Luego nos enteramos de que, a partir de aquel momento, Bernabé ha dormido con peluquín y la Luisa sigue con su colección de angelotes. Ya tiene 15.

Si el Imbécil le llega a caer a Bernabé en la cabeza desde la pared, con lo que pesa el Imbécil, le mata. Eso pensé teniéndole delante de mí, en la bañera. Habíamos echado tantos perfumes distintos que estábamos a punto de morir de éxtasis oloroso, y con la cantidad de aceite que había, nuestros cuerpos resbalaban como si fuéramos peces. Por fin salimos de la bañera porque la Luisa estaba a punto de tirar la puerta abajo. Yo tuve que limpiarme la espuma de las gafas, y cuando le abrí la puerta, la Luisa dijo: «¡Por Dios, pero ¿qué ha pasado aquí?!».

La verdad es que nos habíamos pasado tres pueblos. El baño estaba hasta arriba de espuma y vapor. Vimos un cuerpo blanco que se levantaba dentro de la bañera. Era el Imbécil, claro; no había otro ser dentro del baño. La Luisa estaba como una hiedra, que se subía por las paredes, y nos amenazó:

—¡Ya veréis cuando llame vuestra madre! ¡Le voy a contar cómo os estáis portando!

En ese momento sonó el teléfono. Era ella, mi madre, que llamaba para preguntar por sus hijos, nosotros. Contestó al teléfono Bernabé. Le oíamos hablar con nuestros oídos llenos de espuma. La Luisa nos miraba:

—Ahora me pondré yo y le diré que me habéis gastado mis sales, mis aceites, mis jabones relajantes; que me habéis llenado el suelo de agua, que os habéis encerrado con llave. Le voy a contar la verdad y le voy a decir: «Catalina, vente ahora mismo a por este par de niños imposibles».

El Imbécil y yo nos echamos a temblar a dúo. Pero ocurrió algo que nos salvó de morir: fue la Luisa al salón, y dijo:

—Pero, Berna, ¿qué has hecho?

—Pues nada, que le he dicho que todo iba bien y he colgado.

El muy pelota del Imbécil salió del cuarto de baño desnudo, resbalándose por el pasillo como un besugo en aceite, y agarrándose de la falda de la Luisa, le soltó:

—El nene quiere que le lleves en albornoz hasta tu cama.

Y a la Luisa se le pasó el enfado allí mismo. Lo agarró como un cochinillo y lo llevó a su cama, donde le dio varios besos en la barriga. Yo fui detrás andando y me senté en una silla, viendo cómo el Imbécil se partía de risa con los besos de la Luisa. Tenía una pregunta grandísima en la cabeza: ¿cómo conseguía el Imbécil que nunca le echaran ninguna bronca?

El cuarto de invitados

La Luisa se negó en rotundo (o en redondo, no me acuerdo) a que nos sentáramos a cenar en calzoncillos. Me parece que dijo que iba en contra de su religión, así que a mí me puso un pijama a rayas de Bernabé y me lo remangó por las manos y por las patas, y al Imbécil, una camiseta y unos calzoncillos de Bernabé que parecían pantalones cortos, y nos estuvimos riendo un rato largo mirándonos en el espejo con aquellos pantalones de mi padrino que llevaban una raja delante por si a mi padrino a media noche le entraban ganas de hacer pis, pero no quería bajarse los pantalones. A nosotros nos pareció bastante gracioso y nos fuimos al váter a intentar mear por esa raja del pantalón, pero la Luisa nos pilló y dijo: «Aquí, guarrerías ninguna». Y nos cortó el rollo. Luego nos sentó a la mesa y dijo que nos iba a cambiar de alimentación de forma radical esa misma noche, que cuando volviera mi madre es que ni nos iba a conocer. Y después de darnos esta charla, que a nosotros nos pareció muy bien, vino de la cocina con una fuente que tenía unas cosas verdes. Yo sabía que eran judías verdes, porque hace dos años mi abuelo pasó una temporada sin dientes mientras le fabricaban la dentadura nueva que todo el mundo conoce actualmente, y en esa temporada comió cosas blandas, judías verdes y otras hierbas en remojo. Pero, claro, el Imbécil no se acordaba, y al ver en medio de la mesa aquello verde se puso a llorar que no había quien lo parara porque tenía mucha hambre, pero dijo que él no comía nada verde, y de vez en cuando, entre el hipo y el llanto terrorífico, se le oía:

—El nene verde no come, el nene no come verde.

Y la Luisa, sin saber qué hacer, cogió una servilleta y tapó con ella el plato de las judías para que el Imbécil dejara de verlas y se calmara un momento. Yo dije que podía subir a mi casa a por un paquete de salchichas, porque mi madre siempre tiene provisiones de salchichas por si en un momento dado hay una alarma nuclear o algo así. También tiene mi madre cinco chupetes de la marca que usa el Imbécil. Chupetes y salchichas, porque imaginarse una alarma nuclear con el Imbécil llorando porque se le ha perdido el chupete o porque no hay salchichas para cenar es una situación que no quiero imaginarme.

Bajé con las salchichas y le dije a la Luisa que por favor las preparara un poco quemadas por fuera y crudas por dentro, que es a lo que nos tiene acostumbrados mi madre. Cuando el Imbécil vio las salchichas ya en su plato, dejó de llorar, aunque a veces miraba al plato de las judías verdes tapado con la servilleta y todavía se le escapaba un sollozo que le movía todo el cuerpo. La Luisa se llevó el plato de las judías y todos comimos salchichas para que el Imbécil no se acordara del disgusto tan grande que se había llevado. Hasta la
Boni
comió salchichas. La
Boni
siempre se pone al lado de la mesa cuando estás comiendo y hace
«mmmi, mmmi, mmmi»
, como si estuviera gimiendo, para que le des algo. Descubrimos que el Imbécil le daba de vez en cuando un trozo de salchicha con el tenedor, y la Luisa le dijo que a las perras no se les daban cosas con el tenedor porque no es bonito que las perras y las personas compartan los mismos cubiertos; pero la
Boni
es una de las personas a las que el Imbécil quiere más en este mundo, y se empeñó y hubo que dejarle, porque es un niño que si no se sale con la suya llora, y ya estábamos todos un poquito cansados de aguantarle, y lo que dijo la Luisa, que era muy tarde para soportar a un niño llorando.

Nos metieron en un sitio que la Luisa llama el cuarto de invitados porque siempre que viene alguien a su casa tiene que dormir en ese cuarto, le guste o no le guste al invitado. El cuarto de invitados fue en un pasado el cuarto de la madre de Bernabé, pero la madre de Bernabé ya no ha vuelto a casa de la Luisa desde que una vez miró con desprecio a la
Boni
porque la
Boni
se quería acostar con ella en la cama, y la Luisa le dijo a la madre de Bernabé:

—Oiga, señora, entre una perra y una suegra, me quedo con una perra.

Nosotros no teníamos ningún problema en dormir con la
Boni
, y el Imbécil estaba empeñado en que se metiera dentro de la cama como una más, pero la
Boni
no quiso porque el Imbécil la quiere tener abrazada todo el rato, y a ella eso no le gusta. Se acostó a nuestros pies. La Luisa y Bernabé nos dieron bastantes besos y nos dijeron que si lo habíamos pasado bien con ellos, y yo les dije que había sido el día más feliz de mi vida, y el Imbécil les dijo que había sido el segundo día más feliz de su vida y que el primero sería el día en que volviera su mamá del hospital. La Luisa y Bernabé se nos quedaron mirando desde la puerta un momento antes de apagar la luz, y a mí me pareció que nos querían bastante: bastante más que nosotros a ellos.

Yo y el Imbécil nos quedamos los dos con los ojos abiertos en la oscuridad. Encima de nosotros, encima del techo que ahora estábamos mirando, estaba nuestra casa sola y oscura. En casa de la Luisa había un silencio sepulcral. En mi casa no hay silencio nunca. Por las noches se oye roncar a mi abuelo, los viernes se oye a mis padres hablar hasta las tantas, el Imbécil pide agua cada dos por tres, la radio de mi abuelo se pasa la noche encendida. Yo no me podía dormir así, a palo seco, sin un ruido, y al Imbécil le debía de pasar lo mismo, porque me dijo:

—Tiene miedo.

—¿Quién?

—El nene.

—¿De qué?

—De que los ángeles de la Luisa vengan y me muerdan, de Bernabé calvo, de la Luisa sin peinar.

Le dije: «Anda, no seas tonto»; pero la verdad es que empecé a imaginarme a los angelotes que tiene la Luisa encima de la cama descolgándose de los clavos y viniendo hasta nuestra cama enseñando los colmillos, y detrás, riéndose, a Bernabé sin peluquín y a la Luisa con los pelos espeluznantes que tiene cuando se levanta, y un escalofrío recorrió todas las partes de mi cuerpo.

El Imbécil se me pegó como una lapa y yo me armé de valor y le conté una vez más la historia de lo mal que me caía cuando nació y de que luego me acabó cayendo bien cuando lo fui conociendo personalmente. Es una historia que le gusta bastante porque acaba bien. Y después de tirarse uno de sus pedos musicales (sonó el principio de
La cucaracha
), se quedó dormido tan agarrado a mí que no pude moverme en toda la noche.

Los Bernabés

Por la mañana, nos levantamos y nos costó lo menos 30 segundos saber dónde estábamos: en casa de la Luisa, porque mi madre se había quedado en el hospital con mi abuelo, que ya no tenía próstata. A no ser, claro, que se hubieran equivocado y en vez de la próstata le hubieran quitado el hígado, que es una cosa que, por lo que cuenta la Luisa, ocurre bastante en los hospitales. Es que ella hizo durante un tiempo una colección de errores médicos; son recortes que tiene de periódicos y cosas que le ha contado la gente y que tiene escritas. Dice que un día hará un libro con todo eso y será un
best-seller
y retirará a Bernabé de trabajar y se irán a una playa con bastantes palmeras y nos llevarán a mí y al Imbécil para que les espantemos las moscas con una rama mientras ellos toman el sol con el dinero del
best-seller
bien cerquita, para que no se lo quite nadie, dentro de la riñonera, bien pegado a la barriga. Si algún día ves en una playa tropical a un matrimonio con dos riñoneras bien atadas a la cintura y dos niños espantándoles las moscas con una rama (uno de ellos con gafas): somos nosotros.

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