Yo y el Imbécil (8 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil


Boni, sit
.

Y la
Boni
, nada. La Luisa repetía la orden lo menos 40 veces y lo único que conseguía es que la
Boni
pegara saltos para pillar la gamba.

—Boni
, que te
sit
! —decía la Luisa ya harta, y para ayudarla en su educación pedagógica, yo y el Imbécil gritábamos con ella: «¡Que te
sit
, te estamos diciendo!».

Un día, al cabo de un mes de educación pedagógica intensiva, la
Boni
dejó de mover la cola delante de la gamba, y, desesperada por no poder cazarla, se fue, con la cola entre las piernas a subirse al sofá. Desde allí, envuelta en los cojines de raso puro que tiene la Luisa, nos miró con unos ojos tan tristes que casi se nos saltaron las lágrimas.

—A lo mejor estoy siendo un poco dura con ella —dijo la Luisa—. Pobrecilla, toma tu gamba.

La
Boni
se la tragó sin tenerla ni un segundo en la boca. El caso es que la
Boni
, esa perra tan sensible, debió de pensar que por fin había hecho lo que se le pedía, porque al día siguiente la Luisa volvió con sus clases de educación pedagógica, y dijo con la gamba en la mano:


Boni, sit
.

Y la
Boni
, moviendo su cola como un ventilador, se subió de un salto increíble para su edad en él sofá, y allí tumbada, como había hecho el día anterior, pero con una gran sonrisa de perra, siguió moviendo la cola. La Luisa le dio la gamba.

—Pero qué lista es esta
Boni
—dijo la Luisa.

Y todos estuvimos de acuerdo en que es una perra bastante humana, porque cuando se le manda que se siente, la
Boni
se sube al sofá, como haría cualquier persona en una situación parecida. La Luisa no pudo seguir educando a la
Boni
como le hubiera gustado, para que fuera una perra de exposición canina, porque la
Boni
es ver la gamba y subirse a los cojines. Y no es por falta de inteligencia, dice la Luisa, es porque tiene mucha más personalidad que todos esos perros que no hacen más que lo que les mandan sus amos: es una perra creativa, y contra las perras creativas no hay nada que hacer.

Estábamos llegando a Carabanchel (Alto) y la Luisa siguió hablando de lo bien que nos portábamos cuando era ella la que nos mandaba: «¿Verdad, Berni, verdad que sí?», y Bernabé decía que sí, que sí, como le dice siempre, pero con cara de estar pensando en el Imperio, por ejemplo. Yo le dije a la Luisa que, si sabía tanto de educación, por qué no tenía hijos y así no tenía que experimentar con una perra o con nosotros, que somos menos sensibles que una perra. La Luisa se puso más seria de lo que yo la había visto en mi vida en este planeta y nos dijo que le hubiera gustado bastante, pero que no podía ser, y el Imbécil y yo dijimos bien fuerte: «¿Por qué?», y la Luisa dijo que porque no quería la Madre Naturaleza, y la voz se le puso pastosa y se sacó el pañuelo del bolso y Berni dejó de pensar en el Imperio, y dijo: «Venga, Luisa, con lo alegre que tú eres, con lo que te quieren estos niños». Nosotros no sabíamos qué decir; era la primera vez que veíamos a la Luisa así y estaba claro que yo había dicho algo que no tenía que haber dicho. Me estaba dando una pena grandísima, así que le dije que, en el fondo, yo la quería más que a mi madre. No sé si es verdad. No debe de serlo, porque mi madre nos tiene bien dicho que la queremos a ella más que a nadie en el mundo; porque es así y porque siempre ha sido así desde que las madres poblaron este planeta. La Luisa aparcó y se volvió para darme tantos besos que casi me arrepentí de habérselo dicho.

—¿Y tú, cariño —le preguntó al Imbécil—, cuánto me quieres?

—Mucho, y menos que a mi mamá.

Ya te dije que el Imbécil no sabe mentir.

La Luisa nos llenó de besos gordísimos. Y de repente nos dimos cuenta de que nos enfrentábamos a la dura realidad: salir del coche vestidos de azul-pijo y pasar por delante del parque del Ahorcado, donde seguramente estarían Melody, Yihad, el Ore… Respiramos hondo y echamos a andar con la cara que se nos caía de vergüenza.

Los hermanos siameses

La Luisa estaba tan contenta de cuánto la queríamos y de lo guapos que íbamos, que nos dio la mano. Eso sí que era lo peor de lo peor, que mis amigos me vieran ya vestido de azul-pedorrillo y de la mano de esa vecina a la que quería casi más que a mi propia madre. Yo andaba con la cabeza baja, que es mi forma de hacerme invisible, y ya estaba un poco arrepentido de haberle dicho a la Luisa que la quería tanto, porque en cuanto se dieran cuenta mis amigos de que aquel niño con zapatos brillantes que andaba como un pato era yo, no iban a parar de reírse lo menos durante un año. Yo conozco a mis amigos, y sé que pueden reírse de la misma tontería todos los días sin cansarse, y no puedo criticarlos porque a mí me pasa lo mismo. Somos niños sencillos.

Según nos íbamos acercando al parque del Ahorcado, iba sintiendo más y más vergüenza, tanto que notaba cómo se me había puesto hasta el cogote rojo. Pero ahí seguía, de la mano de la Luisa, porque yo soy el clásico niño que siente vergüenza, pero que se aguanta. El Imbécil, no; el Imbécil, que se ve que venía pensando lo mismo que yo, en cuanto estuvimos enfrente del parque se soltó sin más de la mano y le dijo a la Luisa:

—El nene, solo.

Y se quedó detrás. La Luisa le miró, diciéndome a mí:

—Qué rarillo se pone cuando no está tu madre.

Y yo, haciéndome otra vez el hermano salvador, ese hermano que sólo existe en la imaginación de las madres, le dije a la Luisa:

—Me voy con él, pobrecillo. Echa de menos a mi madre. Esto está siendo una situación difícil para él.

Fue unas de esas frases que no sabes de qué forma han llegado a entrar en tu cerebro. La Luisa me miró como si no me hubiera visto nunca, y yo me libré de su mano y me fui al lado de mi hermano. El Imbécil le pidió un pañuelo a Bernabé, porque mi padrino, además de llevar peluquín, lleva pañuelo de tela, como los hombres antiguos de las postrimerías. Menos mal que el pañuelo estaba limpio, porque mi padrino lo utiliza sólo para llevar su inicial bordada en el bolsillo, que la lleva bordada por si se le olvida que Bernabé empieza por
B
y no por
V
, y luego, para limpiarse los mocos, tiene un paquete de
klinex
en el otro bolsillo, porque un moco en una tela tan blanca y en una inicial tan lujosa es algo que la Luisa no permitiría nunca. Bernabé le dio al Imbécil el
klinex
, pero el Imbécil dijo ¡que no, que no!, que el pañuelo, y mi padrino, como es tan bueno, se lo dejó, y el Imbécil lo abrió y, en vez de sonarse con él como todos esperábamos, se lo puso en la cabeza, porque ya te he dicho hace tiempo que mi madre, con el jueguecito del cucú-trastrás, le ha hecho creer que cuando uno se tapa la cabeza se hace completamente invisible. La Luisa y Bernabé nos dejaron atrás, y también nos dejaron por imposible y también nos dejaron solos.

Yo iba con la cabeza metida en el cuello, y él con el pañuelo en la cabeza y cogido de mi mano para no caerse. Los dos deseando llegar cuanto antes a casa. Me dio por pensar que yo y el Imbécil cada día nos parecemos más. Como él me imita en todo, siempre hacemos lo mismo, y encima, como yo no crezco nunca y él no para de crecer, va a llegar un momento en que seamos de la misma altura y la gente diga: «Mirad, por ahí van esos dos niños siameses».

Como llevaba la cabeza gacha, sólo veía el suelo, pero de pronto escuché a mis espaldas lo que más temía: la voz del chulito más chulo de todos los tiempos, la voz de Yihad, que decía:

—¿Pero de qué te has vestido, Gafotas, que pareces un hijo del presidente del Gobierno?

Y luego se oyeron las risas de otros, entre las que distinguí las siguientes: la de mi mejor amigo, el Orejones (cerdo traidor); la de la Susana; la de Jessica, la ex gorda; la de Mostaza; Arturo Román, y dos del Baronesa Thyssen. Los distinguiría aunque se rieran debajo del agua. Son muchos años aguantándolos.

Yo le apreté la mano al Imbécil para que fuera más deprisa y porque le conozco. Yihad no iba a dejarnos escapar así como así, y volvió a la carga:

—¡Gafotas, no te quedes en el parque, que te puedes manchar!

Otra vez las risas de los mismos.

—¡Miradlos —siguió el tío—, van los dos vestidos igual, están supersupersupermonos!

Yo sabía que el Imbécil acabaría por saltar. Se me escapó de la mano sin que pudiera sujetarlo, se quitó el pañuelo de la cabeza y echó a correr al banco donde estaban todos. Fue decidido, sin miedo, como si tuviera fuerza suficiente como para pelearse con cincuenta. Llegó donde estaban, fue directo a Yihad y, sin decirle nada, le pegó una patada en la espinilla:

—¿Pero eres idiota, niño, o qué? la patada que me ha dado —dijo Yihad llevándose la mano a la espinilla—. ¿Y tú, Manolito, qué, es que necesitas que te defienda tu hermano pequeño?

El Imbécil no le dejó acabar y le dio otra patada en la otra pierna. Entonces, Yihad no pudo aguantarse y le dio un empujón al Imbécil. El Imbécil se cayó para atrás y mis amigos se quedaron serios y se apartaron, porque, aunque no les parecía bien que Yihad le diese a un niño chico, tampoco tenían valor para defenderlo. Yo soy un cobarde, como mis amigos, pero que le toquen al Imbécil, eso sí que no. Noté que se me hinchaba una vena que tengo en el cuello que sólo se me ha hinchado dos veces en la vida, porque yo nunca me pego, siempre me pegan, y me fui corriendo hasta Yihad y le grité:

—¡A mi hermano tú no le tocas!

—¡Bueno, pues te toco a ti! —dijo Yihad, y se me echó encima, y sentí como si se me hubiera echado encima un animal salvaje.

Yo estaba en el suelo, dispuesto ya a que me rompiera las gafas y la cara y lo que fuera, cuando alguien me lo quitó de encima. ¿Quién era, quién me había salvado de aquella mala bestia, quién podía tener esa fuerza sobrenatural para enfrentarse al ser más peligroso del barrio? No podía ser el Imbécil, porque estaba a mi lado, en el suelo. Cuando pude sentarme, quitarme el polvo de las gafas y mirar para arriba, pude ver quién tenía sujeto por la camisa al chulo de Yihad. Mi ángel de la guarda era ella, Melody Martínez.

La «N» de Nicolás

No me preguntes cómo era posible porque no lo sé, pero Melody Martínez tenía agarrado a Yihad con una mano por el cuello y con la otra le retorcía un brazo. Yihad estaba rojo porque Melody lo tenía paralizado, y sólo decía de vez en cuando:

—¡Cuando me sueltes, verás; cuando me sueltes, verás!

Pero Melody parecía supertranquila y todos nos quedamos bastante alucinados cuando vimos que, sin soltarle, echaba la cabeza para un lado y hacía una pompa con el chicle, que por breves instantes le tapó la cara entera. Luego la pompa se fue desinflando poco a poco y M. M. sorbió el chicle como hacemos yo y el Imbécil con los espaguetis con tomate que se nos quedan colgando. Cuando por fin tuvo otra vez el chicle entero en la boca, nos miró a todos con una sonrisa bastante enigmática y le dijo a Yihad:

—Te suelto; pero como intentes vengarte, te ato al tronco del Árbol del Ahorcado y ahí te quedas toda la noche.

Lo soltó, y todos notamos en el latido de nuestros corazones que era uno de los momentos de más tensión ambiental que habíamos vivido en toda nuestra vida. Yo no me atrevía a levantarme del suelo y ahí seguía, y el Imbécil también; pero él se había puesto a jugar con la tierra, porque es un niño que, ya lo dice mi madre, se entretiene con cualquier cosa y en los momentos más inoportunos. Mientras todos temblábamos, al Imbécil se le había olvidado que hacía un momento Yihad nos había tirado al suelo, y estaba dibujando la
N
en el suelo, que es una letra que le han enseñado en el colegio y que la escribe por todas partes: en las paredes, en el portal, en el puré de patatas. Ahí estaba, escribiendo su
N
. Me miró, y me dijo:

—La
N
.

Y yo le dije que muy bien, pero que no estaba para e-n-e-s en ese momento de mi vida. A él los momentos de violencia ambiental no le afectan, y siguió:

—La
N
. ¿Qué es la
N
?

Y supe que tenía que contestarle porque él sigue y sigue preguntándote hasta que no le respondes.

—¡Pues la
N
de Nicolás! —le dije gritando bastante bajo.

—Nicolás, como el abuelo Nicolás —dijo él.

—Nicolás como tú, que te llamas Nicolás; por eso te han enseñado en el colegio la
N
de Nicolás.

—No, es la
N
del abuelo Nicolás.

—Bueno, pues vale, lo que tú quieras.

Mientras nosotros discutíamos tirados en la tierra, Yihad seguía rojo de rabia y con la mano levantada como si se le hubiera quedado una torta pegada en la mano y estuviera buscando a alguien para estampársela en toda la cara. Melody Martínez pasaba de él y me dio la mano a mí para que me levantara.

—Y no le vuelvas a tirar —le dijo Melody a Yihad—. Es que no te das cuenta, pedazo de bestia, que se le mancha el traje.

—Y a mí qué me importa que se le manche su traje de pijo, si parece una niña, que siempre le tienen que defender las chicas.

—¿Que parece una niña, una niña como yo? —dijo Melody Martínez enseñando sus bíceps y sus tríceps de luchadora de taekwondo, que tiene asustado hasta al profesor del colegio.

Todos mis amigos se echaron a reír, y yo me reí por dentro, pero por fuera no se me notó nada.

—No —dijo Yihad—, tú no eres como todas las niñas; yo digo que el Gafotas parece una niña como son las niñas de verdad, que le empujas una pizca y ya está en el suelo.

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