Yo y el Imbécil (9 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

—Oye, tío —dijo la Susana Bragas-sucias—, a ver qué va a pasar, que yo no doy taekwondo, pero te araño la cara.

Yihad estaba que no sabía qué decir porque veía que con algo más que dijera se le iban a echar todas las niñas encima, y eso no se lo desea uno a nadie. Las niñas de mi barrio son todas bastante burras; menos mal que actúan por separado y no se les ha ocurrido unirse en una panda criminal. Se harían las dueñas del barrio. El chulo más chulo de todos los chulos miró para abajo y luego echó a andar sin decir adiós. Melody Martínez me dijo que me acompañaba a casa y yo le dije que bueno, porque llevarle la contraria a Melody es bastante difícil y no sirve para nada. Me dijo que, si yo quería, ella podía darme unas clases de defensa personal para que los chulos no se pasaran conmigo y no me viera siempre en el suelo, que me paso la vida en la tierra entre unas cosas y otras. Me hubiera gustado decirle a Melody que no hacía falta, porque me daba un miedo horrible que mi profesora fuera ella y estar como un muñeco por los aires por todas las llaves que quería enseñarme.

—Tienes que aprender tú —me dijo—, porque no voy a estar yo siempre para defenderte.

Yo le dije que no hacía falta que siempre saliera en mi defensa porque luego mis amigos se ríen, y dicen que desde que Melody está por mí, voy al colegio con gorila incluido.

—Que se rían. A mí no me importa que me llamen marimacho —dijo Melody cuando llegamos al portal—. Es muy bonito el traje, un poco pijo, pero muy bonito.

Yo me lo miré un momento y me di cuenta de que tanto mi traje como el del Imbécil estaban completamente llenos de tierra. La Luisa se iba a llevar un disgusto horrible.

—¿Puedo subir a tu casa? —dijo M. M., que no se corta un pelo.

—Es que no vamos a dormir en casa, estamos en casa de la vecina porque hoy han operado a mi abuelo.

De pronto me acordé de mi abuelo. Llevaba todo el día sin acordarme de él. Exsuperpróstata, en el hospital, sin próstata y sin dientes y sin nosotros.

—Oye —le dije a Melody antes de abrir la puerta—. ¿Cómo pudiste paralizar a Yihad de esa manera?

Y Melody quiso demostrármelo. Se puso a mi espalda y me agarró del cuello, apretándome en un sitio que me dejaba sin respiración, y luego me retorció el brazo. Dirás que soy un idiota, pero al verme así sin poder mover ni una sola parte de mi cuerpo, sintiendo aquellas manazas sujetándome, me dio pena Yihad, yéndose solo a casa, sin haber ganado la pelea. Se ve que estoy tan acostumbrado a que él gane todas las peleas, que en cuanto pierde una es como si le hubiéramos quitado algo que es suyo. Entramos en el portal y según subíamos las escaleras nos íbamos encontrando con todas las enes que el Imbécil lleva pintadas en estos últimos meses.

—La
N
del abuelo Nicolás —dijo el Imbécil.

—Sí, es verdad, es la
N
del abuelo.

Le di la razón porque sabía que en aquel momento el Imbécil estaba un poco triste pensando en el abuelo, que también estaría un poco triste pensando en nosotros.

Recuerdos de una madre

Era muy raro estar en tu bloque y no dormir en tu propia casa. La Luisa nos dejó las llaves de mi casa a mí y al Imbécil para que subiéramos a por nuestros pijamas. Y subimos sin atrevernos a decirle a la Luisa que nosotros no tenemos pijama porque en mi casa es costumbre que uno en verano duerma en calzoncillos y en invierno con un chándal viejo; pero no sé por qué nos daba un poco de vergüenza decírselo y que la Luisa se lo contara a Bernabé:

—Estos niños se están criando sin pijama, y sin zapatillas de felpilla y sin bata de cuadros.

Y sobre todo nos daba más miedo todavía que la Luisa nos llevara a un hipermercado de guardia a comprarnos un equipo de cama, con una bata a juego de las que lleva Bernabé, para que nos sentáramos todos a cenar como si fuéramos una familia. Tú no conoces a la Luisa: yo sabía que en aquellos momentos en que tenía en sus manos el rumbo de nuestras vidas, era capaz de coger del armario del cuarto de baño un peluquín para mí y otro para el Imbécil, y ponérnoslo para luego decir que éramos el vivo retrato de Bernabé. Se había encariñado demasiado con nosotros.

Era muy raro estar en tu propia casa de visita. Mi casa olía al abuelo Nicolás, a mi madre, y también a mi padre cuando está con nosotros los fines de semana. Olía al Imbécil, a la colonia que le pone mi madre y a sus construcciones, que las tiene todas mordidas y huelen a baba. Luego me dijo el Imbécil que también olía a mí, pero yo mi olor no me lo noto. Esa hora en la que habíamos subido a por los pijamas era la hora en que mi madre, cualquier día, ya nos estaría gritando para que nos bañáramos. Le haríamos repetir esa orden lo menos diez veces, porque nosotros no hacemos caso ni a la primera, ni a la tercera. Tenemos por costumbre obedecer a la décima, que es cuando sale mi madre de la cocina con una colleja calentita en la mano para depositarla en nuestras nucas. Entonces, a la décima, yo me metería con el Imbécil al cuarto de baño, llenaría la bañera y nos meteríamos los dos juntos, y a la media hora mi madre empezaría a gritarnos que saliéramos a cenar, y nosotros sólo le quitaríamos el tapón de la bañera a la décima vez que mi madre nos diera la orden, porque somos niños de costumbres fijas. Otras veces, no siempre, ni yo ni el Imbécil tendríamos ganas de bañarnos y entonces cerraríamos la puerta con llave y abriríamos el grifo para que pareciera que nos estábamos bañando. Estaríamos media hora haciendo tonterías encima del váter o del bidé y luego, antes de salir (cuando mi madre nos hubiera llamado a cenar diez veces), nos mojaríamos la cabeza un poco para que pareciera que estábamos bastante limpios.

Este truco del baño falso no siempre nos da resultado porque mi madre tiene un olfato que si se enterara la policía española la contrataría para hacer de perro antidroga en los aeropuertos. No se le resistiría ningún traficante del mundo. Me acuerdo de una vez que yo y el Imbécil sólo habíamos mojado la superficie de nuestro pelo y salimos del baño por todo el morro y nos sentamos a esperar la cena haciendo como que éramos los niños más limpios del planeta. Mi madre vino a la mesa con la sartén de las salchichas y empezó a acercarse a mí moviendo las aletas de la nariz como si estuviera siguiendo un rastro. Yo me quedé quieto como una estatua, y el Imbécil, más quieto todavía. Mi madre guiñó los ojos con cara de estar a punto de descubrir un gran secreto y, sin soltar la sartén llena de salchichas, se fue al cuarto de baño. Nosotros mirábamos el plato vacío porque cuando mi madre está a punto de regañarnos nos da por mirar para abajo; no me preguntes por qué. Por fin salió del baño, con la misma sartén en la mano y con una sonrisa que nos puso los pelos de punta.

—Bueno, bueno… —dijo mientras ponía las salchichas en el plato—. ¿Cuántas salchichas quieres, Manolito?

—Las que tú quieras, mamá.

Eso le dije. Normalmente le digo que me ponga siete, y sobre todo que me ponga una más que al Imbécil, pero en este caso sabía que el ambiente no estaba para las tonterías de siempre.

—Las que yo quiera, las que yo quiera… Que no, tonto, te pongo siete, y una más que a tu hermano, como a ti te gusta.

El Imbécil y yo nos miramos de reojo sin saber a qué venía tanta amabilidad. Por primera vez en nuestras vidas no peleamos por el
ketchup
, ni tiramos el tomate al hule, ni el Imbécil se acabó atragantando con el último trozo de salchicha. Retiramos nuestros platos a la pila y le fuimos a dar a mi madre un beso de buenas noches antes de que ella tuviera que ordenarnos diez veces que nos fuéramos a la cama. Nos metimos en la cama bastante intrigados por lo rara que se había vuelto mi madre de pronto. Reconstruimos los hechos: la habíamos visto meterse en el cuarto de baño a punto de echarnos la bronca y luego la vimos salir con la sonrisa esa tan extraña. Le pregunté a mi abuelo si sabía qué es lo que pasaba.

—No lo sé, hijo mío, pero estoy seguro de que el final de esta historia está todavía por llegar.

Mi abuelo tenía razón. El Imbécil y yo cerramos los ojos. Él en su cuna gigantesca y yo en mi cama-mueble, cerramos los ojos para dormirnos cuanto antes. Nos dormimos porque a nosotros las preocupaciones nunca nos quitan el sueño. Serían las siete y media de la mañana cuando mi madre nos despertó con un grito aterrador.

—Venga, niños. ¿No os quisisteis bañar anoche? No importa. Mamá os levanta una hora antes y os ducháis por la mañana.

Teníamos tanto sueño que casi nos quedamos dormidos en el baño. Vamos, al Imbécil tuve que sujetarle de la cabeza dos veces porque él estaba dispuesto a dejarse hundir en la bañera con tal de dormir media hora más. Aquel día supimos que a mi madre es muy difícil engañarla. Luego nos dijo que no sólo nos había delatado ese olor a choto que nos caracteriza cuando volvemos de la escuela, sino que cuando entró en el cuarto de baño se dio cuenta de que no había el cerquillo negro que todos los días dejamos como recuerdo de nuestra propia suciedad. Estas cosas y más estuvimos recordando yo y el Imbécil en nuestra casa solitaria. Esos recuerdos tan buenos de mi madre nos hicieron sentir una gran nostalgia: un padre en la carretera y un abuelo y una madre en el hospital. Dos niños solos, en un piso vacío, recordando a su familia y buscando un pijama que no tienen. Éramos los protagonistas de una historia bastante triste.

Nuestra nueva madre (la Luisa) abrió la puerta y nos dijo:

—Venga, niños, el baño está en su punto. Os voy a bañar.

¿Cómo, que la Luisa pretendía bañarnos? Eso nunca, pensamos los dos superalunísono.

Cómo librarnos de la Luisa

Yo creo que la Luisa se había hecho muchas ilusiones. No había más que verla, ahí, en la puerta de mi casa, impaciente porque bajáramos a bañarnos y con unos albornoces ya en la mano. Eran los albornoces de la propia Luisa y el propio Bernabé, los albornoces más suaves que había visto nunca, no como los de mi casa, que mi madre siempre dice: «Dentro de poco los corto a trozos para trapos», y así lo lleva diciendo desde que yo tengo memoria en el cerebro.

Bajamos a casa de la Luisa, y ella nos compadeció bastante porque éramos unos niños sin pijama, y eso a ella le pareció inhumano. El baño estaba lleno y en el fondo había como una arenilla, porque nos había preparado un baño con sales: nosotros nos metíamos en el baño, ellos, la Luisa y Bernabé nos frotaban la espalda y a los diez minutos, ni un minuto más ni un minuto menos, nos esperaban, cada uno con un albornoz abierto, a que pusiéramos el pie en la alfombrilla para arroparnos rápidamente en sus albornoces y llevarnos en brazos hasta la cama de matrimonio. Yo le quise explicar a la Luisa que la época del albornoz esperándote a la salida del baño y de ir en brazos a la cama grande ya había pasado en nuestras vidas. Hasta el Imbécil, que, como todo el mundo sabe, es el mimadito de su madre, ya se sale de la bañera solo, y mi madre me tiene dicho que yo soy mayor y que tengo que ser responsable de mi hermano y de secarle y de ayudarle a ponerse el calzoncillo y de peinarle con la raya al lado. Así que el resultado es que el Imbécil sale de la bañera chorreando, y chorreando sigue y se seca al aire porque nuestros albornoces de lija están llenos de tomates, y luego se pone el calzoncillo encima de su culillo mojado, así que le cuesta un buen rato metérselo y bastantes veces se cae al suelo, cosa que no le molesta, qué va, le gusta, porque le pasa lo mismo todos los días, y nosotros siempre nos reímos con lo que nos pasa todos los días. Luego, según mi madre, yo le tendría que peinar, pero tampoco le peino porque si yo no me peino, no veo por qué tengo que peinar a otras personas. Nos colocamos los dos un poquillo el pelo, nos ponemos el chándal viejo en invierno y los gayumbos en verano, y ése es nuestro uniforme de noche. Pero la Luisa quería que volviéramos al principio de los tiempos, cuando el baño estaba supervisado por mi madre. Y a nosotros nos daba terror volver a aquellos tiempos en que mi madre se sentaba en el váter y nos decía: «Ahora date aquí, ahora allá, esa oreja, bien el culete…». Aquello no era disfrutar. Encima mi madre no tenía mucha mano para poner el agua a la temperatura ideal y siempre nos la dejaba o hirviendo o fría. Me acuerdo de una vez que el Imbécil y yo nos metimos al baño, y mi madre vino a los diez minutos para supervisarnos y nos encontró flotando dejando sólo la cara y la barriga fuera del agua, unas caras y unas barrigas que se habían puesto bastante coloradas.

—¿Por qué estáis tan tranquilos, niños?

Y su voz nos llegó como desde muy lejos, como si la oyéramos desde otra galaxia.

—Niños, por Dios, que me asustáis.

Fuimos notando que un chorro de agua fría nos despertaba. Fue el clásico tratamiento de choque. Nos había puesto el agua tan caliente que se nos había ido la olla y estábamos a punto de dormirnos, así que para reanimarnos no se le ocurrió otra cosa que dar al grifo de la fría. Fue un momento bastante duro, pero mi madre lo recuerda como «el día en que nos salvó la vida». Y todavía hoy cuando ella se lo recuerda a alguna visita, tenemos que tirarnos a sus brazos para agradecérselo, porque si no mi madre se rebota y dice que nunca le reconocemos lo que ha hecho por nosotros.

Hace tiempo ya que mi madre pasó de estar en el baño con nosotros, y todos salimos ganando: ella se sienta a ver la tele con las piernas para arriba mientras mi abuelo le cuida la sartén con las salchichas, y nosotros pasamos el rato con nuestros juegos acuáticos de siempre: las pedorretas, los pedos propiamente dichos y las gárgaras marítimas. Y te digo una cosa: el hecho de que llevemos ya dos años haciendo lo mismo no quiere decir que estos juegos nos estén empezando a cansar. ¡Qué va! Nos gustan cada vez más, más que el primer día de hace dos años en que mi madre, ¡harta de niños!, decidió dejar al Imbécil a mi cuidado para el resto de mi vida.

Fue muy difícil, aquella noche en que nos habíamos convertido en hijos adoptivos de la Luisa, librarnos de ella a la hora del baño; tuvimos que establecer un plan. El Imbécil se fue a la cocina con Bernabé y le pidió un vaso de agua; desde allí llamó a la Luisa. Cuando se bebió toda el agua dijo:

—Ahora, un besito a Bernabé.

A Bernabé se le cayó la baba.

—Ahora, un besito a la Luisa.

El Imbécil se lo dio y a la Luisa se le cayó también la baba.

—Y ahora, la Luisa y Bernabé se quieren en los morros.

Y los echó al uno contra el otro, y Bernabé y la Luisa, casi con lágrimas en los ojos, juntaron morro con morro y se dieron un besito de amor. Y mientras se desarrollaba este momento tan emotivo, el Imbécil salió corriendo; yo le esperaba en el pasillo con la puerta del cuarto de baño abierta. Pasamos los dos corriendo al baño, echamos el pestillo y, jadeando como perros, nos echamos a reír como conejos. ¡Al fin solos! El plan, tengo que reconocerlo, fue ideado por el Imbécil, que es un niño diabólico, bastante peor que Chuki. La Luisa y Bernabé llamaron muchas veces a la puerta. La Luisa nos decía: «Los albornoces, que los tengo yo aquí fuera. Niños, que os podéis resbalar». Eso al principio; luego nos dijo cosas más feas, y que se iba a chivar a mi madre en cuanto llamara. Oímos a Bernabé decir: «Mujer, déjalos ya en paz». A nosotros ya nos daba igual, porque empezamos a prepararnos un baño de película. Abrimos el armario de potingues de la Luisa y, ¡oh!: las sales, las cremas, unas bolillas de aceite de las que se pone mi madre en el baño antes de que venga mi padre los viernes a casa, ¡y los peluquines de mi padrino Bernabé! Todo a nuestra disposición para un baño que recordaremos siempre y que te pienso contar en el próximo capítulo.

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