—Qué mala sombra tienes con tu hermano, qué poco te gusta que juguemos un rato con él.
Pero volvamos a la escena hospitalaria: la nuez de mi abuelo subiendo y bajando; el Imbécil bastante invisible, y los demás paralizados. La enfermera sonrió al vernos tan parados. Hay dos tipos de enfermeras: las enfermeras malas y las enfermeras que se hacen las buenas. La enfermera de mi abuelo era de estas últimas, que son las peores. A mí no me engañaba con su sonrisa. Tenía la mano metida en el bolsillo y yo me empecé a imaginar que estaba sujetando una inyección adormecedora para nosotros, para mí y para el Imbécil, para clavárnosla por la espalda al menor descuido. ¿Ves lo que pasa con las historias que nos cuenta mi madre? Que los niños de la infancia somos muy impresionables y luego no nos fiamos de nadie.
Entraron dos enfermeros bastante forzudos y levantaron a mi abuelo de la cama como si fuera una pluma y lo pusieron en una camilla. Mi abu tragó saliva por última vez, y nos dijo:
—Venga, niños, no pongáis esas caras, que sólo me van a quitar la próstata.
A mi me daba pena que se la quitaran. Yo qué sé, te acostumbras a un abuelo con próstata, y un abuelo sin próstata te sabe a poco. Intenté arreglarlo como pude:
—Abu, ¿y qué hacen con la próstata que le quitan a la gente?
—Pues las tirarán a la basura.
—Hacen cremas para las señoras —dijo uno de los enfermeros forzudos, y se echaron los dos a reír mientras empezaban a empujar la camilla de mi abuelo por el pasillo.
Mi madre y yo los fuimos acompañando. El Imbécil salió de la habitación y se agarró a la camilla también; se había puesto una toalla del váter en la cabeza, por si acaso.
—Anda que no le quieren sus nietos —dijo la enfermera que se hacía la buena.
—Pero, abu, abu, ¿le puedes decir al señor cirujano que no la tire?
—Que necesito una crema hidratante —dijo mi madre, y todos se echaron a reír.
Tengo que decir que a veces parece que mi madre no tiene sentimientos. Yo hice como que no los oía.
—Abu, que te la guarde de recuerdo. La puedo llevar al laboratorio de mi colegio, o la guardo en un bote y empiezo a hacer una colección de desechos humanos. La Luisa tiene guardado el apéndice de Bernabé en un frasco de cristal.
—No te preocupes, que se lo diré.
—Pero que no se te olvide.
La camilla se paró en la puerta del ascensor. Mi madre le dio un beso a mi abuelo en la frente como si lo quisiera mucho, y le dijo: «Venga, papá, tranquilo, que estaremos en la habitación cuando te despiertes». Luego cogió aúpa al Imbécil para que le diera otro beso. El Imbécil se lo dio levantando un poquillo la punta de la toalla. Y luego se lo di yo muy apretado; lo que se llama un abrazo
chillao
.
Las puertas del ascensor se abrieron y la enfermera que se hacía la buena dijo: «Anda, tontos, si no es nada lo que le van a hacer a vuestro abuelo».
—Es que lo quieren más que a su propia madre —dijo mi madre como con rabia.
Yo ya estaba casi convencido de que tenían razón, de que la operación no tenía importancia, y de que quitarte la próstata era como quitarte un moco, cuando mi madre puso el pie en las puertas del ascensor para que no se cerraran, y dijo de pronto y con bastante desesperación contenida:
—Papá, ¿dónde dejaste el cupón y el décimo de lotería que compraste?
Y yo me acordé de la historia que habíamos visto en la tele de un viejo que se había muerto sin decirle a su familia dónde había puesto el cupón, y el cupón del viejo fue el premiado y la familia del viejo salió en todos los telediarios diciendo que alguien se lo había robado a traición: el embalsamador o el enterrador o alguien de ese tipo de gente. Y me acordé de que mi abuelo había dicho: «No os preocupéis, que cuando me vaya a morir os dejaré dicho dónde lo he dejado». Mi madre le había dicho: «Eso, eso, que luego es un número salir en la tele denunciando el caso públicamente».
Aquella pregunta sobre el cupón me había revelado mis peores sospechas: a lo mejor mi abuelo corría peligro y nadie nos lo quería decir.
—Creo que los dejé debajo del vaso donde pongo la dentadura.
Estas fueron las últimas palabras antes de que las puertas del ascensor se cerraran. ¿Volvería a ver a Exsuperpróstata?
Mi madre nos dijo que nos iba a llevar a casa porque cuando mi abuelo saliera por ese mismo ascensor en que se lo habían llevado pero con una raja y sin próstata, no iba a tener el cuerpo como para que dos niños plastas le dieran la murga. Esos dos niños plastas éramos yo y el Imbécil. Le prometimos que nos íbamos a portar tan bien que no íbamos a parecer sus hijos, y dijo: «Bueno, bueno, a la primera de cambio os mando a Carabanchel pero
enfilaos
».
Mi madre tenía en la mano todavía el móvil del compañero de mi abuelo, y se quedó en el pasillo y aprovechó para hacer unas llamadas urgentes: a varias amigas suyas con las que habla todas las tardes. Nosotros decidimos no molestar y nos pusimos a pasear con los viejos moribundos de la planta. El Imbécil todavía con su toalla en la cabeza. Andábamos a la misma velocidad de los viejos, o sea, como en las procesiones. Teníamos tres viejos delante. Todos iban con un camisón y con una bolsa en la mano que tenía un líquido amarillo que no sabíamos lo que era. Unos viejos tenían un poco de líquido sólo y otros tenían toda la bolsa llena. Cuando llegábamos al final del pasillazo largo, dábamos la vuelta, y para el otro lado. Era bastante aburrido porque íbamos muy lentos, pero se puede decir que nos habíamos integrado entre los pacientes de aquel hospital. Yo tenía que ir cuidando de que el Imbécil no se tropezara porque con la toalla en la cabeza no veía ni media. El viejo de delante se volvió y me advirtió que cuidara de que mi hermano no se le fuera a enredar con el cable de la bolsa. Yo pensé que en el hospital les ataban a los viejos aquella bolsa con el cable para que nadie se la pudiera quitar. Y también me di cuenta de que si uno pasea por los pasillos del hospital con los enfermos moribundos debe guardar la distancia reglamentaria entre viejo y viejo para no darse un morrón. Son normas de la Dirección General de Tráfico. Se lo estaba intentando explicar al Imbécil, que es un niño que no guarda las distancias con nadie, y en esto que se tropezó con el viejo y se fue a sujetar en la bolsa para no caerse. El viejo agarró la bolsa amarilla como si llevara oro líquido y el Imbécil se estampó contra el suelo. Sin levantarse, miró al viejo con rabia contenida, y buscó a un lado y a otro a mi madre. Cuando por fin la vio en el rincón hablando por teléfono y mi madre lo vio a él estampado en el suelo, hizo lo que yo me esperaba: soltó un alarido que hizo que todos los viejos del pasillo se quedaran paralizados y empezó a llorar como si fuera el niño poseído. Mi madre le dijo a la persona con la que hablaba por teléfono:
—Hija, ahora te llamo, que se me ha caído el nene.
Y cuando pasó al lado del viejo, le soltó:
—Podría tener más cuidado, que casi me le rompe los dientes.
—Y él, me lleva pisando los pies media hora y casi me arranca la bolsa.
Aquel viejo estaba con su bolsa que no meaba. Yo y el Imbécil nos sentamos en el pasillo para no provocar más accidentes de enfermos moribundos, y mi madre volvió a hacer varias llamadas urgentes. Le oímos a un señor que había pocas camas en el hospital y que había enfermos a los que habían puesto en el pasillo. Yo y el Imbécil tuvimos la misma idea: teníamos que cuidarle a mi abuelo la cama para que no se la fuera a quitar cualquier enfermo desaprensivo.
Entramos en la habitación y el compañero viejo de mi abuelo se había dormido. Subí al Imbécil a la cama, empujándole el culo, que es lo que más le pesa, y luego me subí yo. Jugamos un rato a ser dos enfermos moribundos. Yo hacía que me moría, y luego llegaba el Imbécil con unos superpoderes que me lanzaba con los dedos y regresaba de la muerte como si morirme me chupara un pie. Una vez me hice el muerto durante bastante rato para darle más emoción al juego, y el Imbécil me lanzó sus poderes lo menos diez veces. Yo notaba que empezaba a ponerse nervioso y estaba a punto de darme la risa, pero me la aguantaba y me reía por dentro.
—¡Manolito muerto no! ¡Muerto no! ¡Manolito vivo!
Él estaba a punto de echarse a llorar y yo de echarme a reír, hasta que no se le ocurrió otra cosa al tío cochino que escupirme en la cara.
—¡Pero qué asqueroso eres! ¡Encima de que juego contigo, me escupes!
Estuvimos un rato sin hablarnos, cada uno mirando a un lado de la cama, pero luego tuve que hacer las paces con él porque le mandé a que despertara al señor de al lado para ver si le podíamos poner la tele.
El Imbécil le dio un poquito en el brazo, y el señor ni se movió.
—¿Está muerto? —me preguntó el Imbécil.
—¡No, no, no! —se lo dije gritando porque el Imbécil estaba a punto de resucitarlo con uno de sus escupitajos resucitadores.
El señor se despertó ahora con los gritos y el Imbécil, que es un niño al que no le gusta irse por las ramas, le dijo:
—La tele.
—¿La tele, qué?
—Manolito y el nene la quieren ver.
—Es que cuesta dinero.
El Imbécil le tendió la palma de la mano.
—Dale dinero al nene para la tele.
—Esto es increíble —dijo el señor, y le dio una moneda para la tele.
El Imbécil la echó en la hucha de la tele, cogió el mando, y se vino corriendo a la cama. Lo tuve que remolcar porque no podía con su propio cuerpo. Estaban echando una corrida de toros. El señor de al lado dijo que lo dejáramos ahí, pero yo le dije al señor que no podíamos ver los toros porque lo había prohibido el Defensor del Menor. Pusimos unos dibujos bastante rollos pero que al Imbécil le gustan, y cantó con toda la fuerza de sus pulmones la canción de la serie, que se la sabe de memoria. Al rato le trajeron la merienda al señor. El enfermero nos dio un paquete de galletas por todo el morro y luego nos comimos todo lo que no quiso el señor enfermo. La verdad es que nos estaba encantando la vida en el hospital. Mi madre pasó y le devolvió el móvil al señor enfermo.
—Se le ha ido la conexión. Pero vamos, yo no le he hecho nada, que conste.
—¿Que no le ha hecho nada? Le ha gastado la batería, señora. ¿No habrá llamado usted al extranjero…?
—Pues no. Podía haberlo hecho, pero soy una persona honrada —dijo mi madre bastante indignada.
El Imbécil bajó de la cama y se puso delante de ella porque está entrenado para atacar si alguien se mete con mi madre. Lo ha entrenado ella personalmente. Estábamos viviendo aquellos minutos de tensión ambiental, cuando los dos camilleros forzudos anunciaron la llegada de Exsuperpróstata.
—Aquí está. Ahora despéjenle, por favor, no le dejen dormir, que tiene que espabilarse.
Teníamos una misión que cumplir: mantenerlo despierto al precio que fuera.
—¿Dejar dormir éstos a alguien? Usted no los conoce.
Los camilleros forzudos pusieron a mi abuelo en la cama, y mi abuelo hacía: «Ah, ah, ah», porque era un abuelo que estaba saliendo de una anestesia. Yo y el Imbécil le quisimos destapar para ver si la cicatriz que le habían hecho era como tirada con tiralíneas, porque si no, pensábamos pedir el libro de Reclamaciones; pero los camilleros forzudos pusieron sus manazas sobre nuestros hombros, que nos dieron un susto de muerte, y nos dijeron que había que mantenerlo despierto sin tocarlo. Dicho esto, desaparecieron y empezamos a darnos cuenta de lo difícil que es estar con un abuelo sin tocarlo, porque nosotros, por lo menos, somos unos niños que siempre estamos encima de la gente pisoteándola porque así demostramos el gran cariño que tenemos a esa gente.
Mi abuelo daba mucha pena porque, además de decir «Ah» a cada momento, se quería dormir y nosotros no le dejábamos; le decíamos al oído: «No te duermas, abu, que hay peligro de muerte si te duermes». Pero mi abu ni caso. Mi madre se había ido a llamar por teléfono porque el móvil ya lo había gastado, y nosotros decidimos darle a la palanca de la cama para que a mi abuelo no le quedara más remedio que abrir los ojos. Le pedimos otra moneda al señor enfermo y le pusimos la tele a nuestro abuelo con la cama levantada como si fuera un sillón. Ya no decía: «Aahhh»; ahora decía: «Aaayyyy». Y el señor de al lado le dio a un timbre que tenía al lado de su mesita el muy chivato, y apareció la enfermera giganta por la puerta.
—Por favor, mire usted cómo lo tienen al pobre hombre.
La verdad es que mi abuelo se nos estaba torciendo para un lado y tenía una pinta bastante terrorífica, con la boca abierta y la cabeza torcida.
La enfermera nos preguntó que quién nos había educado tan malamente para que fuéramos unos niños torturadores de abuelos, y el Imbécil dijo: «Mi mamá», con esa sonrisa que se le pone cuando habla de ella, porque yo creo que si el Imbécil y mi madre pudieran nos echarían a todos de casa, incluido mi padre, y se quedarían los dos solos como dos enamorados del amor. La enfermera le dio vueltas a la palanca de la cama con una fuerza que se quedó al momento llana y mi abuelo al momento tumbado. Se le oyó decir muy bajito: «¡Ayyy!». El señor de la habitación dijo:
—Se lo van a cargar entre unos y otros.
Y la enfermera le contestó sin mirarle:
—Usted se calla.
La mamá del Imbécil, «su mamá», como le gusta decir, que parece que no se entera de que yo llegué antes a este planeta y de que es mía también, su mamá estaba en la puerta, y los dos nos echamos a temblar, porque si hay algo peor en este mundo que una enfermera-envenenadora, esto es tu propia madre cuando se mosquea. Pero como la mamá del Imbécil es imprevisible, en vez de echarnos la bronca delante de la gente, como hace casi siempre, esta vez nos defendió: