Read Zafiro Online

Authors: Kerstin Gier

Zafiro (35 page)

—¡Ven, tenemos como máximo dos minutos! —Su humor no parecía haber cambiado un ápice desde que nos habíamos separado— . ¿Ya sabes lo que significa la contraseña? —me preguntó alegremente.

—No —dije, y me sorprendió que el corazón que me había vuelto a crecer de repente en mi pecho se negara a caer de nuevo al abismo. Hacia como si todo estuviera en orden y la esperanza de que al final pudiera tener razón casi me mata—. Pero he descubierto otra cosa ¿De quien es esa sangre de tu ropa?

—«Quien no sabe disimular, tampoco sabe gobernar». — Gideon iluminó la última esquina con la linterna—. Luis XI —Que adecuado —dije.

—La verdad es que no tengo ni idea de como se llamaba el tipo cuya sangre mancha mis ropas. Seguro que madame Rossini se pondrá furiosa.

Gideon abrió la puerta del laboratorio y colocó la antorcha en el soporte de la pared. La luz vacilante de la tea iluminó una gran mesa repleta de extraños aparatos, botellas de vidrio, botellitas y vasos, llenos de líquidos y polvos de distintos colores. Las paredes estaban en sombra, pero pude ver que había grandes espacios cubiertos con pinturas y símbolos de escritura, y justo sobre la antorcha, una calavera toscamente dibujada que en el lugar de los ojos tenía pentáculos.

—Ven hacia aquí —dijo Gideon, y me arrastró al otro lado de la mesa. Por fin me soltó la mano, pero solo para colocar la suya en torno a mi cintura y atraerme hacia sí—. ¿Cómo ha ido tu conversación con el conde?

—Ha sido muy… instructiva —dije. El corazón fantasma aleteaba en mi pecho como un pajarito, y tuve que tragar saliva para seguir hablando—. El conde me ha explicado que tú y él comparten el extravagante punto de vista de que una mujer enamorada es más fácil de controlar. Debe de haber sido fastidioso hacer todo este trabajo previo con Charlotte y luego tener que volver a empezar otra vez desde el principio conmigo, ¿no?

—¿Qué estás diciendo?

Gideon me miró torciendo el gesto.

—Pero la verdad es que lo has hecho realmente bien —continué—. El conde también opina lo mismo, por cierto. Claro que yo no era un caso especialmente difícil... Dios mío, me siento tan avergonzada cuando pienso en lo fácil que te lo he puesto...

No pude seguir mirándole.

—Gwendolyn… —Se detuvo—. Pronto empezará. Tal vez sería mejor que continuáramos esta conversación más tarde. Con calma. Aunque no tengo ni idea de adonde quieres ir a parar… —Solo quiero saber si es verdad —dije. Claro que era verdad, pero, como es bien sabido, la esperanza es lo último que se pierde. En mi estómago ya se anunciaba el inminente salto en el tiempo—. Que realmente planeaste que me enamorara de ti, igual que antes lo habías hecho con Charlotte.

Gideon me soltó.

—Este es un mal momento —dijo—. Gwendolyn. Enseguida hablaremos de esto. Te lo prometo.

—¡No! ¡Ahora! —El nudo que tenía en la garganta estalló y las lágrimas empezaron acorrer—. ¡Basta con que me digas sí o no! ¿Lo planeaste todo?

Gideon se rascó la frente.

—Gwen...

—¿Sí o no? —sollocé.

—Sí —dijo Gideon—. Pero, por favor, deja de llorar.

Y por segunda vez en el mismo día mi corazón —en esta ocasión solo la segunda versión, el corazón fantasma que había crecido con mi esperanza— cayó por el acantilado y se estrelló contra el fondo del precipicio roto en mil fragmentos minúsculos.

—Muy bien, en realidad es todo lo que quería saber —susurré—. Gracias por tu franqueza.

—Gwen, me gustaría explicarte...

Gideon se disolvió en el aire frente a mí. Durante unos segundos, mientras el frío volvía a reptar por mi cuerpo, miré fijamente la luz vacilante de la antorcha y la calavera que había encima y traté de reprimir las lágrimas; luego todo se difuminó ante mis ojos.

Necesité unos segundos para habituarme a la luz de la sala del cronógrafo en mi época, pero oí la voz excitada del doctor White y un ruido de tela rasgada.

—No es nada dijo Gideon—. Solo un corte minúsculo, apenas ha sangrado.

No necesito una tirita ni siquiera. ¡Doctor White, puede guardar sus pinzas arteriales! ¡No ha pasado nada!

—¡Hola, chica del pajar! —me saludó Xemerius—. ¡El hermano cabeza de serrín y tu amiga Leslie tienen que comunicarte algo importantísimo! ¡No te puedes imaginar lo que acabamos de descubrir! ¡Oh, no! ¿No me digas que has vuelto a llorar?

Mister George me sujetó con las dos manos y me hizo girar sobre mí misma.

—¡Está ilesa! —exclamó aliviado.

Sí. Si pasaba por alto mi corazón.

—¿Por qué no nos largamos de aquí? —dijo Xemerius—. ¡El hermano cabeza de serrín y tu amiga Leslie, tienen que comunicarte algo importantísimo!

Imagínate, han descubierto qué lugar señalan las coordenadas del código del Caballero Verde. ¡No te lo vas a creer!

—¿Gwendolyn?

Gideon me miró como si tuviera miedo de que por su culpa fuera a arrojarme debajo del próximo autobús.

—Estoy bien —dije sin mirarle a los ojos—. Mister George, ¿puede llevarme arriba, por favor? Tengo que irme a casa enseguida.

Mista George asintió con la cabeza.

—Naturalmente.

Gideon hizo un movimiento, pero el doctor White le sujetó con firmeza.

—¿Quieres estarte quieto?

El doctor había desgarrado de arriba abajo la manga de la chaqueta de Gideon y la camisa que llevaba debajo. El brazo tenía costras de sangre, y por encima de ellas, ya casi en el hombro, se veía una pequeña herida. El joven fantasma Robert se quedó mirando horrorizado toda aquella sangre.

—¿Quién te ha hecho esto? Hay que desinfectar y coser esta herida —dijo el doctor White muy serio.

—De ninguna manera. —Gideon se había puesto pálido, y de su buen humor de hacía un momento no quedaba ni rastro—. Podemos hacerlo más tarde.

Primero tengo que hablar con Gwendolyn.

—De verdad, no hace falta —respondí—. Sé todo lo que necesito saber. Y ahora tengo que irme a casa.

—¡Así se habla! —exclamó Xemerius.

—También pueden hablar mañana —le dijo mister George a Gideon mientras cogía el pañuelo negro—. Y Gwendolyn parece cansada. Tiene que levantarse temprano para ir a la escuela.

—¡Exacto! Y esta noche aún tiene que ir a la caza del tesoro —dijo Xemerius —. O lo que sea que haya en esas coordenadas...

Mister George me colocó la venda. Lo último que vi fueron los ojos de Gideon. En su cara pálida, el verde de su iris tenía un brillo extraño.

—Buenas noches a todos —dije, y luego mister George me condujo fuera de la habitación sin que nadie se hubiera dignado responderme, aparte del pequeño Robert.

—Muy bien, no quiero tenerte sobre ascuas —dijo Xemerius—. Leslie y Raphael han pasado una tarde divertida hoy, al contrario que tú, por lo que parece. En fin, el caso es que los dos han conseguido identificar el lugar que marcan las coordenadas con toda exactitud. Y a ver si adivinas dónde se encuentra.

—¿Aquí en Londres? —pregunté.

—¡Bingo! —gritó Xemerius.

—¿Cómo has dicho? —preguntó mister George.

—Nada —dije yo—. Perdone, mister George Mister George suspiró.

—Espero que tu conversación con el conde de Saint Germain haya ido bien.

—Oh, sí —repliqué con amargura—. Ha sido muy instructiva en todos los sentidos.

—¡Hola! Aún sigo aquí —exclamó Xemerius, y sentí su aura húmeda cuando se colgó como un monito de mi cuello. Y tengo novedades muy, muy interesantes. Vamos allá: el escondite que buscamos está aquí, en Londres.

Y aún hay algo mejor: está en Mayfair. Para ser más precisos: en Bourdon Place. Y precisando aún más ¡en el 81 de Bourdon Place! ¿Qué? ¿Qué me dices?

¿En mi casa? ¿Las coordenadas describían un lugar en mi propia casa?

¿Qué demonios podía haber escondido mi abuelo allí? ¿Tal vez otro libro?

¿Uno con notas que por fin contuviera información que pudieran ayudarnos?

—Hasta aquí la chica perro y el francés han hecho un buen trabajo —dijo Xemerius—. Admito que no tenía ni idea de que existiera ese trasto de coordenadas. Pero ahora... ¡ahora entro yo en acción! Porque solo el único, maravilloso y extremadamente inteligente Xemerius puede meter su cabeza por los muros y ver lo que se oculta detrás o en medio. ¡Por eso esta noche nosotros dos iremos a la caza del tesoro!

—¿Te gustaría hablar de ello? —preguntó mister George.

Sacudí la cabeza.

—No, podemos esperar a mañana —dije, y me dirigí a tanto a mister George como a Xemerius.

Hoy me pasaría la noche en vela, tendida en la cama, llorando por mi corazón roto. Quería hundirme en la autocompasión y en metáforas grandilocuentes. Y tal vez además escuchara a Bon Jovi y el «Hallelujah».

Al fin y al cabo, todo el mundo necesita su propia banda sonora para estos casos.

Epílogo

Londres, 29 de septiembre de 1782

Aterrizó con la espalda contra la pared, colocó la mano sobre la empuñadura de la espada y miró alrededor. El patio de la granja estaba vacío, como lo había prometido lord Alastair. Había cuerdas de la ropa de pared a pared, y las sábanas blancas tendidas ondeaban suavemente al viento.

Paul miró hacia arriba, a las ventanas, en las que se reflejaba el sol de la tarde. Un gato acostado sobre un poyete le observaba con aire burlón, y una de sus patas se balanceaba perezosamente sobre el borde. Le recordó a Lucy.

Retiró la mano de la espada y se alisó las puntillas de las muñecas. Esas ropas rococó le parecían todas iguales: ridículos pantalones hasta media pierna, cómicas chaquetas con unos faldones largos muy poco prácticos y, para acabar, puntillas y bordados por todas partes. Horroroso. Había querido ponerse el traje y la peluca que había encargado para la visita al año 1745, pero Lucy y lady Tilney habían insistido en que se hiciera confeccionar un vestido nuevo completo. Afirmaban que, si se paseaba por el año 1782 con ropa de 1745, todo el mundo se le quedaría mirando, y no habían concedido ningún crédito a su argumento de que solo iba a encontrarse un momento en un lugar apartado con lord Alastair para intercambiar los papeles. Metió la mano entre la chaqueta y la camisa, donde llevaba las copias dobladas en un sobre marrón.

—Perfecto. Veo que sois puntual.

La voz fría le hizo girar en redondo. Lord Alastair salió de la sombra del arco, vestido como siempre con ropa elegante pero extremadamente llamativa y con una exagerada cantidad de guarniciones brillantes, colgadas y bordadas, que resplandecían al sol. Entre las sencillas sabanas, producía el efecto de un cuerpo extraño. Incluso la empuñadura de su espada parecía de oro macizo y estaba adornada con piedras preciosas, lo que confería al arma un aire inofensivo y casi ridículo.

Paul lanzó una rápida mirada a través del arco; al otro lado, junto a la calle, se extendían grandes superficies de césped que llegaban hasta el Támesis. Podía escuchar los resoplidos de los caballos, de modo que supuso que lord Alastair había venido en un carruaje.

—¿Estáis solo? — dijo lord Alastair. El tono de su voz era indescriptiblemente arrogante y además sonaba como si padeciera una obstrucción nasal crónica— ¡Qué lástima!— añadió mientras se acercaba—. Me hubiera gustado volver a ver a vuestra hermosa acompañante pelirroja. Tenía una forma tan… hum… peculiar de expresar su opinión… —Solo estaba decepcionada porque no habíais aprovechado las ventajas que os habían proporcionado nuestras últimas informaciones. Y desconfía de lo que podáis hacer con las que os traigo ahora.

—¡Vuestras informaciones no eran completas!

—¡Eran lo bastante completas! ¡Los planes de la Alianza Florentina no estaban suficientemente trabajados! ¡En cuarenta años han fracasado cinco atentados contra el conde, y en dos de ellos vos asumíais la máxima responsabilidad! ¡La última vez, hace once años, parecíais estar muy seguro del éxito!

—¡No os preocupéis! ¡El próximo intento no fracasara! —exclamó lord Alastair—. Hasta ahora mis antepasados y yo siempre hemos cometido el error de combatir al supuesto conde como a una persona. Hemos tratado de desenmascararlo, de difamarlo y destruir su reputación. Hemos tratado de ayudar a encontrar el camino recto a almas confundidas como las vuestras sin comprender que todos estabais perdidos desde hace tiempo debido a la sangre demoniaca.

Paul arrugo la frente irritado. Nunca había conseguido sacar nada en claro de los solemnes discursos del lord y de los otros hombres de la alianza Florentina.

—Tratamos de atacarle como a un hombre corriente, con veneno, espadas y pistolas —continuó lord Alastair—. ¡Qué ridículo!—Soltó una risotada ronca—. Hiciéramos lo que hiciésemos, siempre parecía encontrarse un paso por delante de nosotros. Fuéramos a donde fuésemos, el ya había estado allí antes. Parecía invencible. Tiene amigos influyentes y protectores en todas partes, hombres expertos, como él, en la magia negra. Los miembros de su logia se cuentan entre los personajes más poderosos de nuestro tiempo. Han tenido que pasar décadas para que comprendiera que no se puede combatir a un demonio con métodos humanos. Pero ahora soy más listo.

—Me alegra oírlo —dijo Paul, y lanzo una rápida mirada de soslayo.

En el arco habían aparecido otros dos hombres, vestidos de negro, con las espadas a la vista, ¡maldición! Lucy había acertado en sus sospechas. Alastair no pensaba cumplir su promesa.

—¿Tenéis las cartas?

—Naturalmente —dijo lord Alastair, y se saco de la chaqueta un grueso fajo de papeles sujetos con un cordel rojo—. Entretanto, y en parte gracias a vos y a vuestras informaciones, he conseguido infiltrar a un buen amigo entre los vigilantes. Ahora me mantiene al corriente de las novedades más importantes diariamente. ¿Sabíais que en la actualidad el conde vuelve a encontrarse en la ciudad? ¡Ah, claro que lo sabíais!

Sopeso el fajo de papeles y luego lo lanzo hacia Paul, que lo atrapo hábilmente con una mano.

—Gracias. Seguro que habéis hecho copias.

—No era necesario— dijo el lord con tono arrogante—. ¿Y vos? ¿Me habéis traído lo que os pedí?

Paul se metió el fajo de cartas en la chaqueta y sostuvo en alto el sobre marrón.

—Cinco páginas con la genealogía de los De Villiers, que empiezan en el siglo XVI con Lancelot de Villiers, el primer viajero del tiempo, y llegan hasta Gideon de Villiers, nacido en el siglo XX.

—¿Y la línea femenina? —pregunto lord Alastair, y esta vez Paul creyó percibir un punto de ansiedad en su voz.

Other books

Mortals by Norman Rush
Taste of Lacey by Linden Hughes
Sweeter Than Wine by Hestand, Rita
King of Spades by Cheyenne McCray
The Diamond Moon by Paul Preuss
The Sparks Fly Upward by Diana Norman
Light A Penny Candle by Maeve Binchy
A Promise of Tomorrow by Rowan McAllister