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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (15 page)

Desde esa distancia no podría golpearme.

La señalé con el brazo, en recriminación, y le dije:

—No esperes que vuelva si no me llamas. Nunca. Nunca, ¡eh!

Más bien consagré la mirada al niño.

Mi hijo. En cuatro patas, sucio hasta confundirse, en el crepúsculo, con la propia tierra. Un estilo de mimetismo. Por lo menos, poseía esa defensa, característica de las bestias.

En camino olvidé al niño y su belicosa madre. Era tiempo de hacer las cuentas, en razón de que la súplica del gobernador al soberano traería el traslado y una vez que estuviese en Buenos Aires podría reclamar el pago al propio virrey, porque sus cajas eran más fuertes.

De modo que, me dije, veintinueve por mil hacen veintinueve mil. Pero con menos tres mil quinientos ya percibidos de los propios, veinticinco mil quinientos. Diecinueve de las cajas reales, ah, y uno anterior de atraso veinte; veinte por quinientos, diez mil. Diez mil pesos más veinticinco mil quinientos, treinta y cinco mil quinientos. El cruce del mar, por la súplica y luego por la providencia real, el tiempo de preparación de mi viaje hasta el abandono del cargo, siete, ocho, nueve meses más. Nueve mil por quinientos… Mejor, diez, por mil quinientos, quince, y siendo nueve, trece mil quinientos. Treinta y cinco mil quinientos actuales y trece mil quinientos por venir… cuarentinueve mil pesos. Podría ser lerdo el trámite ante el rey y entonces se excederían los ocho y los nueve meses, para ser doce o catorce. Y en consecuencia, cinco meses más siete mil quinientos pesos sobre los cuarentinueve mil…¡la gloria!

27

El gobernador solicitó mi presencia en su despacho. Estaba sonriente, afable, rezumando filantropía. Me mostró el pedido al rey, escrito en pergamino y ya con su firma y sello. Era de abundante elogio a mi persona y títulos, hablaba de talento y muy finamente planteaba mis pretensiones.

Prendió en mí una dicha emocionada. Yo era un anciano abandonado a quien acudía una niña reconociéndolo como abuelo, sin que jamás la hubiese visto ni tuviera idea de su existencia. En la nieta revelada el abuelo podía reconocer todas las virtudes de la familia.

Ahí estaba el espejo olvidado de mis méritos y era esperanza y constituía promesa de una realidad casi, casi, al alcance de la mano.

El gobernador me desengañó:

—Su Majestad nunca atiende este tipo de pedidos la primera vez. Pero es necesario hacerlos. Después de un año o dos, lo renovaremos. Entonces sí lo considerará.

Al retirarme del despacho, me di tras la puerta con Manuel Fernández. Le pregunté qué hacía allí. Me dijo que el gobernador lo había hecho llamar. ¿Para qué? Lo ignoraba. Estaba temeroso, él. Yo también debía estarlo, pero no. Hasta un diálogo breve podría mostrar la punta de la madeja que yo hilé.

Decidí ocuparme en algo que me sustrajera de la oficina, siquiera aquel día.

Tenía mala fama mi bolsa, por desnutrida, no por cerrada, y esto iba contra toda posibilidad de que la gente enterada de algo más que mi nombre y mi cargo se aviniera a darme alojamiento estable en su casa.

Por eso en la noche había eliminado, de una lista mental, el nombre de todas las familias conocidas.

Olvidado de que dije al posadero que ya tenía elegida residencia, le encarecí información sobre quién estaría dispuesto a recibirme.

Hundía el dedo en la oreja, haciéndose cosquillas, seguramente para activar el cerebro; fruncía las cejas, obligado por el esfuerzo, y finalmente me dijo:

—No me atrevo a recomendar a su merced.

En otro tiempo, sólo dos años antes, le habría dado indigestión de puntazos, cuando menos de mandobles. Pero había vendido espada y estoque meses atrás.

Sin embargo, lo increpe, de palabra, claro está.

Se confundió mucho y me explicó que no quiso decir que fuese yo la persona dudosa para recomendar, sino que no se animaba a recomendarme las condiciones de cierta familia.

Por un terco afán de darle giro rápido y airoso al diálogo, le exigí que me indicase de quién se trataba. Si el posadero temía por mi impuntualidad en los pagos, a esa gente iría yo, a perjudicarla invocando nombre y recomendación.

No sólo su nombre —Ignacio Soledo— me resultaba nuevo, sino su figura, de persona estropeada quién sabe si por los años, la enfermedad o el vicio.

Le hice notar que, creyéndome ya conocedor de sobra de cuantos habitantes blancos tenía la ciudad, aún me había faltado hasta ese momento, darme con él. De ningún modo complació mi curiosidad, limitándose a decirme que apenas pisaba la calle para acudir a los oficios religiosos.

En sentido inverso de su reserva pretendió saber de mí más de lo que, quizá, podía considerarse correcto. Tomó mi cargo como su garantía, pero quiso saber con precisión el monto de mi sueldo y, una vez que se lo dije, se disculpó de su curiosidad, diciéndome, con una sonrisa amistosa que no llegó a persuadirme, que nunca tuvo ocasión de tratar a persona tan importante, aunque sí a muchos comerciantes y marinos adinerados.

Me declaró que la casa era segura y yo le contesté que así lo creía, puesto que, a pesar de hallarse casi al borde de la piña, toda la ciudad se reputaba de tranquila y sólo se sabía de atentados menores, la generalidad ratería de indios a la luz del día, sin destrozo ni mayor perjuicio para nadie.

Mi aposento no se hallaba, como en la casa de Gallegos Moyano, alineado con los demás sobre una galería interior, sino que disponía de puerta a la calle, directa, y detrás, de una recámara, comunicada con un patio que daba a los fondos. Era oscuro y húmedo, y estaba agobiado de muebles miserables, que indiqué al señor Ignacio podía retirar, porque yo traería los míos.

Convine únicamente arriendo de los cuartos. En cuanto a las comidas, le dije que las tomaría en la posada y que sólo en caso de quedarme en mis habitaciones, por causa de mis estudios o algún trabajo que me absorbiera demasiado, le rogaría que me hiciese servir allí mismo una refacción liviana.

Halló razonable el modo de organizar la satisfacción de mis necesidades, se disculpó y partió, dejándome solo en la recámara, que estaba vacía.

Al cabo de unos momentos regresó. Traía una campanilla y la puso en mis manos. Me dijo que él lo vería poco y que la casa tenía muy escasos habitantes: su hija y tres sirvientes, dos hembras de color y un mulato fiel, que por ocasiones se ausentaba prolongado tiempo. Si yo agitaba esa campanilla, acudiría a servirme una de las esclavas.

Después de la última noche en la posada, conjeturé que mis únicos apuros inmediatos serían los de disponer de medios para pagar casa y comida, hasta la llegada de algunos fondos.

No.

El gobernador jugaba el juego del espolón y el desconcierto.

En mi despacho, hasta entonces privado y exclusivo estaba alguien sentado a una segunda mesa: Manuel Fernández.

Se puso de pie. Mostraba en el rostro que estar ahí no era su voluntad. No me lo dijo, claro está; pero se disculpó por su presencia en aquel recinto de antiguo consagrado a la asesoría.

El gobernador había dado con la forma de humillarme sin desmerecer el cargo: Manuel Fernández pasaba a ser, desde aquel día, mi secretario, y un secretario, aceptablemente, puede poner su mesa pegadita a la de quien sirve. Así estaba, rozando la mía. Lo observé; se lo dije. No era, tampoco, un abuso suyo.

—El gobernador mismo, ayer de tarde, dirigió la instalación.

Necesitaba saber si Fernández me había traicionado, en fin de cuentas, traicionado con la verdad.

—Esto se decidió ayer, ¿verdad?, cuando tú entraste a ver al gobernador. Lo sé, lo sé. Pero, dime, ¿repasaron entonces el caso, el tuyo y el mío?

Nunca hasta entonces lo traté con ese tú de superioridad. Lo copiaba del gobernador, para imponerme a él de entrada. Cómo lo sentía de fuerte en mis puños porque el tú abusivo era una introducción a la violencia.

No había motivo. Fernández, tieso de excitación, pero asimismo muy soberano en su necesaria aceptación y tolerancia de mi primer atropello, me informó:

—Puede que el señor gobernador halla repasado el caso. No lo sé. Pero de cualquier modo, no conmigo. No me permitió hablar. Todo lo tenía dispuesto.

Fernández, a su vez, ignoraba mi tramoya.

Estábamos relativamente, con partido igual, sin nada que cobrarnos el uno al otro. Por lo menos, yo no reconocía deudas.

Hice transportar mis muebles y mis libros.

Me facilitó el acceso y ayudó en la instalación una esclava de color, al parecer africana, pero de un lenguaje que era una mixtura de portugués y español y ocasionalmente, en la búsqueda de un medio de expresión, se apoyaba en el guaraní.

Por ella y por ese desconocimiento absoluto que hasta el día anterior había tenido de su amo, me sentí como acogido en un país distinto. Nada más autorizaba tal impresión, pero era suficiente.

La esclava me dejó solo, con la humedad y mis cosas, las cuales me resultaban, en ese momento, como unas pacientes compañeras de viaje, una especie de mulas arrastradas por mí, y no yo por ellas. Volvió, en seguida, con una jarra de agua límpida y, al retirarse, clausuró la puerta que daba al patio.

Cuando tuve necesidad de ir a los fondos, consideré prudente no introducirme solo a través de la casa. Aguardé aún, por si la esclava reaparecía, enviada o de propia voluntad, pero de cualquier manera en cumplimiento de una acción cortés corriente con un recién llegado.

No se produjo tal cortesía dentro del tiempo que podía esperar sin causarme molestias a mí mismo.

Agité la campanilla. Las paredes absorbían el sonido sin suscitar nada en el exterior.

Más fuerte. Un silencio sostenido, parejo y lejano.

Con mayor imperio aún.

Unos ligeros pasos en la calle —nacientes, máximos frente a la puerta, en merma, mermando hasta no saberse más de ellos— resaltaron la falta de ruidos humanos en el interior de la casa.

Abrí a la calle. Aún no era de noche. No podían haberse recogido ya.

Sacudí la campanilla, por tres veces seguidas, detrás de la puerta de la antigua recámara. Larga, espaciadamente.

Algunos pájaros, muy pocos ya, piaban en los árboles del patio.

Franqueé, pues, la puerta y sin despegarme mucho de ella, quedé en el patio, medio por hacerme visible, medio por escrutar.

Un conejo asomaba la cabeza entre unas matas —tal vez desde rato antes— y la hurtó rápidamente a mi mirada. Una gallina inspeccionaba esmeradamente el suelo y lanzaba picotazos como de tijera.

Fuera de estos dos animalejos, nada se movió ante mi presencia.

Todo estaba quieto: las plantas, la tarde y yo; menos la gallina, indiferente.

Iba a dar voces. Me pareció demasiado para ese ambiente. Recordé que la campanilla permanecía en mi mano. Miré en derredor.

En una habitación apartada, hacia el final de la galería que corría enfrente, desde la semipenumbra crepuscular y a través de los opacos vidrios, me miraba impasible, una joven.

Contuve en movimiento que ya daba a la campanilla. Fui a hablar. Las palabras venían a mi boca y con ellas un impulso para que mi mano las acompañara en ademán caballeresco. Pero no salieron y mi mano permaneció caída. Nada invitaba a hablar, a saludarse. Hubiera sido como destrozar algo.

Me retiré, confundido, cerrando la puerta tras de mí.

Permanecí sentado, calculando el nacimiento de la noche, a fin de pasar, encubierto por ella, a los fondos.

Decidí hacer sólo dos comidas y que una de ellas fuera la colación convenida con Soledo. En vez de desayuno, mate; de tarde, mate.

Pero de mañana nadie golpeó a mi puerta con oferta de mate, ni de una pavita con agua caldeada.

Al dirigirme a los fondos, descubrí la cocina. No tenía la vida que, desde ella, suele comunicarse al resto de la casa, en todas las casas, con la presencia del sol y antes todavía.

Me atreví a pisar el umbral. Estaba abandonada, sin lumbre las hornillas, escasos los cacharros y aun desfondados los más.

Sin nada para que hiciese ejercicios mi estómago, pase a la oficina.

Sin aplicarme a razonamientos, comprendí que Manuel Fernández era hombre de fiar, que no estaría enteramente de mi lado, pero más que en pro del gobernador, sí.

Como primera misión en su carrera de secretario del asesor letrado, le encargué vigilar el pergamino que pedía por mí hasta verlo subido al barco.

Se sobreentendía que yo ponía mayor seguridad en él que en la conducta del gobernador. Sé que me lo agradeció, desde adentro, sin permitirse hacerlo trascender.

Si de noche y tan de mañana en torno de mis habitaciones quedaba establecido el vacío, hora de pedir la refacción liviana, y por consiguiente barata o gratuita, era la del almuerzo.

Me desembaracé de las timideces y fui al patio a dar canto y llamada de campanillas.

De algún pasillo que yo no distinguía, en la parte primera de la galería, zona aproximada de la sala y la ventana donde descubrí a la mujer blanca, emergió una morena moza, viniendo hacia mí.

Estaba triste, como una persona vejada que ya se ha resignado.

No era la que me atendió a mi llegada. Le pregunté por aquélla.

—¿Sumala? —me preguntó a su vez.

—No sé —le dije—. Parecía de África, quizá del Brasil.

—Sí, Sumala —confirmó con un suspiro—. Ahora estoy yo.

Me resultaba indistinto que fuese Sumala o ella quien estuviera para atenderme; sin embargo, algo me instó a interrogar acerca de Sumala.

—Ha muerto —me declaró.

Un trozo de carbón se había encendido en mis manos.

Quise desprenderme de Sumala, esa mujer vigorosa que me sirvió una vez, y posiblemente murió a unos pasos de mí. Creí que podía interpretarse sin esfuerzo aquel silencio de la tarde anterior y el abandono de la cocina.

La morena moza se ofreció a servirme. Con la mano indiqué vagamente que no la precisaba. Ella hizo una reverencia para retirarse y recordé que yo mismo había llamado con la campanilla.

Le pedí agua. Una garrafa llena.

Comí en la posada, el almuerzo y la cena. Pediría la colación en el siguiente mediodía.

Tora, la morena era servicial. Grande de cuerpo, parecía forzuda, obstinada y torpe. Quizá de estos atributos derivaba su apelativo. Torpe, por lo menos, se me figuró cuando de mañana, obediente a mi campanilleo, pude pedirle agua caliente para cebarme mate, dijo que sí y podía creerse que no, que no me había entendido, porque no regresaba.

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