Zapatos de caramelo (17 page)

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Authors: Joanne Harris

Annie diría: «Como si eso...». Es un titular interesante y supongo que veré varias veces la misma foto hasta que deje de ser una novedad. No me preocupa lo más mínimo. Es imposible que alguien reconozca a Zozie de l'Alba en esa foto amarronada. A decir verdad, a la mayoría de mis colegas les habría costado identificar a la mismísima Françoise..., ya que los encantos no se traspasan fielmente al celuloide, motivo por el cual nunca intenté hacer carrera en el cine, y en esa foto no se parece tanto a Françoise como a una niña que conocí, la misma que siempre fue un bicho raro en Saint Michael's-on-the-Green.

Ya no pienso mucho en esa chica. Pobre, con su piel fatal y su estrafalaria madre con flores en el pelo. ¿Qué posibilidades tenía?

Vamos, tenía las mismas posibilidades que cualquiera, la que te toca el día que naces, la única que existe... Hay quienes dedican la vida a dar excusas, a culpar a las cartas o a desear que les hubiera tocado una mano mejor, mientras que algunos jugamos con lo que reparten, subimos las apuestas, apelamos a todos los trucos imaginables y engañamos si podemos...

Y ganamos..., y seguimos ganando, que es lo único que importa. Me gusta ganar. Soy una jugadora excelente.

Lo que me pregunto es por dónde empiezo. Desde luego, a Annie no le vendría mal un poco de ayuda, algo que acreciente su confianza y la encarrile por el camino adecuado.

Los nombres y los símbolos del Uno Jaguar y de la Luna del Conejo, escritos con rotulador en la base de la mochila, fomentarán sus habilidades sociales, pero creo que necesita algo más. Por eso le doy Huracán, el vengativo, se lo atribuyo para que compense todas las veces que fue bicho raro.

Obviamente, no se trata de que Annie piense así. La niña presenta una lamentable falta de malicia y, en realidad, lo único que quiere es ser amiga de todos. Estoy segura de que lograré curarla. La venganza es una droga adictiva y, una vez probada, casi nunca se olvida. Al fin y al cabo, soy la más indicada para saberlo.

No me dedico al oficio de conceder deseos. En mi partida, cada bruja ha de apañarse por su cuenta. Annie es una rareza auténtica, una planta que, regada, podría dar flores espectaculares. Sea como fuere, en mi oficio las probabilidades de ser creativa son escasísimas. La mayoría de mis casos se resuelven con facilidad y no hace falta artesanía cuando basta con un ensalmo.

Además, aunque solo sea por una vez, me solidarizo con Annie. Recuerdo lo que significaba ser cada día el bicho raro. Recuerdo el gozo de ajustar las cuentas.

Será todo un placer.

4

S
á
bado, 17 de noviembre

El gordo que jamás calla se llama Nico. Me lo dijo esta tarde, cuando entró a investigar. Yanne acababa de preparar un lote de trufas de coco y el local entero olía; despedía ese aroma especiado y terrenal que atraganta. Creo que ya he dicho que el chocolate no me gusta, pero ese aroma, tan parecido al del incienso de la tienda de mi madre, tan dulce, suntuoso y perturbador, me afecta como una droga y me vuelve temeraria e impulsiva, genera en mí ganas de intervenir.

—¡Hola! Me gustan tus zapatos, son fantásticos, los encuentro fabulosos.

Así habla Nico el Gordo; a ojo de buen cubero le daría veintitantos, pese a que ronda los ciento veinte kilos, lleva el pelo rizado hasta los hombros y su cara abotargada y demudada es como la de un bebé gigantesco y eternamente al borde de la risa o el llanto.

—Pues muchas gracias... —respondí.

En realidad, figuran entre mi calzado preferido; son manoletinas con tacón, de los años cincuenta, de terciopelo verde pálido, con lazos y hebillas de cristal en la puntera...

A menudo sabes cómo es una persona por sus zapatos. Los de Nico eran blancos y negros; de calidad, pero con los talones pisoteados como si fuesen zapatillas de andar por casa, como si no se tomara la molestia de ponérselos bien. Diría que sigue viviendo en casa de sus padres; es un niño de mamá que se rebela discretamente a través del calzado.

—¿A qué huele? —¡Por fin se enteró! Giró la cara en dirección al origen del aroma. En el obrador, a mis espaldas, Yanne canturreaba. Un sonido rítmico, tal vez el de una cuchara de madera que golpeaba un cazo, apuntaba a que Rosette participaba—. Huele como si estuvieran cocinando. ¡Dama de los zapatos, dímelo, por favor! ¿Qué hay para comer?

—Trufas de coco —respondí y sonreí de oreja a oreja.

En menos de un minuto Nico compró todo el lote.

Reconozco que en esta ocasión no me hago la más mínima ilusión de que fuera obra mía. Nico es la clase de persona más fácil de seducir. Hasta un niño lo habría logrado. Pagó con Carte Bleue, lo que me permitió averiguar su número secreto, aunque todavía no pienso utilizarlo. De todas maneras, no debo perder la práctica. Un recorrido tan directo podría conducir a la chocolatería y lo estoy pasando demasiado bien como para arriesgar mi posición en esta etapa. Tal vez lo aproveche más adelante, cuando sepa por qué estoy aquí.

Nico no es el único que ha percibido cambios en el ambiente. Por sorprendente que parezca, esta mañana vendí ocho cajas de las trufas artesanales de Yanne, no solo a clientes, sino a desconocidos atraídos desde la calle por ese aroma terrenal y seductor.

Por la tarde le tocó el turno a Thierry le Tresset. Vestía abrigo de cachemira, traje oscuro, corbata de seda rosa y zapatos cosidos a mano. Hummm... Adoro los zapatos artesanales, brillantes como las ancas de un caballo bien cepillado y rezumando dinero desde cada puntada perfecta. Quizá me equivoqué al pasar por alto a Thierry; es posible que desde la perspectiva intelectual no tenga nada especial, pero un hombre adinerado siempre merece una segunda mirada.

Thierry encontró a Yanne en el obrador, en compañía de Rosette, y ambas reían hasta reventar. Se mostró ligeramente contrariado al enterarse de que Yanne tenía que trabajar, dado que acababa de regresar de Londres para verla, pero accedió a volver después de las cinco.

—Dime, ¿por qué demonios no miraste tu móvil? —le oí preguntar desde la puerta del obrador.

—Lo siento —respondió Yanne. Me pareció que reía a medias—. Francamente, no entiendo estos chismes. Seguramente me olvidé de conectarlo. Además, Thierry...

—Dios nos libre y nos guarde —espetó el constructor—. Voy a casarme con una cavernícola.

Yanne rió nuevamente.

—Querrás decir con una tecnófoba.

—¿Cómo quieres que te llame tecnófoba si ni siquiera respondes a las llamadas?

Dejó a Yanne y a Rosette en el obrador y vino a la chocolatería a hablar conmigo. Sé que no le caigo bien. No soy su tipo. Hasta es posible que me considere una mala influencia y, como la mayoría de los hombres, solo ve lo evidente: el mechón rosa, el calzado excéntrico, el aspecto vagamente bohemio que me he esforzado por cultivar.

—Me alegro de que estés ayudando a Yanne —declaró y sonrió. Ciertamente, puede ser encantador, pero percibí cautela en sus colores—. ¿Qué ha pasado con Le P'tit Pinson?

—Todavía trabajo por las noches —repuse—. Laurent no me necesita todo el día... y, por si eso fuera poco, no es el más llevadero de los jefes.

—¿Lo es Yanne?

Sonreí.

—Digamos que Yanne no tiene manos tan..., manos tan ambulantes.

Como cabía esperar, Thierry se sobresaltó.

—Perdona, pensé que...

—Ya sé lo que pensaste. Aunque no lo parezca, te aseguro que lo único que pretendo es ayudar a Yanne. Se merece un respiro... ¿No estás de acuerdo? —El constructor asintió—. Venga, Thierry, ya sé lo que necesitas. Te hacen falta un café cremoso y un cuadrado de chocolate con leche.

El constructor sonrió y comentó:

—Conoces mis preferencias.

—Por descontado. Tengo dones.

Después apareció Laurent Pinson. Según Yanne, se presentó por primera vez en tres años, rígido como un palo, beato y haciendo esfuerzos hasta lo indecible con los zapatos marrones baratos pero lustrados. Lanzó toda clase de exclamaciones durante un rato interminable, de vez en cuando me dirigió una mirada envidiosa por encima del mostrador acristalado, escogió los bombones más baratos que encontró y me pidió que los envolviese para regalo.

Me tomé mi tiempo con la tijera y el celo, alisé con las yemas de los dedos el papel de seda de color azul claro, envolví la caja e hice un lazo doble de cinta plateada y rosa viejo.

—¿Alguien cumple años? —inquirí.

Laurent lanzó su habitual gruñido, que más bien era un maullido, y sacó el cambio exacto del bolsillo. Aunque sé que está molesto, todavía no ha mencionado mi deserción y me da las gracias con exagerada amabilidad cuando le entrego la caja.

No me cabe la menor duda acerca del significado del repentino interés de Laurent por los bombones envueltos para regalo. Pretende que sea un gesto de desafío que demuestre que Laurent Pinson es más de lo que parece y la advertencia de que, si soy tan tonta como para no hacer caso de sus atenciones, alguien habrá que se beneficiará.

Pues bien, que se beneficie. Me lo quité de encima con una alegre sonrisa y el signo espiralado del Huracán trazado con la punta afilada de una uña en la tapa de la caja de bombones. No tengo malicia contra Laurent, aunque reconozco que no lloraría si un rayo partiese la cafetería o si algún cliente sufriera una intoxicación alimentaria y lo demandase. Lo único que ocurre es que, en esta ocasión, no tengo tiempo de tratarlo delicadamente y, por añadidura, no me interesa que un sexagenario encaprichado me siga a todas partes y me estorbe.

En cuanto se fue di media vuelta y vi que Yanne me observaba.

—¿Laurent Pinson ha venido a comprar bombones?

Sonreí de oreja a oreja.

—Ya te dije que siente debilidad por mí.

Yanne rió y enseguida se mostró avergonzada. Rosette asomó por detrás de su rodilla, con la cuchara de madera en la mano y algo derretido en la otra. Dibujó una señal con los dedos impregnados de chocolate.

Yanne le pasó un macarrón.

—Los bombones artesanales se han agotado —informé.

—Lo sé —afirmó Yanne y sonrió—. Supongo que tendré que preparar más.

—Si quieres te ayudo. Así podrás tomarte un descanso. —Permaneció callada y pareció evaluarlo, como si se tratara de algo mucho más serio que preparar bombones—. Te aseguro que aprendo rápido.

Por supuesto que aprendo rápido. No me quedó otra opción. Si te toca una madre como la mía, aprendes rápido o no sobrevives en una escuela del corazón de Londres, recién superados los estragos del cambio de sistema educativo y repleta de gamberros, inmigrantes y desgraciados. Fue mi campo de entrenamiento... y vaya si aprendí rápido.

Mi madre había intentado educarme en casa. A los diez años, yo sabía leer, escribir y hacer el loto doble. Fue entonces cuando se implicaron los servicios sociales, que mencionaron la falta de titulación de mi madre y me enviaron a Saint Michael's-on-the-Green, un agujero de aproximadamente dos mil almas que me devoró en un abrir y cerrar de ojos.

Por aquel entonces mi sistema todavía estaba en pañales. Carecía de defensas, vestía mono de terciopelo verde con parches de delfines en los bolsillos y una diadema turquesa para alinear mis chakras. Mi madre iba a buscarme a la puerta de la escuela y el primer día se congregó un corro para vernos. Al segundo alguien lanzó una piedra.

Ahora cuesta imaginar esa clase de actitudes, pero existen... y por mucho menos. En la escuela de Annie también se han manifestado..., ni más ni menos que por un par de velos. Las aves salvajes matan a las exóticas; periquitos y canarios que escapan de sus jaulas con la esperanza de volar por el cielo suelen acabar en tierra firme, desplumados por sus primos más conformistas. Es inevitable. Los primeros seis meses lloré hasta caer rendida. Supliqué que me llevasen a otro centro. Me escapé y me llevaron de regreso; recé fervorosamente a Jesucristo, Osiris y Quetzalcóatl para que me rescatasen de los demonios de Saint Michael's-on-the-Green.

No es sorprendente que nada diera resultado. Intenté adaptarme, abandoné el mono a cambio de tejano y camiseta, empecé a fumar y me reuní con la pandilla, pero ya era demasiado tarde. La discriminación ya se había puesto en marcha. Cada escuela necesita su monstruo y durante los cinco años siguientes me convertí en el bicho raro de Saint Michael's-on-the-Green.

Entonces me habría venido de perlas alguien como Zozie de l'Alba. ¿De qué servía mi madre, esa aspirante a bruja de segunda categoría con olor a pachulí, cristales, atrapasueños y las paparruchadas sobre el karma? La venganza kármica me importaba un bledo. Yo quería que fuese real y que mis atormentadores no fuesen aplastados más tarde, en una vida futura, sino ahora, quería devolverles ojo por ojo, con sangre y en el presente.

Por eso estudié mucho y me esforcé. Elaboré mi propio plan de estudios a partir de los libros y los folletos de la tienda de mi madre. El resultado fue mi propio sistema, cada uno de cuyos elementos fue limado, refinado, guardado y practicado con un único objetivo en mente: la venganza.

Supongo que no recordáis el caso. En su momento apareció en las noticias, como era de esperar, si bien ahora existen demasiados episodios parecidos, historias de perdedores eternos armados con pistolas y ballestas, perdedores que se convierten en la leyenda del instituto debido a un sangriento y glorioso episodio suicida.

Yo no fui, por supuesto. Butch y Sundance nunca fueron mis héroes. Me convertí en superviviente, en veterana surcada de cicatrices tras cinco largos años de intimidación, insultos, golpes, pisotones, puyas, pellizcos, vandalismo, robos de poca monta, tema de muchas y viperinas pintadas en el vestuario y blanco eterno de todos.

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