Zapatos de caramelo (14 page)

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Authors: Joanne Harris

Mi
é
rcoles, 14 de noviembre

Nunca he querido ser bruja. Jamás soñé con serlo, aunque mi madre juraba que oyó mis llamadas desde meses antes de mi nacimiento. Obviamente, no lo recuerdo; mi más tierna infancia es una mezcolanza de lugares, olores y personas que pasaron veloces como trenes; de cruzar fronteras sin papeles, de viajar con nombres distintos, de abandonar de noche los hoteles baratos, de ver cada día el amanecer en un sitio nuevo y de huidas, siempre corriendo, incluso entonces, como si la única manera de sobrevivir fuera recorrer cada arteria, vena y capilar del mapa, sin dejar nada detrás, ni siquiera nuestras sombras.

«Tú eliges a tu familia», decía mamá. Evidentemente, mi padre no había sido elegido.

«Vianne, ¿para qué lo necesitamos? Los padres no cuentan. Solo estamos tú y yo...» A decir verdad, no lo eché de menos. ¿Cómo iba a añorarlo? No tenía nada con lo que comparar su ausencia. Lo imaginé oscuro, levemente siniestro y, quizá, pariente del Hombre Negro del que huíamos. Yo quería a mi madre y el mundo que habíamos creado para nosotras, un universo que acarreábamos dondequiera que fuéramos, un mundo inalcanzable para la gente corriente.

«Porque somos especiales», solía decir mi madre. Veíamos cosas, poseíamos ese don. Tú eliges a tu familia... Fue lo que hicimos allá donde fuimos: una hermana aquí, una abuela allá, rostros conocidos de una tribu dispersa. En la medida en la que lo recuerdo, no hubo hombres en la vida de mi madre.

Salvo el Hombre Negro, por descontado.

«¿Mi padre era negro?» Me sobresaltó pensar que Anouk había estado tan cerca. Había evaluado esa posibilidad mientras huíamos con los faldones levantados, con colores llamativos y azotadas por el viento. Indudablemente, el Hombre Negro no era real. Llegué a pensar que mi padre era igual.

De todas maneras, no perdí la curiosidad y de vez en cuando escrutaba la muchedumbre en Nueva York, Berlín, Venecia o Praga con la ilusión de verlo, de vislumbrar un hombre solo, con mis ojos oscuros...

Entretanto mi madre y yo huimos. Al principio pareció que por el mero gozo de correr; luego, como todo lo demás, se convirtió en hábito y, por último, en tarea pesada. Al final pensé que huir y correr fue lo único que la mantuvo viva cuando el cáncer invadió su sangre, su cerebro y sus huesos.

Fue entonces cuando mencionó por primera vez a la niña. En su momento pensé que se trataba de delirios debidos a los calmantes que tomaba. Vaya si divagó a medida que se acercaba el final: contó cosas que no tenían el menor sentido, se refirió al Hombre Negro y habló seriamente con personas que no estaban presentes.

La chiquilla, con un nombre tan parecido al mío, podría haber sido otra invención de aquel período incierto: un arquetipo, un ánima, un recorte de periódico, otra alma perdida de cabellos y ojos oscuros, robada junto a un estanco un día de lluvia en París.

Sylviane Caillou... Se esfumó como tantos; desapareció de la sillita del coche, aparcado delante de una farmacia cercana a La Villette, cuando contaba dieciocho meses. Se la llevaron con el bolso de los pañales, el cambiador y los juguetes; la última vez que la vieron lucía una pulsera infantil de plata con un dije de la suerte, un gato pequeño, colgado del cierre.

Esa no era yo. No pude haberlo sido. Y en el caso de haberlo sido, después de tanto tiempo...

Mi madre decía que eliges a tu familia, tal como te elegí a ti y tú a mí. Esa niña..., esa niña no te habría atendido. No habría sabido cuidar de ti, cortar la manzana de tal manera que se vea la estrella interior, anudar una bolsita medicinal, desterrar los demonios golpeando un cazo metálico o arrullar al viento hasta dormirlo. No te habría enseñado nada de eso...

Vianne,
¿
acaso no nos fue bien?
¿
No te promet
í
que todo saldr
í
a bien?

Todavía tengo el pequeño dije del gato. No recuerdo la pulsera de bebé, que probablemente mi madre vendió o regaló, aunque tengo una ligera remembranza de los juguetes: dos peluches, un elefante rojo y un osito marrón, muy querido y con un solo ojo. El dije sigue en la caja de mi madre, es una baratija, como la que compraría un crío, y cuelga de un trozo de cinta roja. Está en la caja junto a la baraja de mi madre y otro puñado de cosas: una foto que nos tomaron cuando yo tenía seis años, un trocito de sándalo, varios recortes de periódico, un anillo y un dibujo que hice en la escuela, la única a la que fui, en los tiempos en los que aún existía la expectativa de que un día arraigaríamos.

Está claro que jamás me lo pongo. Ni siquiera me gusta tocarlo; contiene demasiados secretos, como el perfume, que solo necesita calor humano para liberar su aroma. Por regla general, no toco nada de lo que contiene esa caja aunque, por otro lado, no me atrevo a tirarla. Un exceso de lastre me frena..., pero si tuviese demasiado poco volaría como las semillas de diente de león y me perdería para siempre con el viento.

Zozie lleva cuatro días conmigo y su personalidad comienza a influir en todo lo que toca. No sé cómo ocurrió, tal vez se debió a un momento transitorio de debilidad. De lo que estoy segura es de que no pretendía ofrecerle trabajo. Para empezar, no puedo darme el lujo de pagar mucho, aunque está dispuesta a esperar hasta que las cosas cambien; resulta tan natural que Zozie esté aquí, como si me hubiera acompañado toda la vida...

Comenzó el día del Accidente, el día en el que preparó el chocolate y lo bebimos en el obrador, aquel chocolate caliente, dulce y aderezado con chiles frescos y virutas de chocolate. Rosette también bebió en su pequeño tazón y jugó en el suelo mientras yo permanecía en silencio; Zozie no dejó de observarme con esa sonrisa peculiar y los ojos entornados como los de un gato.

Las circunstancias eran extraordinarias. Cualquier otro día, en cualquier otro momento, habría estado preparada, pero aquel, con el anillo de Thierry en el bolsillo, Rosette en su peor momento, Anouk muda desde que se enteró y el día largo y vacío que nos aguardaba...

En cualquier otro momento me habría mantenido firme, pero aquel día...

No se preocupe, ya s
é
lo que necesita.

¿A qué se refiere exactamente? ¿Qué sabe? ¿Que un plato que se rompió volvió a quedar entero? Es absurdo, nadie le creería y, menos aún, que el truco es obra de una niña de cuatro años, de una cría que ni siquiera sabe hablar.

—Yanne, pareces cansada —afirmó Zozie—. Tiene que ser muy duro cuidar de todo esto.

Asentí en silencio.

El recuerdo del Accidente de Rosette se interpuso entre nosotras como el último trozo de pastel durante una fiesta.

No digas nada,
supliqué en silencio, tal como había intentado pedirle a Thierry.
Por favor, no lo digas, no lo expreses con palabras.

Me pareció percibir su fugaz respuesta: un suspiro, una sonrisa, la vislumbre de algo entrevisto en sombras, la delicada mezcla de la baraja perfumada con sándalo..., el silencio.

—No quiero hablar del tema —puntualicé.

Zozie se encogió de hombros.

—En ese caso, bebe el chocolate.

—Estoy segura de que lo has visto.

—Yo veo toda clase de cosas.

—Por ejemplo, ¿cuáles?

—Veo que estás cansada.

—No duermo bien.

Durante un rato Zozie me observó en silencio. Sus ojos eran puro verano con manchitas doradas.
Deber
í
a conocer tus preferencias,
pensé casi oníricamente.
Tal vez lo
ú
nico que ocurre es que he perdido la capacidad de...

—Te propongo una cosa —añadió por último—. Atenderé la chocolatería en tu lugar. Nací en una tienda, así que sé lo que hay que hacer. Llévate a Rosette y dormid un rato. Si te necesito te avisaré. Vete. Te aseguro que saldrá todo bien.

Eso ocurrió hace cuatro días. Desde entonces nadie ha aludido a lo sucedido. Está claro que, de momento, Rosette no entiende que, en el mundo real y por mucho que deseemos lo contrario, un plato roto debe seguir roto. Zozie no ha intentado abordar nuevamente el tema y se lo agradezco. Sabe que algo ha ocurrido, pero se da por satisfecha con dejarlo estar.

—Zozie, ¿en qué clase de tienda naciste?

—En una librería. Supongo que ya sabes cómo son, nací en una librería de la New Age.

—¿En serio? —pregunté.

—Mi madre se dedicaba a la magia que se compra en tiendas, a la baraja del tarot y a vender incienso y velas a hippies felices, sin dinero y con los pelos enredados. —Sonreí, pese a que me sentí ligeramente incómoda—. Claro que fue hace mucho tiempo y prácticamente no lo recuerdo.

—¿Sigues..., sigues creyendo?

Zozie sonrió.

—Creo que nosotros podemos marcar la diferencia. —Se impuso el silencio—. ¿Y tú?

—Antes creía, pero ahora no.

—¿Puedo preguntar a qué se debe?

Meneé la cabeza.

—Tal vez te lo cuente más adelante.

—De acuerdo.

Lo sé, ya sé que es peligroso. Cada acción, incluso la más nimia, tiene consecuencias. La magia se cobra un alto precio. Tardé mucho en comprenderlo, lo entendí después de Lansquenet y de Les Laveuses, pero ahora está clarísimo, del mismo modo que las consecuencias de nuestro recorrido se despliegan a nuestro alrededor como las olas en un lago.

Valga como ejemplo mi madre, tan generosa con sus dones, dedicada a repartir buena suerte y buena voluntad mientras en su interior el cáncer, que no llegó a saber que padecía, creció como los intereses de una cuenta de depósito a plazo. El universo cuadra el debe y el haber. Hay que pagarlo todo, incluso algo tan pequeño como un hechizo, un ensalmo o un círculo trazado en la arena. Debemos pagar en su totalidad y con sangre.

En este aspecto existe la simetría. Por cada golpe de suerte, un hachazo; por cada persona que ayudamos, un pesar. Una bolsita de seda roja sobre la puerta... y en otra parte cae una sombra. Una vela encendida para desterrar la mala suerte... y la casa de un vecino de enfrente se incendia y arde hasta los cimientos. Una fiesta del chocolate y la muerte de un amigo...

Una desventura...

Un Accidente...

Por eso no puedo confiar en Zozie. Me cae demasiado bien como para perder su confianza. Me parece que a las niñas también les gusta. Tiene algo juvenil, algo más acorde con la edad de Anouk que con la mía, algo que la vuelve más accesible.

Tal vez tiene que ver con su melena larga, suelta y con el mechón rosa en la parte delantera, o con su ropa de colores exuberantes, comprada en una tienda benéfica y combinada como el contenido de una caja de maquillaje infantil aunque, por extraño que parezca, le sienta bien. Hoy lleva un vestido de cintura de avispa de los años cincuenta, de tono azul cielo y estampado con veleros, y zapatillas de ballet amarillas, calzado que no es precisamente adecuado para el mes de noviembre..., aunque está claro que le importa un bledo. Esas cuestiones jamás la preocuparán.

Recuerdo que antaño yo era así. Recuerdo la actitud desafiante. Claro que la maternidad lo cambia todo, nos vuelve cobardes, nos convierte en cobardes, en mentirosas... y hasta en cosas peores.

Les Laveuses, Anouk y...
¡
oh, aquel viento!

Han transcurrido cuatro días y todavía estoy sorprendida porque no solo confío en Zozie para que vigile a Rosette, como solía hacer madame Poussin, sino para toda clase de cuestiones del local, como envolver, embalar, limpiar y hacer los pedidos. Dice que le gusta, insiste en que siempre soñó con trabajar en una chocolatería y, por otro lado, jamás se atiborra como solía hacer madame Poussin ni se aprovecha de su posición para pedir muestras.

Todavía no he hablado con Thierry sobre ella. No sé a qué se debe, aunque lo cierto es que tengo la sensación de que no estará de acuerdo. Quizá porque no lo consulté o tal vez por la mismísima Zozie, que se diferencia tanto como es posible de la formal madame Poussin.

Con los clientes suele ser alegre y, en ocasiones, inquietantemente informal. Habla sin parar mientras envuelve cajas, pesa bombones y menciona las novedades. Tiene una capacidad extraordinaria para lograr que los demás hablen de sí mismos: pregunta por el dolor de espalda de madame Pinot y parlotea con el cartero durante el reparto. Conoce las preferencias de Nico el Gordo; coquetea descaradamente con Jean-Louis y Paupaul, los aspirantes a artistas que importunan a los clientes de Le P'tit Pinson, y charla con Richard y Mathurin, los ancianos a los que denomina «los patriotas», que a veces llegan a la cafetería a las ocho de la mañana y casi nunca se marchan hasta después de comer.

Conoce por su nombre a los amigos que Anouk tiene en el liceo, pregunta por sus profesores y habla de su modo de vestir. Por otro lado, jamás me hace sentir incómoda; nunca plantea las preguntas que, en su lugar, cualquiera haría.

Sentí lo mismo con relación a Armande Voizin..., allá en los tiempos de Lansquenet. La revoltosa, traviesa y picara Armande, cuyas enaguas rojas aún veo a veces con el rabillo del ojo, cuya voz imaginada en medio del gentío y tan parecida a la de mi madre, en ocasiones me obliga a darme la vuelta y clavar la mirada.

Cae de maduro que Zozie no tiene nada que ver con ella. Cuando la conocí, Armande tenía ochenta años y era una mujer reseca, irritable y cascada. Por otro lado, veo en Zozie su estilo desbordante y su interés por todo. Y si Armande tenía una chispa de lo que mi madre denominaba magia...

Ahora no hablamos de esas cuestiones. Aunque tácito, nuestro pacto es estricto. La más mínima indiscreción, aunque solo sea encender una chispa, y nuevamente arderá el castillo de naipes. Ya ha ocurrido en Lansquenet, en Les Laveuses y, con anterioridad, en un centenar de localidades, pero se acabó, no puede ser. Esta vez nos quedamos.

Hoy se presentó temprano, justo en el momento en que Anouk se iba a la escuela. La dejé sola menos de una hora, el tiempo suficiente para dar un paseo con Rosette, y cuando regresé el local parecía más alegre, espacioso y atractivo. Había cambiado el escaparate: extendió un retal de terciopelo azul marino sobre la pirámide de latas y encima colocó unos tacones de aguja de color rojo brillante, llenos a reventar de bombones envueltos con papel metálico rojo y dorado.

Aunque excéntrico, el efecto resulta muy llamativo. Los tacones, los mismos que llevaba el primer día, parecen brillar en el escaparate oscuro y, como un tesoro escondido, los bombones se desparraman por el terciopelo cual cubos y fragmentos de luces de colores.

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