Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
—¿Está casada? —pregunté.
—Soy viuda —repuso—. Perdí a mi marido hace tres años, antes de venir aquí.
—Lo lamento.
No me creo nada. Hace falta algo más que un abrigo negro y una alianza matrimonial para ser viuda y, en mi opinión, Yanne Charbonneau, si es que ese es su nombre, no tiene pinta de viuda. Puede que otros la tomen como tal, pero yo veo más lejos.
¿Por qué miente? Por favor, estamos en París, aquí no se condena a nadie por la falta de una alianza matrimonial. ¿Qué secretillo oculta? ¿Merece la pena que yo lo averigüe?
—Tiene que ser difícil regentar un negocio precisamente aquí —comenté al pensar en Montmartre, ese extraño islote pétreo con sus turistas, artistas, desagües al descubierto, mendigos, locales de striptease bajo los tilos y apuñalamientos nocturnos en sus bonitas calles.
La mujer sonrió.
—No es tan malo.
—¿De verdad? —inquirí—. Claro que ahora que madame Poussin ya no está...
—El casero es amigo y no nos pondrá de patitas en la calle.
Tuve la sensación de que la mujer se ruborizaba ligeramente.
—¿Hay mucha actividad comercial?
—Podría ser peor —replicó y me acordé de los turistas, que siempre buscan cosas exageradamente caras—. Está claro que ricas no nos haremos...
Tal como sospechaba, apenas merece la pena. Pone buena cara al mal tiempo, pero he visto su falda barata, el bajo deshilachado del abrigo de calidad de la niña y el letrero de madera, deslustrado e ilegible, que cuelga sobre la puerta de la chocolatería.
Por otro lado, hay algo peculiarmente atractivo en el escaparate atiborrado, con esas pilas de cajas y latas, las brujas de la víspera de Todos los Santos realizadas con chocolate negro y paja teñida de colores, las regordetas calabazas de mazapán y las calaveras de azúcar de arce que apenas se atisban bajo la persiana a medio cerrar.
Para no hablar del olor..., el aroma ahumado a manzanas con azúcar quemada, vainilla, ron, cardamomo y chocolate. En realidad, el chocolate ni siquiera me gusta, pero noté cómo se me hacía la boca agua.
Pru
é
bame, sabor
é
ame...
Hice con los dedos la señal del Espejo Humeante, conocido como el Ojo de Tezcatlipoca Negro, y el escaparate pareció iluminarse fugazmente.
Tuve la sensación de que la mujer percibía el resplandor y se sentía incómoda; la cría que había cogido en brazos dejó escapar una suerte de maullido sordo y risueño y extendió la mano...
Pensé que era muy curioso.
—¿Hace personalmente los bombones? —pregunté.
—Antes los preparaba, pero ahora, no.
—Supongo que no es fácil.
—Me las apaño.
Hummm... Qué interesante.
¿Se apaña realmente? ¿Se arreglará tras la muerte de la vieja? Tengo mis dudas. Vaya, gracias a su boca firme y a su mirada directa parece capaz de hacerlo, pese a que en su seno anida una debilidad. He dicho una debilidad..., pero también podría ser una fortaleza.
Hay que ser fuerte para vivir como ella, para criar dos hijas en París estando sola, para trabajar tantas horas en un negocio que, con un poco de suerte, solo da lo justo para pagar el alquiler.
Y la debilidad..., eso es otro asunto. Comencemos por la niña. Teme por ella. Mejor dicho, teme por ambas y las agarra como si el viento pudiese arrebatárselas.
Ya sé lo que pensáis: ¿para qué me preocupo?
Llamadme curiosa si os place. Al fin y al cabo, comercio con secretos. Trafico con secretos, pequeñas traiciones, adquisiciones, inquisiciones, robos míseros y grandiosos, mentiras, bulos condenables, prevaricaciones, profundidades recónditas, aguas calmas, capas y espadas, puertas secretas, encuentros clandestinos, agujeros y rincones, operaciones encubiertas, abusos de propiedad, información y más, mucho más.
¿Es tan malo?
Supongo que sí.
Por otro lado, Yanne Charbonneau, o Vianne Rocher, oculta algo al mundo. Percibo el olor de sus secretos como el de los petardos de la piñata. Una piedra bien arrojada los dejará en libertad y entonces veremos si alguien como yo puede aprovecharlos.
Tengo curiosidad, eso es todo; se trata de una característica bastante corriente entre los afortunados que han nacido bajo el signo del Uno Jaguar.
Además, está mintiendo, ¿no? Solo hay una cosa que los jaguares odiamos más que la debilidad: la mentira.
Jueves,
í
de noviembre.
Festividad de Todos los Santos
Hoy Anouk volvía a estar inquieta. Tal vez fue consecuencia del funeral de ayer o, simplemente, del viento. A veces la ataca así, la dispara como a un poni salvaje y la vuelve obstinada, irreflexiva, lacrimosa y extraña. ¡Mi pequeña extraña!
Solía llamarla así cuando era pequeña y solo estábamos las dos. Le decía «pequeña extraña», como si la tuviese en préstamo y cualquier día pudieran pasar a recogerla. Siempre ha tenido ese aspecto, ese aire de «otreidad», de ojos que ven cosas situadas demasiado lejos y de pensamientos que se alejan del borde del mundo.
Su nueva profesora dice que es una niña dotada, con una extraordinaria capacidad imaginativa y un excelente vocabulario para su edad; por otro lado, sus ojos revelan una mirada calculadora, como si semejante imaginación fuese sospechosa por sí misma o, si acaso, la señal de una verdad más siniestra.
Es por mi culpa. Ahora sé que es así. En su momento, criarla de acuerdo con las convicciones de mi madre parecía lo más natural. Nos proporcionó un proyecto, una tradición propia, un círculo mágico en el cual el mundo no podía entrar. Claro que si el mundo no entra, nosotras no podemos salir. Encerradas en un capullo creado por nosotras mismas, vivimos apartadas de los demás cual seres eternamente extraños.
Al menos así vivíamos hasta hace cuatro años.
Desde entonces hemos vivido una mentira reconfortante.
Os ruego que no pongáis esa cara de sorpresa. Mostradme una madre y os enseñaré a una mentirosa. Les decimos cómo debe ser el mundo: que los monstruos y los fantasmas no existen; que si eres buena la gente se portará bien contigo y que mamá siempre estará a tu lado para protegerte. Como es evidente, nunca las denominamos mentiras pues tenemos las mejores intenciones y lo hacemos por su bien, pero no dejan de ser engaños.
Después de Les Laveuses no me quedó otra opción. Cualquier madre habría hecho lo mismo.
«¿Qué pasó?», preguntó una y otra vez. «Mamá, ¿nosotras lo provocamos?»
«No, fue un accidente.»
«Pero el viento..., dijiste que...»
«Duérmete.»
«¿No podemos mejorarlo con magia?» «No, no podemos. Solo es un juego. Nanou, la magia no existe.»
Me miró con expresión solemne.
«Claro que existe. Pantoufle dice que sí, que existe.»
«Cariño, Pantoufle tampoco es real.» No es fácil ser hija de una bruja... y ser su madre resulta todavía más duro. Después de lo sucedido en Les Laveuses me vi obligada a tomar una decisión: decir la verdad y condenar a mis hijas a llevar la clase de vida que siempre he tenido, a desplazarnos constantemente de un sitio a otro, a no tener jamás estabilidad ni seguridad, a vivir con la maleta a punto y a correr siempre para vencer al viento... o mentir y ser como los demás.
Por eso mentí. Mentí a Anouk. Le dije que nada de eso era real, que la magia no existía más que en los relatos; que no había poderes que aprovechar y poner a prueba ni dioses lares, brujas, runas, cánticos, tótems y círculos en la arena. Todo lo inexplicable se convirtió en un Accidente con mayúscula: repentinas rachas de suerte, salvaciones por los pelos, regalos de los dioses. Pantoufle fue degradado a la categoría de «amigo imaginario» y ahora no le hago el menor caso, si bien es cierto que ocasionalmente lo veo con el rabillo del ojo.
Ahora doy media vuelta y cierro los ojos hasta que los colores desaparecen.
Después de Les Laveuses, descarté todo eso pese a que sabía que tal vez se resentiría y a que era posible que durante una temporada me odiase un poco, aunque con la esperanza de que algún día lo comprendería.
«Anouk, tendrás que crecer y aprender a distinguir entre lo real y lo irreal.» «¿Por qué?» «Porque así es mejor», repliqué. «Anouk, todo eso..., todo eso nos separa de los demás, nos vuelve diferentes. ¿Te gusta ser distinta? ¿No te gustaría que, para variar, estuvieras incluida y tuvieras amigos, pudieses...?» «Yo tenía amigos. Paul y Framboise...»
«No podíamos quedarnos, después de lo ocurrido era imposible.» «Y también Zézette y Blanche...»
«Viajeros, Nanou, gente del río. No puedes vivir permanentemente en una embarcación, sobre todo si quieres estudiar...»
«Y Pantoufle...» «Nanou, los amigos imaginarios no cuentan.» «¿Y Roux, mamá? Roux era nuestro amigo.» El silencio se volvió interminable. «Mamá, ¿por qué no nos quedamos con Roux? ¿Por qué no le dijiste dónde estábamos?» Dejé escapar un suspiro.
«Es complicado.» «Lo echo de menos.» «Ya lo sé.» Evidentemente, para Roux todo es sencillo: haz lo que te apetece, coge lo que quieras, viaja donde el viento te lleve. A Roux le funciona, lo hace feliz. Sé que no podemos tenerlo tocio, ya he recorrido ese camino, sé adónde conduce. Aseguré a Nanou que se vuelve cuesta arriba, muy cuesta arriba.
Roux habría dicho que rae preocupo demasiado. Roux, el de la melena pelirroja y desafiante, la sonrisa reticente y la adorada barca a la deriva bajo las estrellas.
Te preocupas demasiado.
Quizá es cierto; a pesar de todo, me preocupo demasiado. Me preocupa que Anouk no haya hecho amigos en el nuevo liceo. Me preocupa que Rosette tenga casi cuatro años, que sea tan espabilada y que no hable, como si fuese víctima de un maleficio, una princesa acallada por temor a lo que podría revelar.
¿Cómo explicárselo a Roux, que no tiene miedo a nada ni se preocupa por nadie? Ser madre significa vivir presa del miedo: el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la pérdida, a los accidentes, a los desconocidos, al Hombre Negro o, simplemente, a las pequeñas cosas cotidianas que logran convertirse en las que más daño nos hacen, a cosas como una mirada de impaciencia, una palabra colérica, el cuento que no has contado a la hora de acostarse, el beso olvidado, el terrible momento en el que dejas de ser el centro del universo de tu hija y te conviertes en otro satélite que traza su órbita alrededor de un sol menos significativo.
No ha ocurrido..., al menos todavía, pero lo veo en otros niños: en las adolescentes de boca fruncida, móvil y actitud desdeñosa hacia el mundo en general. Sé que la he decepcionado. No soy la madre que le gustaría tener. Aunque inteligente, con once años aún es demasiado pequeña para entender qué he sacrificado y por qué.
Te preocupas demasiado...
Si todo fuera tan sencillo.
Lo es,
responde su voz en mi corazón.
Roux, es posible que en el pasado lo fuera, pero ahora, no.
Me pregunto si Roux ha cambiado en algo. En lo que a mí respecta..., creo que ahora no me reconocería. Obtuvo mi dirección de Blanche y Zézette y envía cuatro líneas en Navidad y para el cumpleaños de Anouk. Le remito las cartas a la oficina de correos de Lansquenet porque sé que a veces pasa por allí. Nunca ha mencionado a Rosette. Tampoco le he hablado de Thierry, mi casero, que ha sido infinitamente amable y generoso y cuya paciencia admiro más de lo que soy capaz de expresar con palabras.
Thierry le Tresset es un divorciado de cincuenta y un años, tiene un hijo, va a misa y es sólido como una piedra.
No te rías. Me gusta mucho.
Me pregunto qué ha visto en mí.
En estos tiempos me miro en el espejo y no hay reflejo, sino el retrato plano de una treintona. No se trata de alguien especial, sino de una mujer que carece de belleza excepcional o carácter. Semeja una mujer del montón, que es precisamente lo que pretendo ser, aunque hoy esa idea me deprime. Tal vez tiene que ver con el funeral: la sala mortuoria penosa, oscura y con las flores del servicio anterior; la falta de asistentes, la corona desmesurada de Thierry, el sacerdote indiferente que moqueaba y la música enlatada de
Nimrod,
de Elgar, que chisporroteó a través de los altavoces.
La muerte es trivial, como dijo mi madre semanas antes de su defunción en una calle atestada del corazón de Nueva York. La vida es extraordinaria, nosotros somos extraordinarios y abarcar lo extraordinario significa celebrar la vida.
Vaya, mamá, cómo cambian las cosas. En el pasado, supongo que no tan remoto, anoche habríamos estado de celebración. Era la víspera de Todos los Santos, una fecha mágica, momento de secretos y misterios, de coser bolsitas de seda roja y colgarlas por toda la casa para espantar el mal; de sal esparcida, vino con especias y pastelillos de miel dejados en el alféizar; de calabazas, manzanas, petardos, olor a pino y a humo de leña a medida que el otoño se acerca a su fin y el viejo invierno ocupa el escenario. Habríamos cantado y bailado alrededor de la fogata; Anouk se habría puesto maquillaje y plumas negras para corretear de puerta en puerta con Pantoufle en sus talones mientras Rosette, provista de farolillo y de su propio tótem, con piel naranja a juego con su pelo, saltaba y se pavoneaba tras ella.
Se acabó... Duele pensar en aquellos tiempos. No estás a salvo. Mi madre lo sabía; durante veinte años huyó del Hombre Negro y, aunque durante una temporada pensé que yo lo había vencido, luchado por conquistar mi lugar y ganado, no tardé en comprender que mi triunfo solo era una ilusión. El Hombre Negro posee muchos rostros, muchos seguidores y no siempre viste alzacuello.