Zapatos de caramelo (8 page)

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Authors: Joanne Harris

—No pierdas el tiempo, no te lo compraré —puntualicé cuando abrió el bloc de dibujo.

—En ese caso se lo venderé a Laurent —replicó y guiñó el ojo—. Aunque también es posible que me lo quede.

Paupaul simula indiferencia. Es mayor que su amigo y posee un estilo menos exuberante. A decir verdad, casi nunca habla; suele permanecer de pie ante el caballete en la esquina de la plaza, mira el papel con el ceño fruncido y de vez en cuando lo araña con aterradora intensidad. Posee un bigote intimidador y hace que los clientes pasen largos ratos sentados mientras pone cara de contrariedad, rasca el papel y masculla enérgicamente para sus adentros hasta obtener una obra de proporciones tan disparatadas que los retratados quedan anonadados y sueltan la pasta.

Jean-Louis no había terminado de dibujarme cuando me abrí paso entre las mesas.

—Te advierto que cobro —anuncié.

—Piensa en los lirios —replicó Jean-Louis alegremente—. Ni trabajan ni reclaman honorarios como modelos.

—Los lirios no tienen que pagar facturas a fin de mes.

Esa misma mañana me presenté en el banco. Esta semana he ido cada día. Retirar veinticinco mil euros en efectivo llamaría excesivamente la atención, mientras que sacar varias veces cantidades modestas, mil por aquí y dos mil por allá, apenas se recuerdan de un día para otro.

Siempre digo que de nada sirve creerte la sal de la tierra.

No me presenté en el banco como Zozie, sino como la compañera de trabajo a cuyo nombre abrí la cuenta: Barbara Beauchamp, secretaria con un historial de fiabilidad hasta entonces impoluto. Vestí con discreción; aunque la verdadera invisibilidad es imposible, además de llamar demasiado la atención, la discreción está al alcance de todos y una mujer anodina, con gorro y guantes de lana, pasa desapercibida casi en cualquier parte.

Por eso lo percibí en el acto. Cuando me detuve en el mostrador experimenté una peculiar sensación de escrutinio, una alerta sin precedentes en sus colores, la petición de que esperase mientras preparaban el dinero que había solicitado, el aroma y el sonido de que algo no estaba del todo bien.

No me quedé para confirmarlo. Abandoné el banco en cuanto el cajero desapareció de mi vista, metí el talonario de cheques y la tarjeta en un sobre y lo introduje en el buzón más próximo. La dirección era falsa; los objetos incriminatorios se pasean tres meses de una oficina de correos a otra, terminan en el depósito de envíos sin destinatario conocido y nunca más se sabe. Si alguna vez tengo que deshacerme de un cadáver haré lo mismo: enviaré paquetes con manos, pies y fragmentos de torso a confusas direcciones de toda Europa mientras la policía busca inútilmente una tumba recién cavada.

El asesinato nunca me ha gustado, pero tampoco puedes descartar por completo las posibilidades. Busqué una tienda de ropa adecuada para desprenderme de madame Beauchamp y convertirme nuevamente en Zozie de l'Alba y, atenta a cualquier movimiento fuera de lo corriente, regresé dando rodeos a mi hostal del bajo Montmartre y reflexioné sobre mi futuro.

¡Maldita sea!

En la cuenta de la falsa madame Beauchamp quedaron veintidós mil euros: ese dinero representaba seis meses de planificación, investigación, actuación y perfeccionamiento de mi nueva identidad. Ya no tenía la menor posibilidad de recuperarlo; aunque no era probable que me reconociesen en las difusas grabaciones del circuito cerrado del banco, era más que posible que hubiesen bloqueado la cuenta para someterla a investigación policial. Afrontémoslo: había perdido el dinero para siempre, por lo que me quedaba poco más que otro dije en la pulsera; concretamente, un ratón, algo muy pertinente en el caso de la pobre Françoise.

Me digo que la triste verdad consiste en que ya no hay futuro para la artesanía. Seis meses desperdiciados y vuelvo a estar en el mismo punto en el que empecé: sin dinero no hay vida.

Claro que eso puede cambiar. Solo necesito una ligera inspiración. Comenzaremos por la chocolatería, ¿de acuerdo? Empezaremos por Vianne Rocher, de Lansquenet que, por razones desconocidas, se ha rebautizado como Yanne Charbonneau, madre de dos niñas y respetable viuda de la colina de Montmartre.

¿Acaso presiento un espíritu afín? No, pero reconozco que me encuentro ante un desafío. Aunque de momento es poco lo que puedo obtener de la chocolatería, lo cierto es que la vida de Yanne no carece totalmente de atractivo. Y, por añadidura, tiene a esa niña, a esa niña tan interesante.

Me alojo a la vuelta del boulevard de Clichy, a diez minutos andando desde la place de Faux-Monnayeurs. Mi vivienda consta de dos habitaciones del tamaño de un sello de correos, situadas al final de cuatro pisos de escalera estrecha, pero es lo bastante barata como para adecuarse a mis necesidades y tan discreta que me permite conservar el anonimato. Desde esa atalaya observo las calles, planifico entradas y salidas y me convierto en un elemento más del paisaje.

No es la
butte,
que supera con creces mis posibilidades. A decir verdad, se trata de un descenso bastante brusco desde la bonita vivienda de Françoise en el distrito XI. Pero esa no es la zona de Zozie de l'Alba y, además, a ella le gusta vivir en el límite del nivel de pobreza. En este barrio habitan personas de las clases más variadas: estudiantes, tenderos, inmigrantes y masajistas diplomados y sin diplomar. En un espacio tan reducido hay seis iglesias, lo que me recuerda que el libertinaje y la religión son siameses; la calle produce más basura que hojas secas y el olor a desagües y a mierda de perro es constante. A este lado de la colina las bonitas cafeterías dan paso a locales baratos de comida para llevar y tascas en las que, por la noche, se congregan las fulanas a beber vino tinto de botellas con tapón de plástico antes de montárselo junto a las puertas con postigos metálicos.

Probablemente no tardaré en hartarme, pero necesito un sitio en el que ocultarme hasta que desaparezca el interés por madame Beauchamp... y por Françoise Lavery. Sé que nunca está de más mostrarse cautelosa y, como solía afirmar mi madre, debes tomarte tu tiempo a la hora de recolectar las cerezas.

3

Jueves, 8 de noviembre

A la espera de que maduren las cerezas, he logrado reunir cierta información sobre los habitantes de la place de Faux-Monnayeurs. Madame Pinot, esa mujer como una perdiz que regenta la tienda de periódicos y de baratijas, tiene debilidad por el cotilleo y me ha permitido conocer el barrio a través de su mirada.

Por su intermedio me entero de que Laurent Pinson frecuenta los bares de solteros; de que, a pesar de que supera los ciento treinta kilos, el joven del restaurante italiano acude a la chocolatería como mínimo dos veces por semana, y de que la mujer que pasa cada jueves a la diez con el perro es madame Luzeron, cuyo marido sufrió un ataque el año pasado y cuyo hijo murió a los catorce años. Según madame Pinot, cada jueves visita el cementerio con ese perrillo ridículo a la rastra. La pobre nunca falta.

—¿Qué me dice de la chocolatería? —pregunté, y del pequeño estante cogí
Paris-Match,
revista que odio.

Por encima y por debajo de las revistas hay pintorescas muestras de tonterías religiosas: vírgenes de yeso y cerámica barata; bolas de cristal del Sacré-Coeur, medallones, crucifijos, rosarios e incienso para todas las ocasiones imaginables. Sospecho que madame es mojigata, ya que miró la tapa de la revista (en la que la princesa Estefanía de Mónaco aparece en biquini y retozando difusamente en una playa) y puso cara de culo de pavo.

—En realidad, no hay mucho que decir. El marido murió en el sur, pero ella ha caído con buen pie. —La tendera volvió a fruncir los labios—. Calculo que pronto habrá boda.

—¿En serio?

Madame Pinot movió afirmativamente la cabeza.

—Con Thierry le Tresset. Es el dueño del local. Se lo alquiló barato a madame Poussin porque era amiga de la familia. Fue allí donde conoció a madame Charbonneau. Si alguna vez he visto a un hombre perseguir a una... —Marcó el precio de la revista en la caja—. No dejo de preguntarme si ese hombre sabe en qué se mete. Calculo que ella tiene veinte años menos..., él está siempre de viaje y esa mujer tiene dos hijas, una de las cuales es especial...

—¿Especial? —repetí.

—Vaya, ¿no se ha fijado? ¡Pobre desgraciada! Es una carga para cualquiera... y, por si con eso no bastase, tampoco puede decirse que la chocolatería dé grandes beneficios, ya que si sumamos los gastos generales, la calefacción y el alquiler...

Dejé que divagara un rato. Para las personas como madame Pinot, el chismorreo es moneda de uso corriente y tengo la sensación de que ya le he dado mucho en lo que pensar. Supongo que, con la mecha rosa y los zapatos rojo rabioso, debo de haberme convertido en una prometedora fuente de habladurías. Salí de la tienda con una alegre despedida y la sensación de que he empezado bien y regresé a mi puesto de trabajo.

Es la mejor atalaya que podía desear. Desde aquí veo a los clientes de Yanne, superviso entradas y salidas, sigo el rastro de los repartos y no quito ojo de encima a las niñas.

La pequeña es un bicho malo; traviesa más que alborotadora y, pese a su pequeñez, bastante mayor de lo que supuse. Madame Pinot me ha dicho que tiene casi cuatro años y todavía no ha pronunciado una sola palabra, si bien parece conocer el lenguaje de signos. Madame insiste en que es una niña especial y esboza esa ligera mueca burlona que reserva para negros, judíos, viajeros y las personas políticamente correctas.

¿Una niña especial? No cabe la menor duda, aunque todavía está por verse hasta qué punto lo es.

Es obvio que también está Annie. Desde Le P'tit Pinson la veo cada mañana, poco antes de las ocho, y por la tarde, después de las cuatro y media; habla conmigo de la escuela, los amigos, los profesores y la gente que ve en el autobús. Al menos se trata de un punto de partida; de todas maneras, presiento que se refrena. Hasta cierto punto, me agrada. Yo podría aprovechar esa fortaleza; estoy segura de que, con la educación adecuada, Annie llegaría muy lejos... Además, ya sabéis que la mayor parte de la seducción se basa en la persecución.

Ya estoy harta de Le P'tit Pinson. El salario de la primera semana apenas cubre mis gastos y no es fácil dejar satisfecho a Laurent. Por si eso fuera poco, ha comenzado a fijarse en mí; lo veo en sus colores, en la forma en la que se repeina y en los cuidados que ahora dedica a su aspecto.

Sé que siempre es un riesgo. Laurent no se habría fijado en Françoise Lavery. Claro que Zozie de l'Alba tiene otro encanto. Laurent no lo entiende; los extranjeros le desagradan y esa mujer tiene determinado aspecto, cierto aire agitanado que le provoca desconfianza...

A pesar de todo, por primera vez en años escoge lo que se pone: rechaza una corbata por demasiado llamativa o ancha, sopesa los méritos de sus trajes y evalúa la conveniencia de ese viejo frasco de agua de colonia, que usó por última vez para una boda, que con el paso del tiempo se ha avinagrado y deja manchas marrones en su camisa blanca...

En condiciones normales alentaría esa situación, adularía al viejo con la esperanza de obtener ganancias fáciles como una tarjeta de crédito, un fajo de billetes o, tal vez, una caja de caudales oculta en un rincón, cuyo robo Laurent jamás denunciaría.

He dicho que lo haría en condiciones normales, pero los hombres como Laurent son fáciles de encontrar, mientras que las mujeres como Yanne...

Años atrás, cuando era otra, fui al cine a ver una película de la antigua Roma. En muchos aspectos fue una cinta decepcionante: demasiado repipi y llena de sangre falsa y redención hollywoodiense. Fueron las escenas de los gladiadores las que me resultaron extraordinariamente irreales: esas masas de personas generadas por ordenador y situadas en el fondo, seres que gritaban, reían y agitaban los brazos de forma ordenada, como papel de empapelar animado. En su momento me pregunté si los creadores de la película sabían lo que es una multitud de carne y hueso. Yo la he visto y debo reconocer que, en general, la multitud me parece más interesante que el espectáculo propiamente dicho; aunque como animación esos seres resultan convincentes, lo cierto es que carecían de colores y no había nada real en su comportamiento.

Pues bien, Yanne Charbonneau me recuerda a esos seres. Es una creación imaginaria situada en el fondo, lo suficientemente real para el observador casual pese a que actúa según una sucesión de órdenes previsibles. Carece de colores o, si los tiene, se ha vuelto muy hábil para ocultarlos tras esa pantalla de incoherencias.

Por otro lado, sus hijas están vivamente iluminadas. Aunque la mayoría de los niños presentan colores más intensos que los adultos, incluso así Annie destaca y su rastro azul mariposa irrumpe desafiante contra el cielo.

Creo que también hay algo más, una especie de sombra a su paso. Volví a verla mientras jugaba con Rosette en el callejón de la chocolatería: Annie con su nube de cabello bizantino, teñida de dorado por el sol de la tarde, aferrando la mano de su hermana pequeña mientras Rosette chapoteaba y pateaba los adoquines moteados con sus botas de agua de color amarillo claro.

Una especie de sombra..., ¿un perro, un gato?

Bien, ya lo averiguaré. Acabaré por saberlo. Dame tiempo, Nanou, solo te pido que me des tiempo.

4

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