Zapatos de caramelo (22 page)

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Authors: Joanne Harris

Hoy volvieron Nico y Alice. La muchacha compró una caja pequeña de
fudges,
una caja minúscula, de la que se comió todos, mientras que Nico adquirió un kilo de macarrones.

—Siempre me saben a poco —reconoció Nico—. Yanne, no dejes de hacerlos, ¿de acuerdo?

Me resultó imposible evitar la sonrisa ante su exuberancia. Ocuparon una mesa de la parte delantera del local; Alice pidió café moca y él, chocolate caliente con nata y nubes de caramelo; Zozie y yo permanecimos discretamente en el obrador de la trastienda, por si entraba un cliente, y Rosette cogió el cuaderno de dibujo y se dedicó a trazar monos sonrientes y de cola larga con todos los colores de la caja de lápices.

—¡Vaya, está muy bien! —exclamó Nico cuando Rosette le entregó el dibujo de un mono gordo, de color granate, que comía un coco—. Creo que los monos te gustan, ¿no?

Nico puso cara de mono para Rosette, que cacareó de risa y suspiró.
¡
Por fin!
He reparado en que ríe más a menudo con Nico, conmigo, con Anouk, con Zozie... Es posible que, la próxima vez que venga Thierry, conecte con él un poco más.

Alice también rió. Rosette tiene debilidad por ella, tal vez porque es muy menuda, casi una niña con su vestido corto y estampado y el abrigo azul claro o quizá porque casi nunca habla, ni siquiera con Nico, que se expresa por los dos.

—Este mono se parece a Nico —concluyó Alice.

Con los adultos su voz suena fina y reticente, mientras que con Rosette adopta otro tono. Su timbre se vuelve intenso y cómico y Rosette reacciona con una sonrisa radiante.

Pues bien, Rosette dibujó monos para todos. El de Zozie luce mitones de color rojo en las cuatro extremidades. El de Alice es azul eléctrico, con el cuerpo minúsculo y la cola disparatadamente larga y enroscada. El mío se siente incómodo y oculta su cara peluda entre las manos. Tiene dotes, de eso no hay duda; sus dibujos son toscos, pero están peculiarmente vivos y basta con un par de trazos para transmitir expresiones faciales.

Todavía reíamos cuando madame Luzeron se presentó con su perrillo cubierto de pelusa color melocotón. Madame Luzeron viste bien, conjunto de jersey y rebeca grises, que disimulan su cintura cada vez más ancha, y abrigos bien cortados, en diversos matices de negro. Vive en una de las casonas con fachada de estuco que se alzan detrás del parque, va a misa cada día y a la peluquería día por medio, salvo los jueves, que acude al cementerio después de pasar por nuestro local. Es posible que solo tenga sesenta y cinco años, pero sus manos están deformadas por la artritis y su rostro delgado parece gredoso por culpa del cubreojeras.

—Una caja con tres trufas al ron.

Madame Luzeron jamás pide las cosas por favor. Tal vez sería demasiado burgués. Se limitó a mirar a Nico el Gordo, a Alice, las tazas vacías y los monos y levantó una ceja exageradamente depilada.

—Por lo que parece habéis..., habéis redecorado el local. —Una mínima pausa antes de que las últimas palabras sembrasen dudas sobre lo acertado de la decisión.

—¿No le parece fabuloso? —preguntó Zozie. No está acostumbrada a las actitudes de madame, que la traspasó con una mirada que repasó la falda excesivamente larga, el pelo recogido con una rosa de plástico, las pulseras tintineantes y los zapatos de cuñas, con estampado de cerezas, que hoy combinaba con medias de rayas rosas y negras...—. Las sillas las pintamos nosotras —añadió y se dirigió a la vitrina para coger los bombones—. Nos pareció bueno adecentar la chocolatería.

Madame le dirigió la clase de sonrisa que puedes ver en el rostro de una bailarina de ballet a la que las zapatillas le aprietan.

—Ahora mismo le sirvo las trufas de ron. —Zozie siguió hablando como si no se enterase de nada—. Ya está. ¿De qué color quiere la cinta? A mí me gusta la rosa, aunque roja también quedaría bien. ¿Qué le parece?

Madame permaneció en silencio y dio la sensación de que Zozie no esperaba respuesta. Envolvió la cajita con los bombones, la adornó con la cinta y una flor de papel y dejó el paquete sobre el mostrador.

—Estas trufas parecen distintas —opinó madame y, recelosa, las estudió a través del celofán.

—Tiene razón —confirmó Zozie—. Las ha hecho Yanne con sus propias manos.

—Qué lástima —se lamentó madame—. Las de antes me gustaban.

—Éstas le gustarán más —afirmó Zozie—. Pruebe una, invita la casa.

Tendría que haberle dicho que perdía el tiempo. A menudo los urbanitas desconfían de esa clase de invitaciones. Hay quienes rechazan automáticamente esos regalos, como si no quisiesen que alguien los viera, ni siquiera aunque se trate de un bombón. Madame bufó levemente, cual una versión bien educada del «miu» de Laurent, dejó el dinero sobre el mostrador y...

Fue entonces cuando me pareció verlo: un roce casi invisible de los dedos en el momento en el que la mano de madame Luzeron rozó la de Zozie, el fugaz brillo de algo en la atmósfera grisácea de noviembre. Tal vez fue el parpadeo de un letrero de neón al otro lado de la plaza, por mucho que tengamos en cuenta que Le P'tit Pinson está clausurado y que faltan como mínimo dos horas para que enciendan las farolas. Además, yo debería conocer ese brillo, esa chispa que, como la electricidad, salta de una persona a otra...

—Adelante —la apremió Zozie—. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que se dio un gusto.

Madame lo notó tanto como yo. En un abrir y cerrar de ojos vi que su expresión se demudaba. Bajo el refinamiento del maquillaje y los polvos afloró la confusión, el anhelo, la soledad, la pérdida..., sentimientos que se deslizaron como nubes por sus facciones pálidas y tensas...

Aparté velozmente la mirada.
No quiero saber tus secretos, no quiero conocer tus pensamientos,
pensé.
Coge tu rid
í
culo perrillo y los bombones y vete a casa antes de que sea...

Ya era demasiado tarde. Lo había visto.

Vi el cementerio, una lápida ancha, de mármol gris pálido, con la forma de la curva de una ola. Vi la foto pegada en el mármol: un muchacho de más o menos trece años, que sonreía dentuda y descaradamente a la cámara. Tal vez se trataba de una foto escolar, la última que le tomaron antes de que muriera, en blanco y negro, aunque en este caso teñida de tonos pastel. Debajo están los bombones: hileras de cajitas arruinadas por la lluvia. Lleva una cada jueves; permanecen intactas, con los lazos de color amarillo, rosa, verde...

Levanto la cabeza. Madame tiene la mirada fija, pero no en mí. Sus ojos de color azul claro, de mirada asustadiza y agotada, están abiertos de par en par y extrañamente esperanzados.

—Llegaré tarde —dice con tono apenas audible.

—Tiene tiempo —asegura Zozie con gran delicadeza—. Siéntese un rato y descanse. Nico y Alice ya se van. Vamos —insiste, porque parece que madame está a punto de protestar—. Póngase cómoda y tome una taza de chocolate. Llueve y su niño puede esperar.

Me quedo sorprendida porque madame obedece.

—Gracias —responde madame Luzeron, se sienta en la butaca, queda ridículamente fuera de lugar en contraste con el estampado de leopardo de la tela color rosa brillante y come el bombón con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la piel artificial y peluda.

Se la vez tan en paz y... y, todo hay que decirlo, tan feliz...

En la calle el viento sacude el letrero recién pintado, la lluvia sisea sobre las calles adoquinadas, diciembre está solo a un paso y todo me parece tan seguro y sólido que casi olvido que nuestras paredes son de papel y nuestras vidas, de cristal; casi olvido que una ráfaga de viento puede destruirnos y que una tormenta invernal nos haría volar por los aires.

5

Viernes, 23 de noviembre

Tendría que haber sabido que los había ayudado. Es lo que yo misma habría hecho en el pasado, en los tiempos de Lansquenet. En primer lugar, a Alice y a Nico, tan afines; da la casualidad de que sé que Nico ya había reparado en ella y que una vez por semana visita la floristería para comprar narcisos, sus flores favoritas, pero hasta ahora no se había armado de valor para hablarle o invitarla a salir.

De repente, mientras compartían una taza de chocolate...

Coincidencias,
me repito al infinito.

Antes tan frágil y reservada, ahora madame Luzeron libera sus secretos como el perfume que todos pensaron que se había evaporado hace mucho tiempo.

El brillo soleado que rodea la puerta incluso cuando llueve me lleva a temer que alguien allana el camino, que la sucesión de clientes que hemos tenido en los últimos días no se debe exclusivamente a nuestros dulces.

Ya sé qué diría mi madre.

¿
Qu
é
da
ñ
o hacemos? Nadie sufre. Vianne,
¿
no se lo merecen?

¿
No nos lo merecemos?

Ayer intenté advertir a Zozie y explicarle los motivos por los que no debe interferir, pero me resultó imposible. Una vez abierta, tal vez es imposible volver a cerrar la caja de los secretos. Además, percibo que rae considera exagerada. Puede ser tan desagradable como generosa, al igual que el panadero mezquino del viejo cuento, el que cobraba por oler a pan recién cocido.

¿
Qu
é
da
ñ
o hacemos?
¿
Qu
é
perdemos si los ayudamos?
Sé perfectamente qué es lo que ella diría.

Ay, estuve en un tris de comentárselo, pero al llegar el momento me contuve. Por otro lado, podría ser una coincidencia.

Hoy ha sucedido algo que confirmó mis temores. Por imposible que parezca, el catalizador fue Laurent Pinson. Esta semana ha aparecido varias veces por Le Rocher de Montmartre. No tiene nada de novedoso y, a menos que esté muy equivocada, no es el chocolate lo que lo trae por aquí.

Esta mañana se presentó, estudió los bombones de las vitrinas de cristal, husmeó las etiquetas con los precios y analizó cada detalle de nuestras mejoras con cara de pocos amigos y algún que otro gruñido de desaprobación mal disimulada.

—Miu.

Era uno de esos días soleados de noviembre, más precioso si cabe por su carácter excepcional. Sin viento, como en pleno verano, con el cielo despejado y los hilillos de vapor como arañazos en el azul.

—Hace muy buen día —comenté.

—Miu —masculló Laurent.

—¿Solo está mirando o quiere que le sirva algo de beber?

—¿A estos precios?

—Invita la casa.

Hay personas incapaces de rechazar una invitación. Laurent se sentó a regañadientes, aceptó un café y un praliné y comenzó a recitar su letanía habitual:

—Clausuran mi cafetería precisamente en estas fechas... Es una maldita victimización, no se puede describir de otra manera. Alguien se ha propuesto arruinarme.

—¿Qué ha pasado? —inquirí.

Laurent reveló sus penas. Alguien se había quejado porque calentaba las sobras en el microondas, un imbécil había enfermado, le habían enviado un inspector de Sanidad que apenas hablaba francés y, a pesar de que había sido impecablemente amable con el individuo, este se había ofendido por algo que dijo y...

—¡Patapaf! ¡Cerró el local! ¡Así de simple! Me pregunto adónde irá a parar este país cuando una cafetería totalmente decente, una cafetería que lleva décadas en servicio, puede ser clausurada por un puñetero
pied-noir...

Simulé que escuchaba mientras calculaba mentalmente los bombones que más se habían vendido y aquellos cuyas existencias mermaban. También fingí que no me daba cuenta cuando Laurent se sirvió otro praliné sin que yo lo invitase. Podía permitírmelo y él necesitaba hablar...

Al cabo de un rato Zozie salió del obrador, donde me había ayudado a preparar los pasteles de chocolate. Laurent terminó bruscamente su andanada y se ruborizó hasta las orejas.

—Buenos días, Zozie —saludó con exagerada dignidad.

Zozie sonrió. No es un secreto que Laurent la admira, como todos, y hoy estaba muy guapa con un vestido de terciopelo que llegaba hasta el suelo y botines del mismo tono azul claro.

No pude dejar de compadecerlo. Zozie es una mujer atractiva y Laurent ha llegado a esa edad en la que a los hombres menos les cuesta volver la cabeza para mirarte. De repente me percaté de que nos estorbaría cada día entre esta fecha y Navidad, gorronearía bebidas, molestaría a los clientes, robaría azucarillos, se lamentaría de que el barrio se estaba echando a perder y...

Estuvo a punto de escapárseme cuando me volví y Zozie hizo la señal de los cuernos a sus espaldas. ¡Era el signo de mi madre para desterrar la desventura!

¡
Fuera, fuera, l
á
rgate!

Vi que Laurent se palmeaba el cuello como si lo hubiera picado un mosquito. Contuve el aliento, pero era demasiado tarde. Zozie había realizado la señal con toda la naturalidad del mundo, como yo misma habría hecho en Lansquenet si los últimos cuatro años no hubiesen existido.

—Laurent... —lo llamé.

—Tengo que irme. Entiéndame, hay mucho que hacer... No puedo perder más tiempo.

Sin dejar de frotarse la nuca, Laurent abandonó la butaca que había ocupado la última media hora y salió casi a la carrera.

—¡Por fin! —declaró Zozie y sonrió. Me desplomé sobre la butaca—. ¿Te encuentras bien?

La miré. Siempre comienza de la misma forma: con nimiedades, con cosas que no tienen importancia. Claro que una tontería lleva a otra... y a una tercera y, sin que te des cuenta, ha vuelto a empezar, el viento cambia de dirección, las Benévolas detectan el olor y...

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