Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
Sobre sus cabezas cuelga una rama de muérdago y experimento el deseo desaforado, salvaje e incontenible de correr hasta donde está y besarla en la boca. Al igual que los demás, es muy fácil de manipular y ahora casi saboreo el premio, lo noto en el ritmo de mi sangre, lo oigo como la rompiente en una playa lejana y su sabor es tan dulce, como el del chocolate...
La señal del Uno Jaguar posee muchas propiedades. Como es obvio, la verdadera invisibilidad es imposible, salvo en los cuentos de hadas, pero podemos timar al ojo y al cerebro como no es posible engañar a las cámaras y a la película. Mientras centran su atención en madame, es bastante fácil alejarme de puntillas, sin pasar desapercibida del todo, y recoger la maleta que con tanto esmero he preparado.
Como sabía que ocurriría, Anouk me siguió.
—¿Por qué lo has dicho? —espetó—. ¿Por qué dijiste que eres Vianne Rocher?
Me encogí de hombros.
—¿Acaso tengo algo que perder? Anouk, me cambio de nombre como de chaqueta. Nunca permanezco mucho tiempo en el mismo sitio. Eso es lo que nos diferencia. Yo jamás podría vivir así. No podría ser respetable. Me da igual lo que piensen de mí, pero tu madre tiene mucho que perder. Me refiero a Roux, a Rosette y a la chocolatería, por supuesto...
—¿Y qué pasa con esa mujer?
La puse al corriente de la triste historia: la niña en el coche y el dije del gatito. Resulta que Vianne jamás se lo contó. No puedo decir que rae sorprenda.
—Si sabía quién era, ¿por qué no se ocupó de buscarla y encontrarla? —preguntó Anouk.
—Tal vez tuvo miedo o quizá se sintió más unida a su madre adoptiva. Nanou,
t
ú
eliges a tu familia.
¿No es lo que tu madre dice siempre? También es probable que... —Me inventé una pausa.
—¿Qué? Sigue.
—Las personas como nosotras somos distintas. Nanou, tenemos que estar juntas, tenemos que elegir a nuestra familia. —Acoté maliciosamente—: Al fin y al cabo, si es capaz de mentirte sobre ese tema, ¿estás segura de que tú no fuiste robada?
Dejé que Anouk reflexionase. En el local, madame hablaba y su voz subía y bajaba con los ritmos de la narradora innata. Es algo que comparte con su hija, pero no es el momento de divagar. Tengo la maleta, el abrigo y los documentos. Como siempre, viajo ligera de equipaje. Saco del bolsillo el regalo para Anouk: un paquetito envuelto en papel rojo.
—Zozie, no quiero que te vayas.
—Nanou, te aseguro que no tengo elección.
El regalo brilla entre los dobleces del papel de seda rojo. Se trata de una pulsera: una delgada tira de plata, lustrosa y nueva. Contrasta con el único dije que de ella cuelga: un minúsculo gato de plata ennegrecida.
Anouk sabe qué significa y se le escapa un sollozo.
—Zozie, no...
—Lo siento mucho, Anouk.
Cruzo velozmente el obrador vacío. Los platos y las copas están ordenadamente apilados junto a los restos de la comilona. Sobre el hornillo está a punto de hervir un cazo con chocolate caliente y el vapor que despide es la única señal de vida.
Pru
é
bame, sabor
é
ame,
implora.
Se trata de un encanto modesto, de un hechizo cotidiano al que Anouk se ha opuesto durante los últimos cuatro años pero, de todas maneras, más vale jugar sobre seguro, así que apago el fuego mientras me dirijo hacia la puerta trasera.
En una mano llevo la maleta y con la otra, como si arrojara al aire un puñado de telarañas, trazo la señal de Mictecacihuatl. La Muerte y un regalo, la seducción esencial, mucho más poderosa que el chocolate.
Me vuelvo y sonrío. Una vez fuera la oscuridad me tragará. El viento nocturno coquetea con mi vestido rojo. Mis zapatos escarlatas parecen sangre sobre la nieve.
—Nanou, todos elegimos —afirmo—. Yanne o Vianne. Annie o Anouk. El Viento del Cambio o el Huracán. No siempre resulta fácil ser como nosotras. Si prefieres el camino fácil, será mejor que te quedes aquí, pero si lo que te apetece es volar con el viento...
Parece dudar unos instantes, pero yo ya sé que he ganado.
Gané en el momento en el que adopté tu nombre y, a la vez, la invocación del Viento del Cambio. Verás, Vianne, nunca tuve la intención de quedarme. Nunca quise tu chocolatería. Ni se me pasó por la cabeza tener arte y parte en la penosa vida que has creado.
Gracias a sus dotes, Anouk es de un valor incalculable. Tan joven, con tanto talento y, sobre todo, tan fácil de manipular. Nanou, mañana podríamos estar en Nueva York, Londres, Moscú, Venecia e incluso en México. Allí hay muchas conquistas que esperan a Vianne Rocher y a su hija Anouk y seremos fabulosas, las recorreremos como el viento de diciembre.
Anouk me mira hipnotizada. Todo tiene tanto sentido que se pregunta por qué no lo vio antes. Se trata de un intercambio justo: una vida por otra.
¿Acaso ahora no soy tu madre? ¿No soy mejor que la de la vida real y el doble de divertida? ¿Para qué necesitas a Yanne Charbonneau? ¿A quién necesitas?
—¿Y Rosette? —protesta Anouk.
—Rosette ya tiene una familia.
Tarda unos segundos en elaborarlo. Pues sí, Rosette tendrá una familia. Rosette no necesita elegir. Rosette tiene a Yanne. Rosette tiene a Roux.
Otro sollozo escapa del pecho de Anouk.
—
Por favor...
—Vamos, Nanou, es lo que quieres: magia, aventuras, la vida al límite...
Avanza un paso y vuelve a dudar.
—¿Prometes que nunca me mentirás?
—Nunca te he mentido ni te mentiré.
Otra pausa y el persistente aroma del chocolate caliente de Vianne tironea de mí y con su voz humeante, quejumbrosa y agonizante dice
pru
é
bame, sabor
é
ame.
Vianne, ¿es lo único que puedes hacer?
Tengo la impresión de que Anouk sigue dudando.
Mira mi pulsera y los dijes de plata: el ataúd, los zapatos, la mazorca, el colibrí, la serpiente, la calavera, el mono, el ratón...
Anouk frunce el ceño como si intentase recordar algo que tiene en la punta de la lengua. Se le llenan los ojos de lágrimas al mirar el cazo de cobre que se enfría sobre el hornillo.
Pru
é
bame, sabor
é
ame.
La última y triste bocanada de perfume se desvanece como un fantasma de la infancia en el aire.
Pru
é
bame, sabor
é
ame.
Una rodilla despellejada, la palma de una mano pequeña y húmeda con chocolate en polvo adherido a la línea de la vida y la del corazón.
Pru
é
bame, sabor
é
ame.
El recuerdo de ambas tumbadas en la cama, con un libro ilustrado en el medio y Anouk riendo desaforadamente de algo que le ha dicho...
Una vez más hago la señal de Mictecacihuatl, la anciana Señora de la Muerte, la Devoradora de Corazones, que es como fuegos artificiales negros en su camino. Se hace tarde; madame no tardará en concluir su narración y nos echarán en falta.
Anouk parece desconcertada y observa el hornillo como si estuviera en plena ensoñación. Ahora detecto la causa a través del Espejo Humeante: una pequeña figura gris que se encuentra junto al cazo, un manchón que podría corresponder a los bigotes, una cola...
—Ya está bien —digo—. ¿Vienes o no?
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, once y cinco de la noche
—Vivía en la misma escalera que Jeanne Rocher. —Su voz denotó las típicas vocales tajantes de los parisinos nativos; fueron como tacones de aguja que golpearon las palabras—. Tenía pocos años más que yo y se ganaba la vida tirando el tarot y ayudando a dejar de fumar. Una vez, poco antes de que secuestraran a mi hija, la consulté. Me dijo que yo había pensado en dar a la pequeña en adopción. La acusé de mentirosa. De todas maneras, era cierto... —Continuó con expresión desolada—:Yo vivía en un estudio de Neuilly-Plaisance, a media hora del centro de París. Tenía un Dos caballos destartalado, un par de trabajos de camarera en cafeterías del barrio y alguna que otra limosna del padre de Sylviane; ya había comprendido que ese hombre nunca dejaría a su esposa. Tenía veintiún años y mi vida era un desastre. La niña consumía lo poco que ganaba y ya no sabía qué hacer. No se trataba de que no la quisiera...
La imagen del dije del gato pasa fugazmente por mi mente. Hay algo conmovedor en el dije de plata con la cinta roja de la suerte. ¿Zozie también lo robó? Es posible. Quizá así engañó a madame Caillou, cuyo rostro rígido se ha suavizado con la evocación de la pérdida.
—Quince días después desapareció. La dejé dos minutos, eso fue todo... Seguramente Jeanne Rocher me vigilaba y aguardaba el momento oportuno. Cuando se me ocurrió buscarla ya había liado el petate y se había largado; además, no tenía pruebas. De todas maneras, siempre me pregunté... —Se volvió hacia mí con expresión entusiasmada—. Finalmente conocí a tu amiga Zozie, con su pequeña, y entonces supe..., supe que...
Miré a la desconocida que se encontraba frente a mí. Era una mujer corriente que rondaba los cincuenta años, aunque parecía mayor a causa de los labios gruesos y las cejas perfiladas; una mujer con la que tal vez me había cruzado miles de veces en la calle sin que se me ocurriese que existía parentesco alguno entre nosotras y que ahora mostraba una expresión terriblemente esperanzada. Me dije que esa era la trampa, que lo sabía como también sabía que mi nombre no es mi alma.
Pero no puedo, no puedo permitir que crea que...
—Por favor, madame —la interrumpí y sonreí—. Alguien le ha hecho una broma cruel. Zozie no es su hija. Da igual lo que haya dicho, no es su hija. En cuanto a Vianne Rocher... —Hice una pausa. Roux continuó impertérrito, pero su mano estrechó la mía y la apretó con fuerza. Thierry no me quitaba ojo de encima. En ese instante supe que no tenía elección. Sé que un hombre que no tiene sombra no es un hombre de verdad y que la mujer que renuncia a su nombre...—. Recuerdo un elefante de felpa roja y una manta con flores. Creo que era rosa. Y un oso cuyos ojos eran botones negros. También un pequeño dije de plata de un gato, atado con cinta roja. —Madame me observaba y sus ojos brillaron bajo las cejas perfiladas—. Durante años viajaron conmigo. El elefante acabó siendo rosa. Lo desgasté hasta el relleno y no permití que lo tirasen. Fueron los únicos juguetes que realmente tuve y los llevaba en la mochila, con la cabeza afuera, para que respirasen. —Guardé silencio y la respiración de madame chirrió en su garganta—. Me enseñó a leer la palma de la mano... y también el tarot, las hojas de té y las runas. Arriba tengo su baraja, guardada en una caja. No la uso mucho y sé que no es una prueba, pero es lo único que me queda de ella. —Madame me había clavado la mirada y entreabierto los labios, con la boca convertida en una mueca a causa de una emoción demasiado compleja como para identificarla—. Dijo que usted no se habría ocupado de mí ni sabido lo que había que hacer. De todas maneras, guardó el dije con su baraja del tarot y los recortes de periódico. Creo que pensaba decírmelo antes de morir, pero entonces no le habría creído..., entonces no quería creerle.
—Yo cantaba siempre una canción, mejor dicho, una nana. ¿La recuerdas?
Hice una pausa. Entonces tenía dieciocho meses. ¿Era posible que recordase semejante detalle?
Súbitamente lo supe: se trataba de la nana que siempre entonábamos para alejar el viento cambiante, de la canción que aplaca a las Benévolas:
—
V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent, v'l
à
l'bon vent, ma mie m'appelle. V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent, v'l
à
l'bon vent, ma mie m'attend...
Madame abrió la boca y gimió, dejó escapar un grito desgarrado y esperanzador que cortó el aire como el batir de alas.
—Era esa, ya lo creo que era esa... —La voz le falló sin poderlo evitar y cayó hacia mí, con los brazos abiertos como un crío a punto de ahogarse.
La sujeté, ya que de lo contrario habría caído, y noté que olía a violetas secas, a ropa que hace demasiado que no se usa, a naftalina, a dentífrico, a maquillaje y a polvo; ese aroma era tan distinto al archiconocido sándalo de mi madre que me costó contener el llanto.
—'Viane —musitó—. Mi 'Viane.
La estreché de la misma forma que había abrazado a mi madre en los días y las semanas que precedieron a su muerte; pronuncié palabras tranquilizadoras que no oyó pero que la serenaron y al final se echó a llorar, dejó escapar los sollozos largos y agotados de alguien que ha visto más de lo que sus ojos son capaces de soportar, que ha sufrido más de lo que su corazón puede resistir.
Esperé pacientemente a que las lágrimas cesaran. Un minuto después los sonidos desgarradores que brotaron de su pecho se convirtieron en una sucesión de temblores y su rostro, arrasado por el llanto, se volvió para mirar a los invitados. Durante largo rato nadie se movió. Algunas cosas son excesivas y, en su descarnada pena, esa mujer los llevó a apartarse como los niños se alejan de un animal salvaje que agoniza en la carretera.
Nadie le ofreció un pañuelo.
Nadie la miró a los ojos.
Nadie habló.
Me llevé una sorpresa mayúscula cuando madame Luzeron se puso en pie y habló con su tono como cristal tallado: