—¡Cuarenta y ocho reales! —exclamó Candiola con expresión rencorosa—. Mi pellejo daría por ese precio antes que la harina. La compré yo más cara. ¡Maldita tropa! ¿Me mantienen ellos a mí, Sr. de Montoria?
—Dales gracias, execrable usurero, porque no han puesto fin a tu vida inútil. La generosidad de este pueblo ¿no te llama la atención? En el otro sitio y cuando pasábamos los mayores apuros por reunir dinero y efectos, tu corazón de piedra permaneció insensible, y no se te pudo arrancar ni una camisa vieja para cubrir la desnudez del pobre soldado, ni un pedazo de pan para matar su hambre. Zaragoza no ha olvidado tus infamias. ¿Recuerdas que después de la acción del 4 de Agosto se repartieron los heridos por la ciudad, y a ti te tocaron dos, que no lograron traspasar el umbral de esa puerta de la miseria? Yo me acuerdo bien: en la noche del 4 llegaron a tu puerta, y con sus débiles manos tocaron para que les abrieras. Sus ayes lastimosos no conmovían tu corazón de corcho; salistes
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a la puerta, y golpeándoles con el pie les lanzaste en medio de la calle, diciendo que tu casa no era un hospital. Indigno hijo de Zaragoza, ¿dónde tienes el alma, dónde tienes la conciencia? Pero tú no tienes alma ni eres hijo de Zaragoza, sino que naciste de un mallorquín con sangre de judío.
Los ojos de Candiola echaban chispas; temblábale la quijada, y con sus dedos convulsos apretaba en la mano derecha el palo que le servía de bastón.
—Sí, tú tienes sangre de judío mallorquín; tú no eres hijo de esta noble ciudad. Los lamentos de aquellos dos pobres heridos ¿no resuenan todavía en tus orejas de murciélago? Uno de ellos, desangrado rápidamente, murió en este mismo sitio en que estamos. El otro arrastrándose pudo llegar hasta el mercado, donde nos contó lo ocurrido. ¡Infame espantajo! ¿No te asombrastes
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de que el pueblo zaragozano no te despedazara en la mañana del 5? Candiola, Candiolilla, dame la harina y tengamos la fiesta en paz.
—Montoria, Montorilla —repuso el otro—, con mi hacienda y mi trabajo no engordan los vagabundos holgazanes. ¡Ya! ¡Háblenme a mí de caridad y de generosidad y de interés por los pobres soldados! Los que tanto hablan de esto son unos miserables gorrones que están comiendo a costa de la cosa pública. La junta de abastos no se reirá de mí. ¡Como si no supiéramos lo que significa toda esta música de los socorros para el ejército! Montoria, Montorilla, algo se queda en casa, ¿no es verdad? Buenas cochuras se harán en los hornos de algún patriota con la harina que dan los sandios bobalicones que la junta conoce. ¡A cuarenta y ocho reales! ¡Lindo precio! ¡Luego en las cuentas que se pasan al capitán general se le ponen como compradas a sesenta, diciendo que
la Virgen del Pilar no quiere ser francesa
!
D. José de Montoria que ya estaba sofocado y nervioso, luego que oyó lo anterior, perdió los estribos como vulgarmente se dice, y sin poder contener el primer impulso de su indignación, fuese derecho hacia el tío Candiola con apariencia de aporrearle la cara; mas este, que sin duda con su hábil mirada estratégica preveía el movimiento y se había preparado para rechazarlo, tomó rápidamente la ofensiva, arrojándose con salto de gato sobre mi protector, y le echó ambas manos al cuello, clavándole en él sus dedos huesosos y fuertes, mientras apretaba los dientes con tanta violencia cual si tuviera entre ellos la persona entera de su enemigo. Hubo una brevísima lucha, en que Montoria trabajó por deshacerse de aquella zarpa felina que tan súbitamente le había hecho presa, y en un instante viose que la fuerza nerviosa del avaro no podía nada contra la energía muscular del patriota aragonés. Sacudido con violencia por este, Candiola cayó al suelo como un cuerpo muerto.
Oímos un grito de mujer en la ventana alta, y luego el chasquido de la celosía al cerrarse. En aquel momento de dramática ansiedad, busqué en torno mío a Agustín; pero había desaparecido.
D. José de Montoria, frenético de ira pateaba con saña el cuerpo del caído, diciéndole al mismo tiempo con voz atropellada y balbuciente:
—Vil ladronzuelo, que te has enriquecido con la sangre de los pobres, ¿te atreves a llamarme ladrón, a llamar ladrones a los vocales de la junta de abastos? Con mil porras, yo te enseñaré a respetar a la gente honrada y agradéceme que no te arranco esa miserable lenguaza para echarla a los perros.
Todos los circunstantes estábamos mudos de terror. Al fin sacamos al infeliz Candiola de debajo de los pies de su enemigo, y su primer movimiento fue saltar de nuevo sobre él; pero Montoria se había adelantado hacia la casa, gritando:
—Ea, muchachos. Entrad en el almacén y sacad los sacos de harina. Pronto, despachemos pronto.
La mucha gente que se había reunido en la calle impidió al viejo Candiola entrar en su casa. Rodeándole al punto los chiquillos que en gran número de las cercanías habían acudido, tomáronle por su cuenta. Unos le empujaban hacia adelante; otros hacia atrás; hacíanle trizas el vestido, y los más tomando la ofensiva desde lejos, le arrojaban en grandes masas el lodo de la calle. En tanto, a los que penetramos en el piso bajo, que era el almacén, nos salió al encuentro una mujer, en quien al punto reconocí a la hermosa Mariquilla, toda demudada, temblorosa, vacilando a cada paso, sin poderse sostener, ni hablar, porque el terror la paralizaba. Su miedo era inmenso y a todos nos dio lástima cuando la vimos, incluso a Montoria.
—¿Vd. es la hija del Sr. Candiola? —dijo este sacando del bolsillo un puñado de monedas, y haciendo una breve cuenta en la pared con un pedazo de carbón que tomó del suelo—. Sesenta y ocho costales de harina, a cuarenta y ocho reales son tres mil doscientos sesenta y cuatro. No valen ni la mitad, y me dan mucho olor a húmedo. Tome Vd., niña; aquí está la cantidad justa.
María Candiola no hizo movimiento alguno para tomar el dinero, y Montoria lo depositó sobre un cajón, repitiendo: —Ahí está.
Entonces la muchacha con brusco y enérgico movimiento que parecía, y lo era ciertamente, inspiración de su dignidad ofendida, tomó las monedas de oro, de plata y de cobre, y las arrojó a la cara de Montoria, como quien apedrea. Desparramose el dinero por el suelo y en el quicio de la puerta, sin que se haya podido averiguar en lo sucesivo dónde fue a parar.
Inmediatamente después, la Candiola, sin decirnos nada, salió a la calle, buscando con los ojos a su padre entre el apiñado gentío, y al fin, ayudada de algunos mozos que no sabían ver con indiferencia la desgracia de una mujer, rescató al anciano del cautiverio infame en que los muchachos lo tenían.
Entraron padre e hija por el portalón de la huerta, cuando empezábamos a sacar la harina.
Concluida la conducción, busqué a Agustín; pero no le encontraba en ninguna parte, ni en casa de su padre, ni en el almacén de la junta de abastos, ni en el Coso, ni en Santa Engracia. Al fin hallele a la caída de la tarde en el molino de pólvora, hacia San Juan de los Panetes. He olvidado decir que los zaragozanos, atentos a todo, habían improvisado un taller donde se elaboraban diariamente de nueve a diez quintales de pólvora. Ayudando a los operarios que ponían en sacos y en barriles la cantidad fabricada en el día, vi a Agustín de Montoria trabajando con actividad febril.
—¿Ves este enorme montón de pólvora? —me dijo cuando me acerqué a él—. ¿Ves aquellos sacos y aquellos barriles todos llenos de la misma materia? Pues aún me parece poco, Gabriel.
—No sé lo que quieres decir.
—Digo que si esta inmensa cantidad de pólvora fuera del tamaño de Zaragoza me gustaría aún más. Sí, y en tal caso quisiera yo ser el único habitante de esta gran ciudad. ¡Qué placer! Mira, Gabriel; si así fuera, yo mismo le pegaría fuego, volaría hasta las nubes escupido por la horrorosa erupción, como la piedrecilla que lanza el cráter del volcán a cien leguas de distancia. Subiría al quinto cielo; y de mis miembros despedazados al caer después esparcidos en diferentes puntos no quedaría memoria. La muerte, Gabriel, la muerte es lo que deseo. Pero yo quiero una muerte… no sé cómo explicártelo. Mi desesperación es tan grande, que morir de un balazo, morir de una estocada no me satisface. Quiero estallar y difundirme por los espacios en mil inflamadas partículas; quiero sentirme en el seno de una nube flamígera y que mi espíritu saboree, aunque sólo sea por un instante de inconmensurable pequeñez, las delicias de ver reducida a polvo de fuego la carne miserable. Gabriel, estoy desesperado. ¿Ves toda esta pólvora? Pues supón dentro de mi pecho todas las llamas que pueden salir de aquí… ¿La viste cuando salió a recoger a su padre? ¿Viste cuando arrojó las monedas…? Yo estaba en la esquina observándolo todo. María no sabe que aquel hombre que maltrató a su padre es el mío. Viste cómo los chicos arrojaban lodo al pobre Candiola? Yo reconozco que Candiola es un miserable; pero ella, ¿qué culpa tiene? Ella y yo, ¿qué culpa tenemos? Nada, Gabriel, mi corazón destrozado anhela mil muertes; yo no puedo vivir; yo correré al sitio de mayor peligro y me arrojaré a buscar el fuego de los franceses, porque después de lo que he visto hoy, yo y la tierra en que habito somos incompatibles.
Le saqué de allí llevándole a la muralla, y tomamos parte en las obras de fortificación que se estaban haciendo en las Tenerías, el punto más débil de la ciudad después de la pérdida de San José y de Santa Engracia. Ya he dicho que desde la embocadura de la Huerva hasta San José había 50 bocas de fuego. Contra esta formidable línea de ataque ¿qué valía nuestro circuito fortificado?
El arrabal de las Tenerías se extiende al Oriente de la ciudad, entre la Huerva y el recinto antiguo perfectamente deslindado aún por la gran vía que se llama el Coso. Componíase a principios del siglo el caserío de edificios endebles, casi todos habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad de otros monumentos de Zaragoza. La planta general de este barrio es aproximadamente un segmento de círculo, cuyo arco da al campo y cuya cuerda le une al resto de la ciudad, desde Puerta Quemada a la subida del Sepulcro. Corrían desde esta línea hacia la circunferencia varias calles, unas interrumpidas como las de Añón, Alcover y las Arcadas, y otras prolongadas como las de Palomar y San Agustín. Con estas se enlazaban sin plan ni concierto ni simetría alguna, estrechas vías como la calle de la Diezma, Barrio Verde, de los Clavos y de Pabostre. Algunas de estas se hallaban determinadas no por hileras de casas, sino por largas tapias, y a veces faltando una cosa y otra, las calles se resolvían en informes plazuelas, mejor dicho, corrales o patios donde no había nada. Digo mal, porque en los días a que me refiero, los escombros ocasionados por el primer sitio sirvieron para alzar baterías y barricadas en los puntos donde las casas no ofrecían defensa natural.
Cerca del pretil del Ebro, existían algunos trozos de muralla antigua, con varios cubos de mampostería, que algunos suponen hechos por manos de gente romana, y otros juzgan obra de los árabes. En mi tiempo (no sé cómo estará actualmente) estos trozos de muralla aparecían empotrados en las manzanas de casas, mejor dicho, las casas estaban empotradas en ellos, buscando apoyo en los recodos y ángulos de aquella obra secular, ennegrecida, mas no quebrantada, por el paso de tantos siglos. Así, lo nuevo se había edificado sobre y entre los restos de lo antiguo en confuso amasijo, como la gente española se desarrolló y crió sobre despojos de otras gentes con mezcladas sangres, hasta constituirse como hoy lo está.
El aspecto general del barrio de las Tenerías traía a la imaginación, acompañados de cierta idealidad risueña, los recuerdos de la dominación arábiga. La abundancia del ladrillo, los largos aleros, el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas con celosías, la completa anarquía arquitectural, aquello de no saberse dónde acababa una casa y empezaba otra; la imposibilidad de distinguir si esta tenía dos pisos o tres, si el tejado de aquella servía de apoyo a las paredes de las de más allá; las calles que a lo mejor acababan en un corral sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo me recordaba lo que en otro pueblo de España, de allí muy distante, había visto.
Pues bien: esta amalgama de casas que os he descrito muy a la ligera, este arrabal fabricado por varias generaciones de labriegos y curtidores, según el capricho de cada uno y sin orden ni armonía, estaba preparado para la defensa, o se preparaba en los días 24 y 25 de Enero, una vez que se advirtió la gran pompa de fuerzas ofensivas que desplegó el francés por aquella parte. Y he de advertir que todas las familias habitadoras de las casas del arrabal, procedían a ejecutar obras, según su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron muestras de un profundo saber de guerra al tabicar ciertos huecos y abrir otros al fuego y a la luz. Los muros de Levante estaban en toda su extensión aspillerados. Los cubos de la muralla
cesaraugustana
, hechos contra las flechas y las piedras de honda, sostenían cañones.
Si la zona de acción de alguna de estas piezas era estrechada por cualquier tejado colindante, azotea o casa entera, al punto se quitaba el obstáculo. Muchos pasos habían sido obstruidos, y dos de los edificios religiosos del arrabal, San Agustín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. La tapia había sido reedificada y reforzada; las baterías se enlazaban unas con otras, y nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas para acomodar a ellas las defensivas. Dos puntos avanzados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una casa, que por pertenecer a un D. Victoriano González, ha quedado en la historia con el nombre de
Casa de González
. Recorriendo dicha línea desde Puerta Quemada, se encontraba, primero, la batería de Palafox, luego, el Molino de la ciudad; luego las eras de San Agustín, en seguida el molino de Goicoechea, colocado fuera del recinto, después la tapia de la huerta de las Mónicas, y a continuación, las de San Agustín; más adelante una gran batería y la casa de González. Esto es todo lo que recuerdo de las Tenerías. Había por allí un sitio que llamaban el Sepulcro, por la proximidad de una iglesia de este nombre. Al arrabal entero, mejor que a una parte de él, cuadraba entonces el nombre de
sepulcro
. Y no os digo más por no cansaros con estas menudencias descriptivas, que en rigor son innecesarias para quien conoce aquellos gloriosísimos lugares, e insuficientes para el que no ha podido visitarlos.