Mientras esto decían, observé el rostro de la Candiola, que en la oscuridad parecía modelado en pálida cera y tenía el tono pastoso y mate del marfil. De sus negros ojos, siempre que los alzaba al cielo, partía un ligero rayo. Sus negras pupilas, sirviendo de espejo a la claridad del cielo, producían, en el fondo donde nos encontrábamos, dos rápidos puntos de luz, que aparecían y se borraban, según la movilidad de su mirada. Y era curioso observar en aquella criatura, toda ella pasión, la borrascosa crisis que removía y exaltaba su sensibilidad hasta ponerla en punto de bravura. Aquel abandono voluptuoso, aquel arrullo (pues no hallo nombre más propio para pintarla), aquel tibio agasajo que había en la atmósfera junto a ella, no se avenía bien aparentemente con los alardes de heroísmo en defensa del ultrajado padre; pero una observación atenta podía descubrir que ambas corrientes afluían de un mismo manantial.
—Yo admiro tu exaltado cariño filial —prosiguió Agustín—. Ahora, oye otra cosa. No disculpo a los que maltrataron a tu padre; pero no debes olvidar que tu padre es el único que no ha dado nada para la guerra. D. Jerónimo es una persona excelente; pero no tiene en su alma ni una chispa de patriotismo. Le son indiferentes las desgracias de la ciudad y hasta parece alegrarse cuando no salimos victoriosos.
La Candiola exhaló algunos suspiros, elevando los ojos al cielo.
—Es verdad —dijo después—. Todos los días y a todas horas le estoy suplicando que dé algo para la guerra. Nada puedo conseguir, aunque le pondero la necesidad de los pobres soldados y el mal papel que estamos haciendo en Zaragoza. Él se enfada cuando me oye, y dice que el que ha traído la guerra que la pague. En el otro sitio, me alegraba en extremo cuando tenía noticia de una victoria, y el 4 de Agosto salí yo misma sola a la calle, no pudiendo resistir la curiosidad. Una noche estaba en casa de las de Urries, y como celebraran la acción de aquella tarde, que había sido muy brillante, empecé a alabar yo también lo ocurrido, mostrándome muy entusiasmada. Entonces una vieja que estaba presente me dijo en alta voz y con muy mal tono: «Niña loca, en vez de hacer esos aspavientos, ¿por qué no llevas al hospital de sangre siquiera una sábana vieja? En casa del Sr. Candiola, que tiene los sótanos llenos de dinero, ¿no hay un mal pingajo que dar a los heridos? Tu papaíto es el único, el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado nada para la guerra». Rieron todos al oír esto, y yo me quedé corrida, muerta de vergüenza, sin atreverme a hablar. En un rincón de la sala estuve hasta el fin de la tertulia, sin que nadie me dirigiera la palabra. Mis pocas amigas, que tanto me querían, no se acercaban a mí; entre el tumulto de la reunión, oí a menudo el nombre de mi padre con comentarios y apodos muy denigrantes. ¡Oh! Se me partía con esto el corazón. Cuando me retiré para venir a casa, apenas me saludaron fríamente, y los amos de la casa me despidieron con desabrimiento. Vine aquí, era ya de noche, me acosté, y no pude dormir ni cesé de llorar hasta por la mañana. La vergüenza me requemaba la sangre.
—Mariquilla —exclamó Agustín con amor—, la bondad de tus sentimientos es tan grande, que por ella olvidará Dios las crueldades de tu padre.
—Después —prosiguió la Candiola—, a los pocos días, el 4 de Agosto, vinieron los dos heridos que nombró hoy en la reyerta el enemigo de mi padre. Cuando nos dijeron que la junta destinaba a casa dos heridos para que los asistiéramos, Guedita y yo nos alegramos mucho, y locas de contento empezamos a preparar vendas, hilas y camas. Les esperábamos con tanta ansiedad que a cada instante nos poníamos a la ventana por ver si venían. Por fin vinieron; mi padre, que había llegado momentos antes de la calle con muy negro humor, quejándose de que habían muerto muchos de sus deudores, y que no tenía esperanza de cobrar, recibió muy mal a los heridos. Yo le abracé llorando y le pedí que les diera alojamiento; pero no me hizo caso, y ciego de cólera, les arrojó en medio del arroyo, atrancó la puerta y subió diciendo: «Que los asista quien los ha parido». Era ya de noche. Guedita y yo estábamos muertas de desolación. No sabíamos qué hacer, y desde aquí sentíamos los lamentos de aquellos dos infelices, que se arrastraban en la calle pidiendo socorro. Mi padre, encerrándose en su cuarto para hacer cuentas, no se cuidaba ya ni de ellos ni de nosotras. Pasito a pasito, para que no nos sintiera, fuimos a la habitación que da a la calle, y por la ventana les echamos trapos para que se vendaran; pero no los podían coger. Les llamamos, nos vieron, y alargaban sus manos hacia nosotras. Atamos un cestillo a la punta de una caña y les dimos algo de comida; pero uno de ellos estaba exánime y al otro sus dolores no le permitían comer nada. Les animábamos con palabras tiernas, y pedíamos a Dios por ellos. Por último, resolvimos bajar por aquí y salir afuera para asistirles, aunque sólo un momento; pero mi padre nos sorprendió y se puso furioso. ¡Qué noche, Santa Virgen! Uno de ellos murió en medio de la calle, y el otro se fue arrastrando a buscar misericordia no sé dónde.
Agustín y yo callamos, meditando en las monstruosas contradicciones de aquella casa.
—Mariquilla —exclamó al fin mi amigo—, ¡qué orgulloso estoy de quererte! La ciudad no conoce tu corazón de oro, y es preciso que lo conozca. Yo quiero decir a todo el mundo que te amo, y probar a mis padres, cuando lo sepan, que he hecho una elección acertada.
—Yo soy como cualquiera —dijo con humildad la Candiola—, y tus padres no verán en mí sino la hija del que llaman
el judío mallorquín
. ¡Oh, me mata la vergüenza! Quiero salir de Zaragoza y no volver más a este pueblo. Mi padre es de Palma, es cierto; pero no desciende de judíos, sino de cristianos viejos, y mi madre era aragonesa y de la familia de Rincón. ¿Por qué somos despreciados? ¿Qué hemos hecho?
Diciendo esto, los labios de Mariquilla se contrajeron con una sonrisa entre incrédula y desdeñosa. Agustín, atormentado sin duda por dolorosos pensamientos, permaneció mudo, con la frente apoyada sobre las manos de su novia. Terribles fantasmas se alzaban con amenazador ademán entre uno y otro. Con los ojos del alma, él y ella les estaban mirando llenos de espanto.
Después de un largo rato, Agustín alzó el rostro.
—María, ¿por qué callas? Di algo.
—¿Por qué callas tú, Agustín?
—¿En qué piensas?
—¿En qué piensas tú?
—Pienso —dijo el mancebo— en que Dios nos protegerá. Cuando concluya el sitio, nos casaremos. Si tú te vas de Zaragoza, yo iré contigo a donde tú te vayas. ¿Tu padre te ha hablado alguna vez de casarte con alguien?
—Nunca.
—No impedirá que te cases conmigo. Yo sé que los míos se opondrán; pero mi voluntad es irrevocable. No comprendo la vida sin ti, y perdiéndote no existiría. Eres la suprema necesidad de mi alma, que sin ti sería como el universo sin luz. Ninguna fuerza humana nos apartará mientras tú me ames. Esta convicción está tan arraigada dentro de mí, que si alguna vez pienso que nos hemos de separar en vida para siempre, se me representa esto como un trastorno en la naturaleza. ¡Yo sin ti! Esto me parece la mayor de las aberraciones. ¡Yo sin ti! ¡Qué delirio y qué absurdo! Es como el mar en la cumbre de las montañas y la nieve en las profundidades del océano vacío, como los ríos corriendo por el cielo y los astros hechos polvo de fuego en las llanuras de la tierra; como si los árboles hablaran y el hombre viviera entre los metales y las piedras preciosas en las entrañas de la tierra. Yo me acobardo a veces, y tiemblo pensando en las contrariedades que nos abruman; pero la confianza que ilumina mi espíritu, como la fe de las cosas santas, me reanima. Si por momentos temo la muerte, después una voz secreta me dice que no moriré mientras tú vivas. ¿Ves todo este estrago del sitio que soportamos? ¿Ves cómo llueven bombas, granadas y balas, y cómo caen para no levantarse más infinitos compañeros míos? Pues pasada la primera impresión de miedo, nada de esto me hace estremecer, y creo que la Virgen del Pilar aparta de mí la muerte. Tu sensibilidad te tiene en comunicación constante con los ángeles del cielo; tú eres un ángel del cielo, y el amarte, el ser amado por ti, me da un poder divino contra el cual nada pueden las fuerzas del hombre.
Así habló largo rato Agustín, desbordándose de su llena fantasía los pensamientos de la amorosa superstición que le dominaba.
—Pues yo —dijo Mariquilla— también tengo cierta confianza en lo mismo que has dicho. Temo mucho que te maten; pero no se qué voces me suenan en el fondo de mi alma, diciéndome que no te matarán. ¿Será porque he rezado mucho, pidiendo a Dios conserve tu vida en medio de este horroroso fuego? No lo sé. Por las noches, como me acuesto pensando en las bombas que han caído, en las que caen, y en las que caerán, sueño con las batallas, y no ceso de oír el zumbido de los cañones. Deliro mucho, y Guedita que duerme junto a mí, dice que hablo en sueños, diciendo mil desatinos. Seguramente diré alguna cosa, porque no ceso de soñar, y te veo en la muralla y hablo contigo y me respondes. Las balas no te tocan, y me parece que es por los Padre Nuestros que rezo despierta y dormida. Hace pocas noches soñé que iba a curar a los heridos con otras muchachas, y que les poníamos buenos en el acto, casi resucitándoles con nuestras hilas. También soñé que de vuelta a casa, te encontré aquí, estabas con tu padre, que era un viejecito muy amable y risueño, y hablaba con el mío, sentados ambos en el sofá de la sala, y los dos parecían muy amigos. Después soñé que tu padre me miraba sonriendo, y empezó a hacerme preguntas. Otras veces sueño cosas tristes. Cuando despierto, pongo atención, y si no siento el ruido del bombardeo, digo: «puede que los franceses hayan levantado el sitio». Si oigo cañonazos, miro a la imagen de la Virgen del Pilar que está en mi cuarto, le pregunto con el pensamiento, y me contesta que no has muerto, sin que yo pueda decir qué signo emplea para responderme. Paso el día pensando en las murallas, y me pongo en la ventana para oír lo que dicen los mozos al pasar por la calle. Algunas veces siento tentaciones de preguntarles si te han visto… Llega la noche, te veo, y me quedo tan contenta. Al día siguiente Guedita y yo nos ocupamos en preparar alguna cosa de comer a escondidas de mi padre; si vale la pena, te la guardamos a ti; y si no, se la lleva para los heridos y enfermos ese frailito que llaman el padre Busto, el cual viene por las tardes con pretexto de visitar a doña Guedita de quien es pariente. Nosotras
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le preguntamos cómo va la cosa, y él nos dice: «Perfectamente. Las tropas están haciendo grandes proezas, y los franceses tendrán que retirarse como la otra vez». Estas noticias de que todo va bien nos vuelven locas de gozo. El ruido de las bombas nos entristece después; pero rezando recobramos la tranquilidad. A solas en nuestro cuarto, de noche, hacemos hilas y vendas, que se lleva también a escondidas el padre Busto, como si fueran objetos robados, y al sentir los pasos de mi padre, lo guardamos todo con precipitación y apagamos la luz, porque si descubre lo que estamos haciendo, se pone furioso.
Contando sus sustos y sus alegrías con divina sencillez, Mariquilla estaba risueña y algo festiva. El encanto especial de su voz no es descriptible, y sus palabras semejantes a una vibración de notas cristalinas dejaban eco armonioso en el alma. Cuando concluyó, el primer resplandor de la aurora empezaba a alumbrar su semblante.
—Despunta el día Mariquilla —dijo Agustín—, y tenemos que marcharnos. Hoy vamos a defender las Tenerías; hoy habrá un fuego horroroso y morirán muchos; pero la Virgen del Pilar nos amparará y podremos gozar de la victoria. María, Mariquilla, no me tocarán las balas.
—No te vayas todavía —repuso la hija de Candiola—. Comienza el día; pero aún no hacéis falta en la muralla.
Sonó la campana de la torre.
—Mira qué pájaros cruzan el espacio anunciando la aurora —dijo Agustín con amarga ironía.
Una, dos, tres bombas atravesaron el cielo, débilmente aclarado todavía.
—¡Qué miedo! —exclamó María, dejándose abrazar por Montoria—. ¿Nos preservará Dios hoy como nos ha preservado ayer?
—¡A la muralla! —exclamé yo, levantándome a toda prisa—. ¿No oyes que tocan a llamada las campanas y las cajas? ¡A la muralla!
Mariquilla, poseída de un pánico imposible de pintar, lloraba, queriendo detener a Montoria. Yo, resuelto a partir, pugnaba por llevármele.
Estruendo de tambores y campanas sonaba en la ciudad convocando a las armas, y si en el instante mismo no acudíamos a las filas, corríamos riesgo de ser arcabuceados o tenidos por cobardes.
—Me voy, me voy, María —dijo mi amigo con profunda emoción—. ¿Temes al fuego? No; esta casa es sagrada, porque tú la habitas; será respetada por el fuego enemigo, y la crueldad de tu padre no la castigará Dios en tu santa cabeza. Adiós.
Apareció bruscamente doña Guedita, diciendo que su amo se estaba levantando a toda prisa. Entonces la misma María nos empujó hacia lo bajo de la huerta, ordenándonos que saliéramos al instante. Agustín estaba traspasado de pena, y en la puerta hizo movimientos de perplejidad y dio algunos pasos para volver al lado de la infeliz Candiolilla, que muerta de miedo, derramando lágrimas y con las manos cruzadas en disposición de orar, nos miraba partir, aún envuelta en la sombra del ciprés que nos había dado abrigo.
En el momento en que abríamos la puerta oyose un grito en la parte superior de la casa, y vimos al tío Candiola, que saliendo a medio vestir, se dirigía hacia nosotros en actitud amenazadora. Quiso Agustín volver atrás; pero le empujé hacia afuera, y salimos.
—¡Al momento a las filas! ¡A las filas! —exclamé—. Nos echarán de menos, Agustín. Deja por ahora a tu futuro suegro que se entienda con tu futura esposa.
Y velozmente corrimos hasta dar en el Coso, donde observamos el sinnúmero de bombas arrojadas sobre la infeliz ciudad. Todos acudían con presteza a distintos sitios, cuál a las Tenerías, cuál al Portillo, cuál a Santa Engracia o a Trinitarios. Al llegar al arco de Cineja, tropezamos con D. José de Montoria, que seguido de sus amigos, corría hacia el Almudí. En el mismo instante un terrible estampido, resonando a nuestra espalda, nos anunció que un proyectil enemigo había caído en paraje cercano. Agustín, al oír esto, volvió hacia atrás, disponiéndose a tornar al punto de donde veníamos.
—¿A dónde vas?, ¡porra! —le dijo su padre deteniéndole—. A las Tenerías, pronto a las Tenerías.
La gente que iba y venía supo al instante el lugar del desastre, y oímos decir: