Zaragoza (15 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Adviértase que la claridad era perjudicial a los franceses, porque a pesar de guarecerse tras el hueco, nos ofrecían blanco seguro. Nos tiroteamos un breve rato, y dos compañeros cayeron muertos o mal heridos sobre el húmedo suelo. A pesar de este desastre, hubo otros que quisieron llevar adelante aquella aventura, asaltando el agujero e internándose en la guarida del enemigo; pero aunque este había cesado de ofendernos, parecía prepararse para atacar mejor. De repente se apagó la hoguera y quedamos en completa oscuridad. Dimos repetidas vueltas buscando la salida, y chocábamos unos con otros. Esta situación, junto con el temor de ser atacados con elementos superiores, o de que arrojaran en medio de aquel sepulcro granadas de mano, nos obligó a retirarnos al patio confusamente y en tropel.

Tuvimos tiempo, sin embargo, para buscar a tientas y recoger a los dos camaradas que habían caído durante la refriega, y luego que salimos, cerramos la puerta, tabicándola por dentro con piedras, escombros, vigas, toneles y cuanto en el patio se nos vino a las manos. Al subir, el que nos mandaba repartió algunos hombres en distintos puntos de la casa, dejando un par de escuchas en el patio para atender a los golpes de la zapa enemiga, y a mí me tocó salir fuera con otros, para traer un poco de comida, que a todos nos hacía muchísima falta.

En la calle nos pareció que de una mansión de tranquilidad pasábamos al mismo infierno, porque en medio de la noche continuaba el fuego entre las casas y la muralla. La claridad de la luna permitía correr sin tropiezo de un punto a otro, y las calles eran a cada instante atravesadas por escuadrones de tropa y paisanos que iban a donde, según la voz pública, había verdadero peligro. Muchos, sin entrar en fila y guiados de su propio instinto, acudían aquí y allí, haciendo fuego desde el punto que mejor les venía a cuento. Las campanas de todas las iglesias tocaban a la vez con lúgubre algazara, y a cada paso se encontraban grupos de mujeres transportando heridos.

Por todas partes, especialmente en el extremo de las calles que remataban en la muralla de Tenerías, se veían hacinados los cuerpos, y el herido se confundía con el cadáver, no pudiendo determinarse de qué boca salían aquellas voces lastimosas que imploraban socorro. Yo no había visto jamás desolación tan espantosa; y más que el espectáculo de los desastres causados por el hierro, me impresionó ver en los dinteles de las casas o arrastrándose por el arroyo en busca de lugar seguro, a muchos atacados de la epidemia y que se morían por momentos sin tener en las carnes la más ligera herida. El horroroso frío les hacía dar diente con diente, e imploraban auxilio con ademanes de desesperación, porque no podían hablar.

A todas estas, el hambre nos había quitado por completo las fuerzas, y apenas nos podíamos tener.

—¿Dónde encontraremos algo de comida? —me dijo Agustín—. ¿Quién se va a ocupar de semejante cosa?

—Esto tiene que acabarse pronto de una manera o de otra —respondí—. O se rinde la ciudad o perecemos todos.

Al fin, hacia las piedras del Coso encontramos una cuadrilla de Administración que estaba repartiendo raciones, y ávidamente tomamos las nuestras, llevando a los compañeros todo lo que podíamos cargar. Ellos lo recibieron con gran algarabía y cierta jovialidad impropia de las circunstancias; pero el soldado español es y ha sido siempre así. Mientras comían aquellos mendrugos tan duros como el guijarro, cundió por el batallón la opinión unánime de que Zaragoza no podía ni debía rendirse
nunca
.

Era la medianoche, cuando empezó a disminuir el fuego. Los franceses no conquistaban un palmo de terreno fuera de las casas que ocuparon por la tarde, aunque tampoco se les pude echar de sus alojamientos. Esta epopeya se dejaba para los días sucesivos; y cuando los hombres influyentes de la ciudad: los Montoria, los Cereso, los Sas, los Salamero y los San Clemente volvían de las Mónicas, teatro aquella noche de grandes prodigios, manifestaban una confianza enfática y un desprecio del enemigo, que enardecía el ánimo de cuantos les oían.

—Esta noche se ha hecho poco —decía Montoria—. La gente ha estado algo floja. Verdad que no había para qué echar el resto, ni debemos salir de nuestro ten con ten, mientras los franceses nos ataquen con tan poco brío… Veo que hay algunas desgracias… poca cosa. Las monjas han batido bastante aceite con vino, y todo es cuestión de aplicar unos cuantos parches… Si hubiera tiempo, bueno sería enterrar los muertos de ese montón; pero ya se hará más adelante. La epidemia crece… es preciso dar muchas friegas… friegas y más friegas; es mi sistema. Por ahora, bien pueden pasarse sin caldo; el caldo es un brebaje repugnante. Yo les daría un trago de aguardiente, y en poco tiempo podrían tomar el fusil. Con que, señores, la fiesta parece acabarse por esta noche; descabezaremos un sueño de media hora, y mañana… mañana se me figura que los franceses nos atacarán formalmente.

Luego encaró con su hijo, que en mi compañía se le acercaba, y continuó así:

—¡Oh Agustinillo! Ya había preguntado por ti. Pues estaba con cuidado, porque en acciones como la de hoy suele suceder que muere alguna gente. ¿Estás herido? No, no tienes nada; a ver… un simple rasguño… ¡Ah!, ¡chico!, se me figura que no te has portado como un Montoria. Y Vd., Sr. de Araceli, ¿ha perdido alguna pierna? Tampoco; parece que los dos acaban de salir de la fábrica: no les falta ni un pelo. Malo, malo. Me parece que tenemos aquí un par de gallinas… Ea, a descansar un rato, nada más que un rato. Si se sienten Vds. atacados de la epidemia, friegas y más friegas… es el mejor sistema… Con que, señores, quedamos en que mañana se defenderán estas casas tabique por tabique. Lo mismo pasa en todo el contorno de la ciudad; pero en cada alcoba habrá una batalla. Vamos a la capitanía general, y veremos si Palafox ha acordado lo que pensamos. No hay otro camino: o entregarles la ciudad, o disputarles cada ladrillo como si fuera un tesoro. Se aburrirán. Hoy han perdido seis u ocho mil hombres. Pero vamos a ver al excelentísimo Sr. D. José… Buenas noches, muchachos, y mañana tratad de sacudir esa cobardía…

—Durmamos un poquito —dije a mi amigo, cuando nos quedamos solos—. Vamos a la casa que estamos guarneciendo, donde me parece que he visto algunos colchones.

—Yo no duermo —me contestó Montoria, siguiendo por el Coso adelante.

—Ya sé dónde vas. No se nos permitirá alejarnos tanto, Agustín.

Mucha gente, hombres y mujeres, en diversas direcciones, discurrían por aquella gran vía. De improviso una mujer corrió velozmente hacia nosotros y abrazó a Agustín sin decirle nada. Profunda emoción ahogaba la voz en su garganta.

—Mariquilla, Mariquilla de mi corazón —exclamó Montoria, abrazándola con júbilo—. ¿Cómo estás aquí? Iba ahora en busca tuya.

Mariquilla no podía hablar, y sin el sostén de los brazos del amante, su cuerpo, desmadejado y flojo, hubiera caído al suelo.

—¿Estás enferma? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Es cierto que las bombas han derribado tu casa?

Cierto debía de ser, pues la desgraciada joven mostraba en su desaliñado aspecto una gran desolación. Su vestido era el que le vimos la noche anterior. Tenía suelto el cabello y en sus brazos magullados observamos algunas quemaduras.

—Sí —dijo al fin con apagada voz—. Nuestra casa no existe; no tenemos nada, lo hemos perdido todo. Esta mañana cuando salistes
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de allá, una bomba hundió el techo. Luego cayeron otras dos…

—¿Y tu padre?

—Mi padre está allá, y no quiere abandonar las ruinas de la casa. Yo he estado todo el día buscándote para que nos dieras algún socorro. Me he metido entre el fuego, he estado en todas las calles del arrabal, he subido a algunas casas. Creí que habías muerto.

Agustín se sentó en el hueco de una puerta, y abrigando a Mariquilla con su capote, la sostuvo en sus brazos como se sostiene a un niño. Repuesta de su desmayo, pudo seguir hablando, y entonces nos dijo que no habían podido salvar ningún objeto y que apenas tuvieron tiempo para huir. La infeliz temblaba de frío, y poniéndole mi capote sobre el que ya tenía, tratamos de llevarla a la casa que guarnecíamos.

—No —dijo—. Quiero volver al lado de mi padre. Está loco de desesperación y dice mil blasfemias injuriando a Dios y a los santos. No he podido arrancarle de aquello que fue nuestra casa. Carecemos de alimento. Los vecinos no han querido darle nada. Si Vds. no quieren llevarme allá, me iré yo sola.

—No Mariquilla, no, no irás allá —dijo Montoria—; te pondremos en una de estas casas, donde al menos por esta noche estarás segura, y, entre tanto Gabriel irá en busca de tu padre, y llevándole algún alimento, de grado o por fuerza le sacará de allí.

Insistió la Candiola en volver a la calle de Antón Trillo, pero como apenas tenía fuerzas para moverse, la llevamos en brazos a una casa de la calle de los Clavos donde estaba Manuela Sancho.

- XIX -

Cesado el fuego de cañón y de fusil, un gran resplandor iluminaba la ciudad. Era el incendio de la Audiencia que, comenzando cerca de la media noche, había tomado terribles proporciones y devoraba por sus cuatro costados aquel hermoso edificio. Sin atender más que a mi objeto, seguí presuroso hasta la calle de Antón Trillo. La casa del tío Candiola había estado ardiendo todo el día, y al fin sofocada la llama entre los escombros de los techos hundidos, de entre las paredes agrietadas salía negra columna de humo. Los huecos, perdida su forma, eran unos agujeros irregulares por donde se veía el cielo, y el ladrillo desmoronado formaba una dentelladura desigual en lo que fue arquitrabe. Parte del lienzo de pared que daba frente a la huerta se había venido al suelo, obstruyendo esta en términos que había desaparecido el antepecho, y la escalerilla de piedra, llegando el cascajo hasta la misma tapia de la calle. En medio de estas ruinas subsistía incólume el ciprés, como el pensamiento que permanece vivo al sucumbir la materia, y alzaba su negra cima como un monumento conmemorativo.

El portalón estaba destrozado por los hachazos de los que en el primer momento acudieron a contener el fuego. Cuando penetré en la huerta vi que hacia la derecha y junto a la reja de una ventana baja había alguna gente. Aquella parte de la casa era la que se conservaba mejor, pues el piso bajo no había sufrido casi nada, y el desplome del techo sobre el principal no había conmovido a este, aunque era de esperar que con el gran peso se rindiera más o menos pronto.

Acerqueme al grupo, creyendo encontrar a Candiola, y en efecto, allí estaba sentado junto a la reja, con las manos en cruz, inclinada la cabeza sobre el pecho y lleno el vestido de jirones y quemaduras. Era rodeado una pequeña turba de mujeres y chiquillos, que cual abejorros zumbaban en su alrededor, prodigándole toda clase de insultos y vejámenes. No me costó gran trabajo ahuyentar tan molesto enjambre, y aunque no se fueron todos y persistían en husmear por allí, creyendo encontrar entre las ruinas el oro del rico Candiola, este se vio al fin libre de los tirones, pedradas, y de las crueles agudezas con que era mortificado.

—Señor militar —me dijo— le agradezco a usted que ponga en fuga a esa vil canalla. Aquí se le quema a uno la casa y nadie le da auxilio. Ya no hay autoridades en Zaragoza. ¡Qué pueblo, señor, qué pueblo! No será porque dejemos de pagar gabelas, diezmos y contribuciones.

—Las autoridades no se ocupan más que de las operaciones militares —le dije—; y son tantas las casas destruidas, que es imposible acudir a todas.

—¡Maldito sea mil veces —exclamó llevándose la mano a la cabeza desnuda— quien nos ha traído estos desastres! Atormentado en el infierno por mil eternidades no pagaría su culpa. Pero ¿qué demonios busca Vd. aquí, señor militar? ¿Quiere Vd. dejarme en paz?

—Vengo en busca del Sr. Candiola —le respondí— para llevarle a donde se le pueda socorrer, curando sus quemaduras, y dándole un poco de alimento.

—¡A mí…! Yo no salgo de mi casa —exclamó con voz lúgubre—. La junta tendrá que reedificármela. ¿Y a dónde me quiere llevar Vd.? Ya… ya… ya estoy en el caso de que me den una limosna. Mis enemigos han conseguido su objeto, que era ponerme en el caso de pedir limosna; pero no la pediré, no. Antes me comeré mi propia carne y beberé mi sangre, que humillarme ante los que me han traído a semejante estado. ¡Ah, miserables! Le quitan a uno su harina para ponerla después en las cuentas como adquirida a noventa o cien reales. Como que están vendidos a los franceses, y prolongan la resistencia para redondear sus negocios; luego les entregan la ciudad y se quedan tan frescos.

—Deje Vd. todas esas consideraciones para otro momento —le dije— y sígame ahora, que no está el tiempo para pensar en eso. Su hija de Vd. ha encontrado donde guarecerse, y a Vd. le daremos asilo en el mismo lugar.

—Yo no me muevo de aquí. ¿En dónde está mi hija? —preguntó con pena—. ¡Ah! Esa loca no sabe permanecer al lado de su padre en desgracia. La vergüenza la hace huir de mí. Maldita sea su liviandad y el momento en que la descubrí. Señor Jesús Nazareno, y tú mi patrono, Santo Dominguito del Val, decidme: ¿qué he hecho yo para merecer tantas desgracias en un mismo día? ¿No soy bueno, no hago todo el bien que puedo, no favorezco a mis semejantes prestándoles dinero con un interés módico, pongo por caso, la miseria de tres o cuatro reales por peso fuerte al mes? Y si soy un hombre bueno a carta cabal, ¿a qué llueven sobre mí tantas desventuras? Y gracias que no pierdo lo poco que a fuerza de trabajos he reunido, porque está en paraje a donde no pueden llegar las bombas; pero ¿y la casa, los muebles, y los recibos y lo que aún queda en el almacén? Maldito sea yo, y cómanme los demonios, si cuando esto se acabe y cobre los piquillos que por ahí tengo, no me marcho de Zaragoza para no volver más.

—Nada de eso viene ahora al caso, Sr. de Candiola. Sígame Vd.

—No —dijo con furia—, no, no es desatino. Mi hija se ha envilecido. No sé cómo no la maté esta mañana. Hasta aquí yo había supuesto a María un modelo de virtudes y de honestidad; me deleitaba su compañía, y de todos los buenos negocios destinaba un real para comprarle regalitos. ¡Mal empleado dinero! Dios mío, tú me castigas por haber despilfarrado un gran capital en cosas superfluas, cuando a interés compuesto hubiérase ya triplicado. Yo tenía confianza en mi hija. Esta mañana levanteme al amanecer; acababa de pedir con fervor a la Virgen del Pilar que me librara del bombardeo, y tranquilamente abrí la ventana para ver cómo estaba el día. Póngase Vd. en mi caso, señor militar, y comprenderá mi asombro y pena al ver dos hombres allí… allí, en aquel corredor, junto al ciprés… me parece que les estoy viendo. Uno de ellos abrazaba a mi hija. Ambos vestían uniforme; no pude verles el rostro porque aún era escasa la claridad del día… Precipitadamente salí de mi cuarto; pero cuando bajé a la huerta ya los dos estaban en la calle. Quedose muda mi hija al ver descubierta su liviandad, y leyendo en mi cara la indignación que tan vil conducta me producía, se arrodilló delante de mí, pidiéndome perdón. «Infame —le dije ciego de cólera—, tú no eres hija mía, tú no eres hija de este hombre honrado que jamás ha hecho mal a nadie. Muchacha loca y sin pudor, no te conozco, tú no eres mi hija; vete de aquí… ¡Dos hombres, dos hombres en mi casa, de noche, contigo! ¿No has reparado en las canas de tu anciano padre? ¿No consideras que esos hombres pueden robarme? ¿No has reparado que la casa está llena de mil objetos de valor, que caben fácilmente en una faltriquera?… ¡Mereces la muerte! Y si no me engaño, aquellos dos hombres se llevaban alguna cosa. ¡Dos hombres! ¡Dos novios! ¡Y recibirlos de noche en mi casa, deshonrando a tu padre y ofendiendo a Dios! ¡Y yo, desde mi cuarto, miraba la luz del tuyo, creyendo con esto que velabas allí haciendo alguna labor!… De modo, miserable chicuela; de modo hembra despreciable, que mientras tú estabas en la huerta, en tu cuarto se estaba gastando inútilmente una vela…». ¡Oh señor militar!, no pude contener mi indignación, y luego que esto le dije, cogila por un brazo y la arrastré para echarla fuera. En mi cólera ignoraba lo que hacía. La infeliz me pedía perdón, añadiendo: «Yo le amo, padre; yo no puedo negar que le amo». Oyéndola, se redobló mi furor, y exclamé así: «¡Maldito sea el pan que te he dado en diez y nueve años! ¡Meter ladrones en mi casa! ¡Maldita sea la hora en que naciste y malditos los lienzos en que te envolvimos en la noche del 3 de febrero del año 91! Antes se hundirá el cielo ante mí, y antes me dejará de su mano la Señora Virgen del Pilar, que volver a ser para ti tu padre, y tú para mí la Mariquilla a quien tanto he querido». Apenas dije esto, señor militar, cuando pareció que todo el firmamento reventaba en pedazos, cayendo sobre mi casa. ¡Qué espantoso estruendo y qué conmoción tan horrible! Una bomba cayó en el techo, y en el espacio de cinco minutos cayeron otras dos. Corrimos adentro; el incendio se propagaba con voracidad y el hundimiento del techo amenazaba sepultarnos allí. Quisimos salvar a toda prisa algunos objetos; pero no nos fue posible. Mi casa, esta casa que compré el año 87, casi de balde, porque fue embargada a un deudor que me debía cinco mil reales con trece mil y un pico de intereses, se desmoronaba; se deshacía como un bollo de mazapán, y por aquí cae una viga, por allí salta un vidrio, por acullá se desploma una pared. El gato mayaba; doña Guedita me arañó el rostro al salir de su cuarto; yo me aventuré a entrar en el mío para recoger un recibito que había dejado sobre la mesa, y estuve a punto de perecer.

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