Zaragoza (16 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Así habló el tío Candiola. Su dolor, además de profunda afección moral, era como un desorden nervioso, y al instante se comprendía que aquel organismo estaba completamente perturbado por el terror, el disgusto y el hambre. Su locuacidad, más que desahogo del alma, era un desbordamiento impetuoso, y aunque aparentaba hablar conmigo, en realidad dirigíase a entes invisibles, los cuales, a juzgar por los gestos de él, también le devolvían alguna palabra. Por esto, sin que yo le dijera nada, siguió hablando en tono de contestación, y respondiendo a preguntas que sus ideales interlocutores le hacían.

—Ya he dicho que no me marcharé de aquí mientras no recoja lo mucho que aún puede salvarse. Pues qué, ¿voy a abandonar mi hacienda? Ya no hay autoridades en Zaragoza. Si las hubiera, se dispondría que vinieran aquí cien o doscientos trabajadores a revolver los escombros para sacar alguna cosa. Pero señor, ¿no hay quien tenga caridad, no hay quien tenga compasión de este infeliz anciano que nunca ha hecho mal a nadie? ¿Ha de estar uno sacrificándose toda la vida por los demás para que al llegar un caso como este no encuentre un brazo amigo que le ayude? No, no vendrá nadie, y si vienen es por ver si entre las ruinas encuentran algún dinero… ¡Ja, ja, ja! —decía esto riendo como un demente—. ¡Buen chasco se llevan! Siempre he sido hombre precavido, y ahora, desde que empezó el sitio, puse mis ahorros en lugar tan seguro, que sólo yo puedo encontrarlo. No, ladrones; no, tramposos; no, egoístas; no encontraréis un real aunque levantéis todos los escombros y hagáis menudos pedazos lo que queda de esta casa, aunque piquéis toda la madera, haciendo con ella palillos de dientes, aunque reduzcáis todo a polvo, pasándolo luego por un tamiz.

—Entonces, Sr. de Candiola —le dije tomándole resueltamente por un brazo para llevarle fuera—, si las peluconas están seguras, ¿a qué viene el estar aquí de centinela? Vamos fuera.

—¿Cómo se entiende, señor entrometido? —exclamó desasiéndose con fuerza—. Vaya Vd. noramala, y déjeme en paz. ¿Cómo quiere Vd. que abandone mi casa, cuando las autoridades de Zaragoza no mandan un piquete de tropa a custodiarla? Pues qué, ¿cree usted que mi casa no está llena de objetos de valor? ¿Ni cómo quiere que me marche de aquí sin sacarlos? ¿No ve Vd. que el piso bajo está seguro? Pues quitando esta reja se entrará fácilmente, y todo puede sacarse. Si me aparto de aquí un solo momento, vendrán los rateros, los granujas de la vecindad y ¡ay de mi hacienda, ay del fruto de mi trabajo, ay de los utensilios que representan cuarenta años de laboriosidad incesante! Mire Vd., señor militar, en la mesa de mi cuarto hay una palmatoria de cobre que pesa lo menos tres libras. Es preciso salvarla a toda costa. Si la junta mandara aquí, como es su deber, una compañía de ingenieros… Pues también hay una vajilla que está en el armario del comedor, y que debe permanecer intacta. Entrando con cuidado y apuntalando el techo se la puede salvar. ¡Oh!, sí; es preciso salvar esa desgraciada vajilla. No es esto sólo, señor militar, señores. En una caja de lata tengo los recibos: espero salvarlos. También hay un cofre donde guardo dos casacas antiguas, algunas medias y tres sombreros. Todo esto está aquí abajo y no ha padecido deterioro. Lo que se pierde irremisiblemente es el ajuar de mi hija. Sus trajes, sus alfileres, sus pañuelos, sus frascos de agua de olor podrían valer un dineral, si se vendieran ahora. ¡Cómo se habrá destrozado todo! ¡Jesús, qué dolor! Verdad es que Dios quiso castigar el pecado de mi hija, y las bombas se fueron a los frascos de agua de olor. Pero en mi cuarto quedó sobre la cama mi chupa, en cuyo bolsillo hay siete reales y diez cuartos. ¡Y no tener yo aquí veinte hombres con piquetas y azadas…! ¡Dios justo y misericordioso! ¡En qué están pensando las autoridades de Zaragoza!… El candil de dos mecheros estará intacto. ¡Oh Dios! Es la mejor pieza que ha llevado aceite en el mundo. Le encontraremos por ahí, levantando con cuidado los escombros del cuarto de la esquina. Tráiganme una cuadrilla de trabajadores, y verán qué pronto despacho… ¿Cómo quiere que me aparte de aquí? ¡Si me aparto, si me duermo un solo instante, vendrán los ladrones… sí… ¡vendrán y se llevarán la palmatoria!

La tenacidad del avaro era tal, que resolví marcharme sin él, dejándole entregado a su delirante inquietud. Llegó doña Guedita a toda prisa, trayendo una piqueta y una azada, juntamente con un canastillo en que vi algunas provisiones.

—Señor —dijo sentándose fatigada y sin aliento—, aquí está la piqueta y el azadón que me ha dado mi sobrino. Ya no hace falta, porque no se trabajará más en fortificaciones… Aquí están estas pasas medio podridas y algunos mendrugos de pan.

La dueña comía con avidez. No así Candiola, que despreciando la comida, cogió la piqueta y resueltamente, como si en su cuerpo hubiera infundido súbita robustez y energía, empezó a desquiciar la reja. Trabajando con ardiente actividad, decía:

—Si las autoridades de Zaragoza no quieren favorecerme, doña Guedita, entre Vd. y yo lo haremos todo. Coja Vd. la azada y prepárese a levantar el cascajo. Mucho cuidado con las vigas, que todavía humean. Mucho cuidado con los clavos.

Luego volviéndose a mí, que fijaba la atención en las señas de inteligencia, hechas por el ama de llaves, me dijo:

—¡Eh! Vaya Vd. noramala. ¿Qué tiene Vd. que hacer en mi casa? ¡Fuera de aquí! Ya sabemos que viene a ver si puede pescar alguna cosa. Aquí no hay nada. Todo se ha quemado.

No había, pues, esperanza de llevarle a las Tenerías para tranquilizar a la pobre Mariquilla, por cuya razón, no pudiendo detenerme más, me retiré. Amo y criada proseguían con gran ardor su trabajo.

- XX -

Dormí desde las tres al amanecer, y por la mañana oímos misa en el Coso. En el gran balcón de la casa llamada de las Monas, hacia la entrada de la calle de las Escuelas Pías ponían todos los domingos un altar y allí se celebraba el oficio divino pudiéndose ver el sacerdote, por la situación de aquel edificio, desde cualquier punto del Coso. Semejante espectáculo era muy conmovedor, sobre todo en el momento de alzar, y cuando puestos todos de rodillas, se oía un sordo murmullo de extremo a extremo.

Poco después de terminada la misa, advertí que venía como del mercado un gran grupo de gente alborotada y gritona. Entre la multitud algunos frailes pugnaban por apaciguarla; pero ella, sorda a las voces de la razón, más rugía a cada paso, y en su marcha arrastraba una víctima sin que fuerza alguna pudiera arrancársela de las manos. Detúvose el pueblo irritado junto a la subida del Trenque donde estaba la horca, y al poco rato uno de los dogales de esta suspendió el cuerpo convulso de un hombre, que se sacudió en el aire hasta quedar exánime. Sobre el madero apareció bien pronto un cartel que decía:
Por asesino del género humano, a causa de haber ocultado veinte mil camas
.

Era aquel infeliz un D. Fernando Estallo, guarda almacén de la Casa-utensilios. Cuando los enfermos y los heridos expiraban en el arroyo y sobre las frías baldosas de las iglesias, encontrose un gran depósito de camas, cuya ocultación no pudo justificar el citado Estallo. Desencadenose impetuosamente sobre él la ira popular y no fue posible contenerla. Oí decir que aquel hombre era inocente. Muchos lamentaron su muerte; pero al comenzar el fuego en las trincheras, nadie se acordó más de él.

Palafox publicó aquel día una proclama, en que trataba de exaltar los ánimos, y ofrecía el grado de capitán al que se presentara con cien hombres, amenazando con
pena de horca y confiscación de bienes al que no acudiese prontamente a los puntos o los desamparase
. Todo esto era señal del gran apuro de las autoridades.

Aquel día fue memorable por el ataque a Santa Mónica, que defendían los voluntarios de Huesca. Durante el anterior y gran parte de la noche, los franceses habían estado bombardeando el edificio. Las baterías de la huerta estaban inservibles, y fue preciso retirar los cañones, operación que nuestros valientes llevaron a cabo, sufriendo a descubierto el fuego enemigo. Este abrió al fin brecha, y penetrando en la huerta, quiso apoderarse también del edificio, olvidando que había sido rechazado dos veces en los días anteriores. Pero Lannes contrariado por la extraordinaria y nunca vista tenacidad de los nuestros, había mandado reducir a polvo el convento, lo cual, teniendo morteros y obuses, era más fácil que conquistarlo. Efectivamente, después de seis horas de fuego de artillería, una gran parte del muro de Levante cayó al suelo, y allí era de ver el regocijo de los franceses, que sin pérdida de tiempo se abalanzaron a asaltar la posición, auxiliados por los fuegos oblicuos del molino de la ciudad. Viéndoles venir, Villacampa, jefe de los de Huesca, y Palafox, que había acudido al punto del peligro, trataron de cerrar la brecha con sacos de lana y unos cajones vacíos que habían venido con fusiles. Llegando los franceses, asaltaron con furia loca, y después de un breve choque cuerpo a cuerpo, fueron rechazados. Durante la noche, siguieron cañoneando el convento.

Al siguiente día resolvieron dar otro asalto, seguros de que no habría mortal que defendiese aquel esqueleto de piedra y ladrillo que por momentos se venía al suelo. Embistiéronlo por la puerta del locutorio; pero durante la mañana no pudieron conquistar ni un palmo de terreno en el claustro.

Desplomose al caer de la tarde el techo por la parte oriental del convento. El piso tercero, que estaba muy quebrantado no pudo resistir el peso y cayó sobre el segundo. Este, que era aún más endeble, dejose ir sobre el principal, y el principal, incapaz por sí solo de resistir encima todo el edificio, hundiose sobre el claustro, sepultando centenares de hombres. Parecía natural que los demás se acobardaran con esta catástrofe; pero no fue así. Los franceses dominaron una parte del claustro; pero nada más, y para apoderarse de la otra necesitaban franquearse camino por entre los escombros. Mientras lo hicieron, los de Huesca, que aún existían, fijaban su alojamiento en la escalera, y agujereaban el piso del claustro alto, para arrojar granadas de mano contra los sitiadores.

Entretanto nuevas tropas francesas logran penetrar por la iglesia, pasan al techo del convento, extiéndense por el interior del maderamen abohardillado, bajan al claustro alto, y atacan a los voluntarios indomables. Con la algazara de este encuentro, anímanse los de abajo, redoblan sus esfuerzos, y sacrificando multitud de hombres, consiguen llegar a la escalera. Los voluntarios se encuentran entre dos fuegos, y si bien aún pueden retirarse por uno de los dos agujeros practicados en el claustro alto, casi todos juran morir antes que rendirse. Corren buscando un lugar estratégico que les permita defenderse con alguna ventaja, y son cazados a lo largo de las crujías. Cuando sonó el último tiro fue señal de que había caído el último hombre. Algunos pudieron salir por un portillo que habían abierto en los más escondidos aposentos del edificio junto a la ciudad; por allí salió también D. Pedro Villacampa, comandante del batallón de voluntarios de Huesca, y al hallarse en la calle, miraba maquinalmente en torno suyo, buscando a sus muchachos.

Durante esta jornada, nosotros nos hallábamos en las casas inmediatas de la calle de Palomar, haciendo fuego sobre los franceses que se destacaban para asaltar el convento. Antes de concluida la acción, comprendimos que en las Mónicas ya no había defensa posible, y el mismo D. José de Montoria que estaba con nosotros lo confesó.

—Los voluntarios de Huesca no se han portado mal —dijo—. Se conoce que son buenos chicos. Ahora les emplearemos en defender estas casas de la derecha… pero se me figura que no ha quedado ninguno. Allí sale solo Villacampa. ¿Pues y Mendieta, y Paúl, y Benedicto, y Oliva? Vamos: veo que todos han quedado en el sitio.

De este modo, el convento de las Mónicas pasó a poder de Francia.

- XXI -

Al llegar a este punto de mi narración ruego al lector que me dispense, si no puedo consignar concretamente las fechas de lo que refiero. En aquel período de horrores comprendido desde el 27 de Enero hasta la mitad del siguiente mes los sucesos se confunden, se amalgaman y se eslabonan en mi mente de tal modo, que no puedo distinguir días ni noches, y a veces ignoro si algunos lances de los que recuerdo ocurrieron a la luz del sol. Me parece que todo aquello pasó en un largo día, o en una noche sin fin, y que el tiempo no marchaba entonces con sus divisiones ordinarias. Los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones se reúnen en mi memoria formando un cuadro inmenso donde no hay más líneas divisorias que las que ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia inexplicable o el pánico de otro momento.

Por esta razón no puedo precisar el día en que ocurrió lo que voy a narrar ahora; pero fue, si no me engaño, al día siguiente de la jornada de las Mónicas, y según mis conjeturas del 30 de Enero al 2 de Febrero. Ocupábamos una casa de la calle de Pabostre. Los franceses eran dueños de la inmediata, y trataban de avanzar por el interior de la manzana hasta llegar a Puerta Quemada. Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y las que guarnecen el superior.

Sintiendo el sordo golpe de las piquetas por diversos puntos, nos causaba espanto el no saber por qué parte seríamos atacados. Subíamos a las bohardillas, bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques, procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes. Por último, advertimos que se sacudía con violencia el tabique de la misma pieza donde nos encontrábamos, y esperamos a pie firme en la puerta, después de amontonar los muebles formando una barricada. Los franceses abrieron un agujero, y luego, a culatazos, hicieron saltar maderos y cascajo, presentándosenos en actitud de querer echarnos de allí. Éramos veinte. Ellos eran menos, y como no esperaban ser recibidos de tal manera, retrocedieron volviendo al poco rato en número tan considerable, que nos hicieron gran daño, obligándonos a retirarnos, después de dejar tras los muebles cinco compañeros, dos de los cuales estaban muertos. En el angosto pasillo topamos con una escalera por donde subimos precipitadamente sin saber a dónde íbamos; pero luego nos hallamos en un desván, posición admirable para la defensa. Era estrecha la escalera, y el francés que intentaba pasarla, moría sin remedio. Así estuvimos un buen rato, prolongando la resistencia y animándonos unos a otros con vivas y aclamaciones, cuando el tabique que teníamos a la espalda empezó a estremecerse con fuertes golpes, y al punto comprendimos que los franceses, abriendo una entrada por aquel sitio, nos cogerían irremisiblemente entre dos fuegos. Éramos trece, porque en el desván habían caído dos gravemente heridos.

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