Zaragoza (18 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Pues bien, los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la Virgen, de los estrechos tránsitos que he mencionado; y cuando nosotros llegamos, en cada nicho, detrás de cada santo, y en innumerables agujeros abiertos a toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente establecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda regla la cabecera de la iglesia.

Nosotros no estábamos enteramente a descubierto, y para resguardarnos del gran retablo, teníamos los confesonarios, los altares de las capillas y las tribunas. Los más expuestos éramos los que entramos por la nave principal; y mientras los más osados avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, y tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados contra la reja, molestando desde allí con certera puntería a la nación francesa, posesionada del altar mayor.

El tío Garcés, con otros nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del púlpito, otra pesada fábrica churrigueresca, cuyo guarda-polvo, coronado por una estatua de la fe, casi llegaba al techo. Subieron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí con singular acierto dejaban seco a todo francés que abandonando el presbiterio se adelantaba a lo bajo de la iglesia. También sufrían ellos bastante, porque les abrasaban los del altar mayor, deseosos de quitar de enmedio aquel obstáculo. Al fin se destacaron unos veinte hombres, resueltos a tomar a todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la nave. No he visto nada más parecido a una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra a veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.

Los veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las granadas de mano que los de las tribunas les arrojaban; pero, a pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente a la bayoneta sobre la escalera. No se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéronse a arma blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este género de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesionarios, corrieron a atacar a los franceses por la espalda, representando de este modo en miniatura la peripecia de una vasta acción campal; y trabose la contienda cuerpo a cuerpo a bayonetazos, a tiros y a golpes, según como cada cual cogía a su contrario.

De la sacristía salieron mayores fuerzas enemigas, y nuestra retaguardia, que se había mantenido en el coro, salió también. Algunos que se hallaban en las tribunas de la derecha, saltaron fácilmente al cornisamento de un gran retablo lateral, y no satisfechos con hacer fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. En tanto el púlpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno, vi al tío Garcés ponerse en pie, desafiando el fuego, y accionar como un predicador, gritando desaforadamente con voz ronca. Si alguna vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención.

Aquello no podía prolongarse mucho tiempo, y Garcés, atravesado por cien balazos, cayó de improviso lanzando un ronco aullido. Los franceses, que en gran número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los tres escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. La descarga de esta columna decidió la cuestión del púlpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las capillas. Perecieron los primitivos defensores del púlpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos después de muerto, le arrojaron en su furor los vencedores por encima del antepecho. Así concluyó aquel gran patriota que no nombra la historia.

El capitán de nuestra compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Retirándonos desordenadamente a distintos puntos, separados unos de otros, no sabíamos a quién obedecer; bien es verdad que allí la iniciativa de cada uno o de cada grupo de dos o tres era la única organización posible, y nadie pensaba en compañías ni en jerarquías militares. Había la subordinación de todos al pensamiento común, y un instinto maravilloso para conocer la estrategia rudimentaria que las necesidades de la lucha a cada instante nos iba ofreciendo. Este instintivo golpe de vista nos hizo comprender que estábamos perdidos, desde que nos metimos en las capillas de la derecha, y era temeridad persistir en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban.

Algunos opinaron que con los bancos, las imágenes y la madera de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo último; pero dos padres agustinos se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos dijo:

—Hijos míos, no os empeñéis en prolongar la resistencia, que os llevaría a perder vuestras vidas sin ventaja alguna. Los franceses están atacando en este instante el edificio por la calle de las Arcadas. Corred allí a ver si lográis atajar sus pasos; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres.

Estas exhortaciones nos obligaron a salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de Extremadura tiroteándose con los franceses que ya invadían toda la nave.

Los frailes sólo cumplieron a medias su oferta en lo de darnos algún
gaudeamus
, como recompensa por haberles defendido hasta el último extremo su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de tasajo y pan duro; sin que viéramos ni oliéramos el vino en ninguna parte, por más que alargamos la vista y las narices. Para explicar esto dijeron que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían posesionado del principal depósito de provisiones, y lamentándose del suceso procuraron consolarnos con alabanzas de nuestro buen comportamiento.

La falta del vino prometido hízome acordar del gran Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le había visto al principio del lance en una de las tribunas. Pregunté por él; pero nadie me sabía dar razón de su paradero.

Los franceses ocupaban la iglesia y también parte de los altos del convento. A pesar de nuestra desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos a seguir resistiendo, y traíamos a la memoria la heroica conducta de los voluntarios de Huesca, que defendieron las Mónicas hasta quedar sepultados bajo sus escombros. Estábamos delirantes y ebrios: nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no me puedo explicar sino por la fuerte tensión erectiva del espíritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal.

Nos contuvo una orden venida de fuera, y que dictó sin duda, en su buen sentido práctico el general Saint-March.

—El convento no se puede sostener —dijeron—. Antes que sacrificar gente sin provecho alguno para la ciudad, salgan todos a defender los puntos atacados en la calle de Pabostre y Puerta Quemada, por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias veces.

Salimos, pues, de San Agustín. Cuando pasábamos por la calle del mismo nombre, paralela a la de Palomar, vimos que desde la torre de la iglesia, arrojaban granadas de mano sobre los franceses establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? Para decirlo más brevemente y con más elocuencia, abramos la historia y leamos: «En la torre se habían situado y pertrechado siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse».

Allí estaba el insigne Pirli. ¡Oh Pirli! Más feliz que el tío Garcés, tú ocupas un lugar en la historia.

- XXIII -

Incorporados al batallón de Extremadura, se nos llevó por la calle de Palomar hasta la plaza de la Magdalena, desde donde oímos fuerte estrépito de combate hacia el extremo de la calle de Puerta Quemada. Como nos habían dicho, el enemigo procuraba extenderse por la calle de Pabostre para apoderarse de Puerta Quemada, punto importantísimo que le permitía enfilar con su artillería la calle del mismo nombre hasta la plaza de la Magdalena; y como la posesión de San Agustín y las Mónicas, les permitía amenazar aquel punto céntrico por el fácil tránsito de la calle de Palomar, ya se conceptuaban dueños del arrabal. En efecto, si los de San Agustín lograban avanzar hasta las ruinas del Seminario, y los de la calle de Pabostre hasta Puerta Quemada, era imposible disputar a los franceses el barrio de Tenerías.

Después de una breve espera, nos llevaron a la calle de Pabostre, y como la lucha era combinada entre el interior de los edificios y
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la vía pública, entramos por la calle de los Viejos a la primera manzana. Desde las ventanas de la casa en que nos situaron no se veía más que humo, y apenas podíamos hacernos cargo de lo que allí estaba pasando; mas luego advertí que la calle estaba llena de zanjas y cortaduras de trecho en trecho, con parapetos de tierra, muebles y escombros. Desde las ventanas se hacía un fuego horroroso. Recordando una frase del mendigo cojo
Sursum Corda
, puedo decir que nuestra alma era toda balas. En el interior de las casas corría la sangre a torrentes. El empuje de la Francia era terrible; y para que la resistencia no fuese menor, las campanas convocaban sin cesar al pueblo, los generales dictaban órdenes crueles para castigar a los rezagados; los frailes reunían gente de los otros barrios, trayéndola como en traílla, y algunas mujeres heroicas daban el ejemplo, arrojándose en medio del peligro, fusil en mano.

Día horrendo, cuyo rumor pavoroso retumba sin cesar en los oídos del que lo presenció, cuyo recuerdo le persigue, pesadilla indeleble de toda la vida. Quien no vio sus excesos, quien no oyó su vocerío y estruendo, ignora con que aparato externo se presenta a los sentidos humanos el ideal del horror. Y no me digáis que habéis visto el cráter de un volcán en lo más recio de sus erupciones, o una furiosa tempestad en medio del Océano, cuando la embarcación, lanzada al cielo por una cordillera de agua, cae después al abismo vertiginoso; no me digáis que habéis visto eso, pues nada de eso se parece a los volcanes y a las tempestades que hacen estallar los hombres, cuando sus pasiones les llevan a eclipsar los desórdenes de la naturaleza.

Era difícil contenernos, y no pudiendo hacer gran hostilidad desde allí, bajamos a la calle unos tras otros, sin hacer caso de los jefes que querían contenernos. El combate tenía sobre todos una atracción irresistible, y nos llamaba como llama el abismo al que le mira desde el vértice de elevada cima. Jamás me he considerado héroe; pero es lo cierto que en aquellos momentos ni temía la muerte, ni me arredraba el espectáculo de las catástrofes que a mi lado veía. Verdad es que el heroísmo, como cosa del momento e hijo directo de la inspiración, no pertenece exclusivamente a los valerosos, razón por la cual suele encontrarse con frecuencia en las mujeres y en los cobardes.

Por no parecer prolijo no referiré aquí las peripecias de aquel combate de la calle de Pabostre. Se parecen mucho a las que antes he contado, y si en algo se diferenciaron fue por el exceso de la constancia y de la energía, llevadas a un grado tal que allí acababa lo humano y empezaba lo divino. Dentro de las casas pasaban escenas como las que en otro lugar he referido; pero con mayor encarnizamiento, porque el triunfo se creía más definitivo. La ventaja adquirida en una pieza, perdíanla los imperiales en otra; la acción trabada en la bohardilla descendía peldaño por peldaño hasta el sótano, y allí se remataba al arma blanca, con ventaja siempre para los paisanos. Las voces de mando con que unos y otros dirigían los movimientos dentro de aquellos laberintos, retumbaban de pieza en pieza con ecos espantosos.

En la calle usaban ellos artillería y nosotros también. Varias veces trataron de apoderarse con rápidos golpes de mano de nuestras piezas; pero perdían mucha gente sin conseguirlo nunca. Acobardados al ver que el esfuerzo empleado otra vez para ganar una batalla no bastaba entonces para conquistar dos varas de calle, se negaban a batirse, y sus oficiales les sacudían a palos la pereza.

Por nuestra parte no era preciso emplear tales medios, y bastaba la persuasión. Los frailes, sin dejar de prestar auxilio a los moribundos, atendían a todo, y al advertir debilidad en un punto, volaban a llamar la atención de los jefes. En una de las zanjas abiertas en la calle, una mujer, más que ninguna valerosa, Manuela Sancho, después de hacer fuego de fusil, disparó varios tiros en la pieza de a 8. Mantúvose ilesa, durante gran parte del día, animando a todos con sus palabras, y sirviendo de ejemplo a los hombres; pero serían las tres de la tarde cuando cayó en la zanja, herida en una pierna, y durante largo tiempo confundiose con los muertos, porque la hemorragia la puso exánime y con apariencia de cadáver. Más tarde, advirtiendo que respiraba, la retiramos, y fue curada, quedando tan bien, que muchos años después tuve el gusto de verla viva. La Historia no ha olvidado a aquella valiente joven y además, la calle de Pabostre, cuyas mezquinas casas son más elocuentes que las páginas de un libro, lleva el nombre de
Manuela Sancho
.

Poco después de las tres, una horrísona explosión conmovió las casas que los franceses nos habían disputado tan encarnizadamente durante la mañana, y entre el espeso humo y el polvo, más espeso aún que el humo, vimos volar en pedazos mil las paredes y el techo, cayendo todo al suelo con un estruendo de que no puede darse idea. Los franceses empezaban a emplear la mina para conquistar lo que por ningún otro medio podía arrancarse de las manos aragonesas. Abrieron galerías, cargaron los hornillos, y los hombres cruzáronse de brazos, esperando que la pólvora lo hiciera todo.

Cuando reventó la primera casa, nos mantuvimos serenos en las inmediatas y en la calle; pero cuando con estallido más fuerte aún vino a tierra la segunda, iniciose el movimiento de retirada con bastante desorden. Al considerar que eran sepultados entre las ruinas o lanzados al aire tantos infelices compañeros que no se habrían dejado vencer por la fuerza del brazo, nos sentimos débiles para luchar con aquel elemento de destrucción, y parecíanos que en todas las demás casas y en la calle, minadas ya también, iban a estallar horribles cráteres que en pedazos mil nos salpicarían desgarrados en sangrientos jirones.

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