Zaragoza (20 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Y luego siguió, gritando a los que pasaban:

—¡Eh, paisano, amigo, hombre caritativo!… ¡a ver si levantamos la viga que cayó en el rincón!… ¡Eh!, buenos amigos, dejen Vds. ahí en un ladito ese enfermo moribundo que llevan al hospital, y vengan a ayudarme. ¿No hay un alma piadosa? Parece que los corazones se han vuelto de bronce… Ya no hay sentimientos humanitarios… ¡Oh! Zaragozanos sin piedad, ¡ved cómo Dios os está castigando!

Viendo que nadie le amparaba, entró de nuevo en la casa; pero salió al poco rato gritando con desesperación:

—¡Ya no se puede salvar nada! ¡Todo está ardiendo! Virgen mía del Pilar, ¿por qué no haces un milagro?, ¿por qué no me concedes el don de aquellos prodigiosos niños del horno de Babilonia, para que pueda penetrar dentro del fuego y salvar mis recibos?

- XXV -

Luego se sentó sobre un montón de piedras y a ratos se golpeaba el cráneo, a ratos sin soltar el gallo llevábase la mano al pecho, exhalando profundos suspiros. Preguntele de nuevo por su hija, con objeto de saber de Agustín, y me dijo:

—Yo estaba en aquella casa de la calle de Añón, donde nos metimos ayer. Todos me decían que allí no había seguridad y que mejor estaríamos en el centro del pueblo; pero a mí no me gusta ir allí donde van todos, y el lugar que prefiero es el que abandonan los demás. El mundo está lleno de ladrones y rateros. Conviene, pues, huir del gentío. Nos acomodamos en un cuarto bajo de aquella casa. Mi hija tenía mucho miedo al cañoneo, y quería salir afuera. Cuando reventaron las minas en los edificios cercanos, ella y Guedita salieron despavoridas. Quedeme solo, pensando en el peligro que corrían mis efectos, y de pronto entraron unos soldados con teas encendidas diciendo que iban a pegar fuego a la casa. Aquellos canallas miserables no me dieron tiempo a recoger nada, y lejos de compadecer mi situación, burláronse de mí. Yo escondí la caja de los recibos, por temor a que creyéndola llena de dinero, me la quisieran quitar; pero no me fue posible permanecer allí mucho tiempo. Me abrasaba con el resplandor de las llamas, y me ahogaba con el humo; a pesar de todo, insistí en salvar mi caja… ¡Cosa imposible! Tuve que huir. Nada pude traer, ¡Dios poderoso!, nada más que este pobre animal, que había quedado olvidado por sus dueños en el gallinero. Buen trabajo me costó el cogerle. ¡Casi se me quemó toda una mano! ¡Oh, maldito sea el que inventó el fuego! ¡Que pierda uno su fortuna por el gusto de estos héroes!… Yo tengo dos casas en Zaragoza, además de la que vivía
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. Una de ellas, la de la calle de la Sombra, se me conserva ilesa, aunque sin inquilinos. La otra que llaman Casa de los Duendes, a espaldas de San Francisco, está ocupada por las tropas, y toda me la han destrozado. ¡Ruinas, nada más que ruinas! ¡Es feliz la ocurrencia de quemar las casas, sólo por impedir que las conquisten los franceses!

—La guerra exige que se haga así —le respondí—, y esta heroica ciudad quiere llevar hasta el último extremo su defensa.

—¿Y qué saca Zaragoza con llevar su defensa hasta el último extremo? A ver, ¿qué van ganando los que han muerto? Hábleles Vd. a ellos de la gloria, del heroísmo y de todas esas zarandajas. Antes que volver a vivir en ciudades heroicas, me iré a un desierto. Concedo que haya alguna resistencia; pero no hasta ese bárbaro extremo. Verdad es que los edificios valían poco, tal vez menos que esta gran masa de carbón que ahora resulta. A mí no me vengan con simplezas. Esto lo han ideado los pájaros gordos, para luego hacer negocio con el carbón.

Esto me hizo reír. No crean mis lectores que exagero, pues tal como lo cuento, me lo dijo él punto por punto, y pueden dar fe de mi veracidad los que tuvieron la desdicha de conocerle. Si Candiola hubiera vivido en Numancia, habría dicho que los numantinos eran negociantes de carbón disfrazados de héroes.

—¡Estoy perdido, estoy arruinado para siempre! —añadió después, cruzando las manos en actitud dolorosa—. Esos recibos eran parte de mi fortuna. Vaya Vd. ahora a reclamar las cantidades sin documento alguno, y cuando casi todos han muerto, y yacen en putrefacción por esas calles. No, lo digo y lo repito, no es conforme a la ley de Dios lo que han hecho esos miserables. Es un pecado mortal, es un delito imperdonable dejarse matar, cuando se deben piquillos que el acreedor no podrá cobrar fácilmente. Ya se ve… esto de pagar es muy duro, y algunos dicen: «muramos y nos quedaremos con el dinero»… Pero Dios debiera ser inexorable con esta canalla heroica, y en castigo de su infamia, resucitarlos para que se las vieran con el alguacil y el escribano. ¡Dios mío, resucítalos! ¡Santa Virgen del Pilar, Santo Dominguito del Val, resucítalos!

—Y su hija de Vd. —le pregunté con interés—, ¿ha salido ilesa del fuego?

—No me nombre Vd. a mi hija —replicó con desabrimiento—. Dios ha castigado en mí su culpa. Ya sé quién es su infame pretendiente. ¿Quién podía ser sino ese condenado hijo de D. José de Montoria, que estudia para clérigo? María me lo ha confesado. Ayer estaba curándole la herida que tiene en el brazo. ¿Hase visto muchacha más desvergonzada? ¡Y esto lo hacía delante de mí, en mis propias barbas!

Esto decía, cuando doña Guedita, que buscaba afanosamente a su amo, apareció trayendo en una taza algunas provisiones. Él se las comió con voracidad, y luego a fuerza de ruegos logramos arrancarle de allí, conduciéndole al callejón del Órgano donde estaba su hija, guarecida en un zaguán con otras infelices. Candiola, después de regañarla, se internó con el ama de llaves.

—¿Dónde está Agustín? —pregunté a Mariquilla.

—Hace un instante estaba aquí; pero vinieron a darle la noticia de la muerte de un hermano suyo, y se fue. Oí decir, que estaba su familia en la calle de las Rufas.

—¿Que ha muerto su hermano, el primogénito?

—Así se lo dijeron, y él corrió allí muy afligido.

Sin oír más, yo también corrí a la calle de la Parra para aliviar en lo posible la tribulación de aquella generosa familia, a quien tanto debía, y antes de llegar a ella encontré a D. Roque, que con lágrimas en los ojos se acercó a hablarme.

—Gabriel —me dijo—, Dios ha cargado hoy la mano sobre nuestro buen amigo.

—¿Ha muerto el hijo mayor, Manuel de Montoria?

—Sí; y no es esa la única desgracia de la familia. Manuel era casado, como sabes, y tenía un hijo de cuatro años. ¿Ves aquel grupo de mujeres? Pues allí está la mujer del desgraciado primogénito de Montoria, con su hijo en brazos, el cual, atacado de la epidemia, agoniza en estos momentos. ¡Qué horrible situación! Ahí tienes a una de las primeras familias de Zaragoza, reducida al más triste estado, sin un techo en que guarecerse, y careciendo hasta de lo más preciso. Toda la noche ha estado esa infeliz madre en la calle y a la intemperie con el enfermo en brazos, aguardando por instantes que exhale el último suspiro; y en realidad, mejor está aquí que en los pestilentes sótanos, donde no se puede respirar. Gracias a que yo y otros amigos la hemos socorrido en lo posible… ¿pero qué podemos hacer, si apenas hay pan, si se ha acabado el vino, y no se encuentra un pedazo de carne de vaca, aunque se dé por él un pedazo de la nuestra?

Principiaba a amanecer. Acerqueme al grupo de mujeres, y vi el lastimoso espectáculo. Con el ansia de salvarle, la madre y las demás mujeres que le hacían compañía martirizaban al infeliz niño aplicándole los remedios que cada cual discurría; pero bastaba ver a la víctima para comprender la imposibilidad de salvar aquella naturaleza, que la muerte había asido ya con su mano amarilla.

La voz de D. José de Montoria me obligó a seguir adelante, y en la esquina de la calle de las Rufas, un segundo grupo completaba el cuadro horroroso de las desgracias de aquella familia. En el suelo estaba el cadáver de Manuel de Montoria, joven de treinta años, no menos simpático y generoso en vida que su padre y hermano. Una bala le había atravesado el cráneo, y de la pequeña herida exterior en el punto por donde entró el proyectil, salía un hilo de sangre, que bajando por la sien el carrillo y el cuello, escurríase entre la piel y la camisa. Fuera de esto, su cuerpo no parecía el de un difunto.

Cuando yo me acerqué, su madre no se había decidido aún a creer que estaba muerto, y poniendo la cabeza del cadáver sobre sus rodillas, quería reanimarle con ardientes palabras. Montoria, de rodillas al costado derecho, tenía entre sus manos la de su hijo, y sin decir nada, no le quitaba los ojos. Tan pálido como el muerto, el padre no lloraba.

—Mujer —exclamó al fin—. No pidas a Dios imposibles. Hemos perdido a nuestro hijo.

—¡No; mi hijo no ha muerto! —gritó la madre con desesperación—. Es mentira. ¿Para qué me engañan? ¿Cómo es posible que Dios nos quite a nuestro hijo? ¿Qué hemos hecho para merecer este castigo? ¡Manuel! ¡Tú, hijo mío! ¿No me respondes? ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no hablas?… Al instante te llevaremos a casa… pero ¿dónde está nuestra casa? Mi hijo se enfría sobre este desnudo suelo. ¡Ved qué heladas están sus manos y su cara!

—Retírate, mujer —dijo Montoria conteniendo el llanto—. Nosotros cuidaremos al pobre Manuel.

—¡Señor, Dios mío! —exclamó la madre— ¿qué tiene mi hijo que no habla, ni se mueve, ni despierta? Parece muerto; pero no está ni puede estar muerto. Santa Virgen del Pilar, ¿no es verdad que mi hijo no ha muerto?

—Leocadia —repitió Montoria, secando las primeras lágrimas que salieron de sus ojos—. Vete de aquí, retírate por Dios. Ten resignación, porque Dios nos ha dado un fuerte golpe, y nuestro hijo no vive ya. Ha muerto por la patria…

—¡Que ha muerto mi hijo! —exclamó la madre, estrechando el cadáver entre sus brazos como si se lo quisieran quitar—. No, no, no: ¿qué me importa a mí la patria? ¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Manuel, niño mío! No te separes de mi lado, y el que quiera arrancarte de mis brazos, tendrá que matarme.

—¡Señor, Dios mío! ¡Santa Virgen del Pilar! —dijo D. José de Montoria con grave acento—. Nunca os ofendí a sabiendas ni deliberadamente. Por la patria, por la religión y por el rey he dado mis bienes y mis hijos. ¿Por qué antes que llevaros a este mi primogénito, no me quitasteis cien veces la vida, a mí, miserable viejo que para nada sirvo? Señores que estáis presentes: no me avergüenzo de llorar delante de Vds. Con el corazón despedazado, Montoria es el mismo. ¡Dichoso tú mil veces, hijo mío, que has muerto en el puesto del honor! ¡Desgraciados los que vivimos después de perderte! Pero Dios lo quiere así, y bajemos la frente ante el dueño de todas las cosas. Mujer, Dios nos ha dado paz, felicidad, bienestar y buenos hijos; ahora parece que nos lo quiere quitar todo. Llenemos el corazón de humildad, y no maldigamos nuestro sino. Bendita sea la mano que nos hiere, y esperemos tranquilos el beneficio de la propia muerte.

Doña Leocadia no tenía vida más que para llorar, besando incesantemente el frío cuerpo de su hijo. D. José, tratando de vencer las irresistibles manifestaciones de su dolor, se levantó y dijo con voz entera:

—Leocadia, levántate. Es preciso enterrar a nuestro hijo.

—¡Enterrarle! —exclamó la madre—. ¡Enterrarle…!

Y no pudo decir más porque se quedó sin sentido.

En el mismo instante oyose un grito desgarrador, no lejos de allí, y una mujer corrió despavorida hacia nosotros. Era la mujer del desgraciado Manuel, viuda ya y sin hijo. Varios de los presentes nos abalanzamos a contenerla para que no presenciase aquella escena, tan horrible como la que acababa de dejar y la infeliz dama forcejeó con nosotros, pidiéndonos que la dejásemos ver a su marido.

En tanto D. José, apartándose de allí, llegó a donde yacía el cuerpo de su nieto: tomole en brazos y lo trajo junto al de Manuel. Las mujeres exigían todo nuestro cuidado, y mientras doña Leocadia continuaba sin movimiento ni sentido, abrazada al cadáver, su nuera, poseída de un dolor febril, corría en busca de imaginarios enemigos, a quienes anhelaba despedazar. La conteníamos y se nos escapaba de las manos. Reía a veces con espantosa carcajada, y luego se nos ponía de rodillas delante, rogándonos que le devolviéramos los dos cuerpos que le habíamos quitado.

Pasaba la gente, pasaban soldados, frailes, paisanos, y todos veían aquello con indiferencia porque a cada paso se encontraba un espectáculo semejante. Los corazones estaban osificados y las almas parecían haber perdido sus más hermosas facultades, no conservando más que el rudo heroísmo. Por fin, la pobre mujer cedió a la fatiga, al aniquilamiento producido por su propia pena, quedándosenos en los brazos como muerta. Pedimos algún cordial o algún alimento para reanimarla, pero no había nada, y las demás personas que allí vi, harto trabajo tenían con atender a los suyos. En tanto D. José, ayudado de su hijo Agustín, que también trataba de vencer su acerbo dolor, desligó el cadáver de los brazos de doña Leocadia. El estado de esta infeliz señora era tal que creímos tener que lamentar otra muerte en aquel día.

Luego Montoria repitió:

—Es preciso que enterremos a mi hijo.

Miró él, miramos todos en derredor, y vimos muchos, muchísimos cadáveres insepultos. En la calle de las Rufas había bastantes; en la inmediata de la Imprenta
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se había constituido una especie de depósito. No es exageración lo que voy a decir. Innumerables cuerpos estaban apilados en la angosta vía, formando como un ancho paredón entre casa y casa. Aquello no se podía mirar, y el que lo vio fue condenado a tener ante los ojos durante toda su vida la fúnebre pira hecha con cuerpos de sus semejantes. Parece mentira, pero es cierto. Un hombre entró en la calle de la Imprenta y empezó a dar voces. Por un ventanillo apareció otro hombre, que contestando al primero, dijo: «sube». Entonces, aquel, creyendo que era extravío entrar en la casa y subir por la escalera, trepó por el montón de cuerpos y llegó al piso principal, una de cuyas ventanas le sirvió de puerta.

En otras muchas calles ocurría lo mismo. ¿Quién pensaba en darles sepultura? Por cada par de brazos útiles y por cada azada había cincuenta muertos. De trescientos a cuatrocientos perecían diariamente sólo de la epidemia. Cada acción encarnizada arrancaba a la vida algunos miles, y ya Zaragoza empezaba a dejar de ser una ciudad poblada por criaturas vivas.

Montoria al ver aquello, habló así:

—Mi hijo y mi nieto no pueden tener el privilegio de dormir bajo tierra. Sus almas están en el cielo, ¿qué importa lo demás? Acomodémosles ahí en la puerta de la calle de las Rufas… Agustín, hijo mío: más vale que te vayas a las filas. Los jefes pueden echarte de menos, y creo que hace falta gente en la Magdalena. Ya no tengo más hijo varón que tú. Si mueres ¿qué me queda? Pero el deber es lo primero, y antes que cobarde prefiero verte como tu pobre hermano con la sien traspasada por una bala francesa.

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