Zaragoza (2 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—No, amigo y señor mío —dijo D. Roque—, nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que Vd. nos cuente tantas maravillas, lo que es ahora, más nos importa saber dónde encontraremos al D. José mi antiguo amigo, porque padecemos los cuatro de un mal que llaman hambre y que no se cura oyendo contar sublimidades.

—Ahora mismo les llevaré a donde quieren ir —repuso
Sursum Corda
, después de ofrecernos parte de sus mendrugos—. Pero antes les quiero decir una cosa, y es que si D. Mariano Cereso no hubiera defendido la Aljafería como la defendió, nada se habría hecho en el Portillo. ¡Y que es hombre de mantequillas en gracia de Dios el tal D. Mariano Cereso! En la del 4 de Agosto andaba por las calles con su espada y rodela antigua y daba miedo verle. Esto de Santa Engracia parecía un horno, señores. Las bombas y las granadas llovían; pero los patriotas no les hacían más caso que si fueran gotas de agua. Una buena parte del convento se desplomó; las casas temblaban y todo esto que estamos viendo parecía un barrio de naipes, según la prontitud con que se incendiaba y se desmoronaba. Fuego en las ventanas, fuego arriba, fuego abajo: los franceses caían como moscas, señores, y a los zaragozanos lo mismo les daba morir que nada. D. Antonio Quadros embocó por allí, y cuando miró a las baterías francesas, se las quería comer. Los bandidos tenían sesenta cañones echando fuego sobre estas paredes. ¿i>Ustés no lo vieron? Pues yo sí, y los pedazos del ladrillo de las tapias y la tierra de los parapetos salpicaban como miajas de un bollo. Pero los muertos servían de parapeto, y muertos arriba, muertos abajo, aquello era una montaña. D. Antonio Quadros echaba llamas por los ojos. Los muchachos hacían fuego sin parar; su alma era toda balas, ¿
ustés
no lo vieron? Pues yo sí, y las baterías francesas se quedaban limpias de artilleros. Cuando vio que un cañón enemigo había quedado sin gente, el comandante gritó: «¡Una charretera al que clave aquel cañón!» y Pepillo Ruiz echa a andar como quien se pasea por un jardín entre mariposas y flores de Mayo; sólo que aquí las mariposas eran balas, y las flores bombas. Pepillo Ruiz clava el cañón y se vuelve riendo. Pero vela y
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que otro pedazo de convento se viene al suelo. El que fue aplastado, aplastado quedó. D. Antonio Quadros dijo que aquello no importaba nada, y viendo que la artillería de los bandidos había abierto un gran boquete en la tapia, fue a taparlo él mismo con una saca de lana. Entonces una bala le dio en la cabeza. Retiráronle aquí; dijo que tampoco aquello importaba nada, y expiró.

—¡Oh! —dijo D. Roque con impaciencia—. Estamos encantados, señor
Sursum Corda
, y el más puro patriotismo nos inflama al oírle contar a Vd. tan grandes hazañas; pero si Vd. nos quisiera decir dónde…

—Hombre de Dios —contestó el mendigo— ¿pues no se lo he de decir? Si lo que más sé y lo que más visto tengo en mi vida es la casa de D. José de Montoria. Como que está cerca de San Pablo. ¡Oh! ¿
Ustés
no vieron lo del hospital? Pues yo sí: allí caían las bombas como el granizo. Los enfermos viendo que los techos se les venían encima, se arrojaban por las ventanas a la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ardían los tabiques, oíanse lamentos, y los locos mugían en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros riendo, bailando y haciendo mil gestos graciosos que daban espanto. Algunos salieron a la calle como en día de Carnaval, y uno se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear, diciendo que él era el Ebro y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego. Las mujeres corrían a socorrer a los enfermos, y todos eran llevados al Pilar y a la Seo. No se podía andar por las calles. La Torre Nueva hacía señales para que se supiera cuándo venía una bomba; pero el griterío de la gente no dejaba oír las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del hospital y del convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por allí. Don Santiago Sas, D. Mariano Cereso, D. Lorenzo Calvo, D. Marcos Simonó, Renovales, el albéitar Martín Albantos, Vicente Codé, D. Vicente Marraco y otros atacan a los franceses a pecho descubierto; y detrás de una barricada hecha por ella misma, les espera llena de furor y fusil en mano, la señora condesa de Bureta.

—¿Cómo, una mujer, una condesa —preguntó con entusiasmo D. Roque— levantaba barricadas y apuntaba fusiles?

—¿
Ustés
no lo sabían? —dijo
Sursum
—. ¿Pues en dónde viven
ustés
? La señora doña María Consolación Azlor y Villavicencio, que vive allá por el Ecce-Homo, andaba por las calles, y a los desanimados les decía mil lindezas, y luego haciendo cerrar la entrada de la calle, se puso al frente de una partida de paisanos, gritando: «¡Aquí moriremos todos, antes que dejarles pasar!».

—¡Oh, cuánta sublimidad! —exclamó D. Roque bostezando de hambre—. ¡Y cuánto me agradaría oír contar hazañas de esa naturaleza con el estómago lleno! Conque decía Vd., buen amigo, que la casa de D. José cae hacia…

—Hacia allá —repuso el cojo—. Ya saben
ustés
que los franceses se enredaron y se atascaron en el arco de Cineja. ¡Virgen mía del Pilar! Aquello era matar franceses, lo demás es aire. En la calle de la Parra, en la plazuela de Estrevedes, en la calle de los Urreas, en la de Santa Fe y en la del Azoque los paisanos despedazaban a los franceses. Todavía me zumban en las orejas el cañoneo y el gritar de aquel día. Los gabachos quemaban las casas que no podían defender y los zaragozanos hacían lo mismo. Fuego por todos lados… Hombres, mujeres, chiquillos… Basta tener dos manos para trabajar contra el enemigo. ¿
Ustés
no lo vieron? Pues no han visto nada. Pues como les iba diciendo, aquel día salió Palafox de Zaragoza para…

—Basta, amigo mío —dijo D. Roque perdiendo la paciencia—; estamos encantados con su conversación; pero si no nos guía al instante a casa de mi paisano o nos indica cómo podemos encontrar su casa, nos iremos solos.

—Al instante, señores, no apurarse —repuso
Sursum Corda
echando a andar delante de nosotros con toda la agilidad de sus muletas—. Vamos allá, vamos con mil amores. ¿Ven
ustés
esta casa? Pues aquí vive Antonio Laste, sargento primero de la compañía del cuarto tercio, y ya sabrán que salvó de la tesorería los diez y seis mil cuatrocientos pesos, y quitó a los franceses la cera que habían robado.

—Adelante, adelante, amigo —dije, viendo que el incansable hablador se detenía para contar de un modo minucioso las hazañas de Antonio Laste.

—Ya pronto llegaremos —repuso
Sursum
—. Por aquí iba yo en la mañana del 1.º de Julio, cuando encontré a Hilario Lafuente, cabo primero de la compañía de escopeteros del presbítero Sas, y me dijo: «Hoy van a atacar el Portillo». Entonces yo me fui a ver lo que había y…

—Ya estamos enterados de todo —le indicó don Roque—. Vamos aprisa, y después hablaremos.

—Esta casa que ven
ustés
toda quemada y hecha escombros —continuó el cojo volviendo una esquina— es la que ardió el día 4, cuando D. Francisco Ipas, subteniente de la segunda compañía de escopeteros de la parroquia de San Pablo, se puso aquí con un cañón, y luego…

—Ya sabemos lo demás, buen hombre —dijo don Roque—. Adelante, y más que de prisa.

—Pero mucho mejor fue lo que hizo Codé, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el cañón de la calle de la Parra —continuó el mendigo deteniéndose otra vez—. Pues al ir a disparar, los franceses se echan encima; huyen todos; pero Codé se mete debajo del cañón; pasan los franceses sin verle, y después, ayudado de una vieja que le dio una cuerda, arrastra la pieza hasta la bocacalle. Vengan
ustés
y les enseñaré.

—No, no queremos ver nada: adelante, adelante en nuestro camino.

Tanto le azuzamos, y con tanta obstinación cerramos nuestros oídos a sus historias, que al fin, aunque muy despacio, nos llevó por el Coso y el Mercado a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa.

- III -

Pero ¡ay!, D. José de Montoria no estaba en ella y nos fue preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. Dos de mis compañeros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando a buscar con su propia iniciativa un acomodo militar o civil. Nos quedamos solos D. Roque y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro amigo (llaman en Zaragoza
torres
a las casas de campo) situada a poniente, lindando con el camino de Muela y a poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero la necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado zaragozano, y siendo objeto de su cordial hospitalidad.

Ocupábase Montoria cuando llegamos en talar los frondosos olivos de su finca, porque así lo exigía el plan de obras de defensa establecido por los jefes facultativos ante la inminencia de un segundo sitio. Y no era sólo nuestro amigo el que por sus propias manos destruía sin piedad la hacienda heredada: todos los propietarios de los alrededores se ocupaban en la misma faena y presidían los devastadores trabajos con tanta tranquilidad como si fuera un riego, un replanteo o una vendimia. Montoria nos dijo:

—En el primer sitio talé la heredad que tengo al lado allá de Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que será más terrible que aquel, a juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.

Contámosle la capitulación de Madrid, lo cual pareció causarle mucha pesadumbre, y como elogiáramos con exclamaciones hiperbólicas las ocurrencias de Zaragoza desde el 15 de Junio al 14 de Agosto, encogiose de hombros y contestó:

—Se ha hecho todo lo que se ha podido.

Acto continuo D. Roque pasó a hacer elogios de mi personalidad, militar y civilmente considerada, y de tal modo se le fue la mano en este capítulo, que me hizo sonrojar, mayormente considerando que algunas de sus afirmaciones eran estupendas mentiras. Díjole primero que yo pertenecía a una de las más alcurniadas familias de
la baja Andalucía en tierra de Doñana
, y que había asistido al glorioso combate de Trafalgar en clase de guardia marina. Le dijo también que la junta me había concedido un destino en el Perú y que durante el sitio de Madrid había hecho prodigios de valor en la Puerta de los Pozos, siendo tanto mi ardor, que los franceses, después de la rendición, creyeron conveniente deshacerse de tan terrible enemigo, enviándome con otros patriotas a Francia. Añadió que mis ingeniosas invenciones habían proporcionado la fuga a los cuatro compañeros refugiados en Zaragoza, y puso fin a su panegírico asegurando que por mis cualidades personales era yo acreedor a las mayores distinciones.

Montoria en tanto me examinaba de pies a cabeza, y si llamaba su atención mi mal traer y las infinitas roturas de mi vestido, también debió advertir
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que este era de los que usan las personas de calidad, revelando su finura, buen corte y aristocrático origen en medio de la multiplicidad abrumadora de sus desperfectos. Luego que me examinó, me dijo:

—¡Porra! No le podré afiliar a Vd. en la tercera escuadra de la segunda compañía de escopeteros de D. Santiago Sas, de cuya compañía soy capitán; pero entrará en el cuerpo en que está mi hijo; y si no quiere Vd., largo de Zaragoza, que aquí no admitimos gente haragana. Y a Vd., D. Roque amigo, puesto que no está para coger el fusil ¡porra!, le haremos practicante de los hospitales del ejército.

Luego que esto oyó D. Roque, expuso por medio de circunlocuciones retóricas y de graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontrábamos y lo bien que recibiríamos sendas magras y un par de panes cada uno. Entonces vimos que frunció el ceño el gran Montoria, mirándonos de un modo severo, lo cual nos hizo temblar, y parecionos que íbamos a ser despedidos por la osadía de pedir de comer. Balbucimos tímidas excusas y entonces nuestro protector con rostro encendido, nos habló así:

—¿Con que tienen hambre? ¡Porra, váyanse al demonio con cien mil pares de porras! ¿Y por qué no lo habían dicho? ¿Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que no me faltan diez docenas de jamones colgados en el techo de la despensa, ni veinte cubas de lo de Rioja, sí señor; y tener hambre y no decírmelo en mi cara sin retruécanos, es ofender a un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandar
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que frían obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos, y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo también quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos si están por ahí. Y ustedes, señores, prepárense a hacer penitencia conmigo. ¡Nada de melindres, porra! Comerán de lo que hay sin dengues ni boberías. Aquí no se usan cumplidos. Vd., Sr. D. Roque, y Vd., Sr. de Araceli, están en su casa hoy y mañana y siempre, ¡porra! José de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos.

La brusca generosidad de aquel insigne varón nos tenía anonadados. Como recibiera muy mal los cumplimientos, resolvimos dejar a un lado el formulario artificioso de la corte, y vierais allí cómo la llaneza más primitiva reinó durante el almuerzo.

—Qué, ¿no come Vd. más? —me dijo D. José—. Me parece que es Vd. un boquirrubio que se anda con enjuagues y finuras. A mí no me gusta eso, caballerito; me parece que me voy a enfadar y tendré que pegar palos para hacerles comer. Ea, despache Vd. este vaso de vino. ¿Acaso es mejor el de la corte? Ni a cien leguas. Con que, porra, beba Vd., porra, o nos veremos las caras.

Esto fue causa de que comiera y bebiera mucho más de lo que cabía en mi cuerpo; pero había que corresponder a la generosa franqueza de Montoria, y no era cosa de que por una indigestión más o menos se perdiera tan buena amistad.

Después del almuerzo, siguieron los trabajos de tala, y el rico labrador los dirigía como si fuera una fiesta.

—Veremos —decía— si esta vez se atreven a atacar el castillo. ¿No ha visto Vd. las obras que hemos hecho? Menudo trabajo van a tener. Yo he dado doscientas sacas de lana, una friolera, y daré hasta el último mendrugo.

Cuando nos retirábamos a la ciudad, llevonos Montoria a examinar las obras defensivas que a la sazón se estaban construyendo en aquella parte occidental. Había en la puerta del Portillo una gran batería semicircular que enlazaba las tapias del convento de los Fecetas con las del de Agustinos descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corría otra muralla recta, aspillerada en toda su extensión y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abría hacia el famoso campo de las Eras o del Sepulcro, teatro de la heroica jornada del 15 de Junio. Más al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, seguían las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas a prisa, aunque con inteligencia, no se distinguían por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detrás de aquellos montones de tierra, se habría reído de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando a las leyes físicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y sin embargo…

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